¿Por qué el cadáver de la mujer apareció flotando al amanecer? Los guardacostas fueron alertados y recogieron el cuerpo inerte de una mujer completamente vestida junto al malecón de La Habana. Mujer mulata, de unos 45 años, 1.85 de altura, larga cabellera negra y las uñas recién pintadas de rojo fuego; no llevaba documentación. Tiene algunas magulladuras en la cara, piernas y brazos. La policía científica está analizando el caso.

En la oficina de homicidios

El capitán Lucero habla a sus compañeros de sección reunidos en la oficina de homicidios, un cuarto estrecho y oscuro cuyas paredes recuerdan que un día estuvieron pintadas de verde manzana.

—La mujer murió ahogada hace menos de 12 horas, ahora son las 9 —explica Lucero, un hombre joven, alto y delgado—. Estaba completamente vestida con camisa amarilla amplia y jeans azules muy ajustados: ropas caras de importación. El golpe en la nuca y las magulladuras podrían haber sido causados por el batir de las olas contra las rocas porque anoche el mar estuvo furioso.

Una explosión en el muy lujoso Hotel Saratoga de La Habana provocó 47 muertos y 99 heridos, entre ellos 10 niños de una escuela cercana y una turista española que paseaba con su novio; la explosión se produjo mientras un camión suministraba gas al hotel, debido a una fuga por el mal estado de la manguera. La prensa internacional habla de la explosión en Cuba, de la subida de precios y de la guerra en Ucrania, las autoridades están alteradas.

Suena el teléfono, llaman desde la central; el coronel, el gran jefe, llama desde su oficina en el Ministerio.

—¿Que habéis averiguado? —pregunta el gran jefe.

—Estamos en ello jefe —responde el capitán Lucero—. El cadáver no llevaba documentos, hemos empezado las investigaciones para identificar el cuerpo. Ya hemos enviado fotografías a todas las estaciones policiales de La Habana por si algún compañero puede aportar datos...

—¡Inútiles, sois unos inútiles! —brama el gran jefe—. El cuerpo de esa mujer pertenecía a Yumara Madariaga, directora de la Empresa Estatal de Comunicaciones y alto cargo del partido. Además, era persona amiga de un compañero que ocupa alto cargo en el ministerio. Y cuando digo «amiga» ya sabes a lo que me refiero. ¡Y no quiero que salga nada de esto ni de lo que pasó hace 20 años! ¡Os quiero a todos en movimiento hasta resolver el caso! ¡Quiero un informe «limpio» antes de las 14 hrs o rodarán vuestras cabezas!

El capitán Lucero convoca a sus subordinados. Él, moreno y de perfil aguileño, sentado encima de la mesa, los otros de pie enfrente:

—Compañeros, llegaron instrucciones desde muy arriba. Quieren un informe limpio antes de 5 horas. Ningún dato de la investigación puede salir de vuestras bocas, no habléis del asunto con nadie, solo me reportaréis a mí en «pri-va-do», ¡nada escrito!

Llegan dos policías patrulleros uniformados, se paran frente a la puerta de la oficina. Saludan y piden permiso para entrar.

—Buenos días. Nosotros estábamos de patrulla en el malecón anoche —dice el patrullero 1—. Nosotros vimos a esa mujer, la mulata de pelo largo, el mar estaba rabioso y ella sentada en el malecón cerca de las rocas con la mirada perdida hacia lo lejos. La vimos anoche y la vimos mil noches antes, siempre sentada en el mismo sitio.

—¿La conocían? —pregunta Lucero.

—Sí, la conocíamos —responde el patrullero 2—. Venía siempre andando y sola, vino cada día al atardecer durante años. Se sentaba en el espigón muy cerca de la bocana mirando al mar negro con sus ojos negros y perdida en la lejanía. Apenas se movía cuando se oían los tambores en el castillo, tras un breve silencio sonaba el cañonazo de las nueve.

—Alguna vez llegamos a hablar con ella —interfiere el patrullero 1—. Nos dijo que se llamaba Yumara y que esperaba noticias. Siempre venía andando, permanecía sentada muchas horas como si estuviera ida, con la mirada perdida, en otro mundo, hasta que la noche se ponía muy oscura. Luego llamaba por el teléfono celular —un aparato de esos muy caros con una manzana pintada— a su chofer privado que la llevaba en su auto oficial hasta el Jazz Club. Nos explicaba que en el local saboreaba una copa de vino tinto, sola. Le gustaba escuchar boleros.

—¿Estaba casada o divorciada? ¿Tenía algún compañero? ¿Algún amante? —pregunta Lucero.

—De eso no habíamos hablado nunca. Siempre venía sola. Creo que actualmente no tenía pareja, pues nos decía que miraba al mar esperando noticias de alguien que marchó hace muchos años. Supongo que esperaba noticias de un amado residente en Miami —reporta el patrullero 2.

—¿Tiene algún dato que aportar?

—Sí, señor. Anoche llegó muy triste, adormilada. Recibió dos llamadas telefónicas cerca de las nueve y al poco ella caminó de un lado para otro sin rumbo, inquieta, nerviosa. Luego desapareció. No vino el chofer a recogerla.

—¿Algún dato más...?

—No, señor.

—Dejen sus números de identificación y un medio para contactarlos 24 horas al día; si recuerdan algo más o si les llamamos, preséntense ante mí de inmediato. Y no hablen de esto con nadie. ¡Luis Miguel, anota sus datos!

Los dos patrulleros saludan y se retiran.

La joven Liliana se incorpora al equipo luciendo en las hombreras su primer galón recién ganando en la academia. Lucero le da la bienvenida y sigue repartiendo el trabajo entre los de su equipo, lo de siempre: unos a visitar los contactos de la difunta, otros al Jazz Club...

—Silvio, vosotros a visitar a la madre, le dais la noticia y habláis con ella. Luis Miguel: vosotros al Jazz Club. Liliana: localiza al chofer para ver qué sabe y que no cuente nada a nadie. Alberto: registra el apartamento de la compañera Yumara.

Todos salen del despacho de homicidios.

—Alberto, espera un momento que quiero hablar contigo —susurra el capitán Lucero a su hombre de confianza—. Dirígete al apartamento en auto sin distintivos. Revisa las habitaciones con discreción, revuelve lo que haga falta, pero déjalo todo en orden, no toques nada. Vuelve pronto y me reportas lo que has visto.

En el apartamento de Yumara

El apartamento de Yumara está situado en un barrio habanero muy distinto de aquellos otros que parecen copiados de fotografías africanas, está en el Vedado, un barrio habitado por blancos y mulatas, de esos que en Europa podríamos llamar «clase media», justo en calle 23 cerca de Avenida de los presidentes en un edificio moderno y alto, con zona ajardinada, dos ascensores y anchos pasillos. Alberto, bajo y gordete, con su camisa a cuadros y siempre vestido de civil pasa desapercibido. Sube a la planta 9 y fuerza la cerradura con una ganzúa. Penetra, la mañana es muy soleada pero dentro todo está oscuro. Corre las grandes cortinas negras con flores blancas y rosas, entra el sol cegador; tras los cristales se divisa el mar lejos. Abre una ventana que da a la avenida, resuena el ruido ensordecedor de los «almendrones», la cierra rápido. El sol ilumina todo el apartamento recién pintado en azul turquesa: hall, dos dormitorios, cocina, comedor y baño. Una mesita baja ofrece 10 licores de importación junto a una coctelera de metal y una cubitera de cristal; algunas botellas están sin abrir. En la cocina hay un frigorífico americano de dos puertas, dos ollas arroceras, un horno microondas con grill, una batidora para hacer zumos, varias ollas y cazuelas; todo de importación y en perfecto estado. Dentro del frigorífico encuentra 2 kilos de carne de res fresca, 18 cervezas y 2 botellas de champán francés. Todo ello imposible de alcanzar con un salario cubano de 80 dólares mensuales. El dormitorio es amplio, pero sencillo: una cama matrimonial de tubos doblados pintados en color crema, dos mesitas de noche con sobrecristal, un mueble bajo con TV pantalla plana de 50", un armario ropero grande; un espejo de cuerpo entero... Las sábanas son nuevas y están arrugadas. En la pared hay encendido un aparato de aire acondicionado moderno tipo split marcando 16º. En el espejo cuelgan fotografías viejas: un hombre joven que se repite en fotos de varios lugares junto a Yumara más joven, otras con amigos sonrientes y de familiares. Dentro de un mueble bajero halla muchos zapatos y zapatillas deportivas de marcas internacionales.

Alberto abre el armario, hay muchos vestidos y pantalones, toda ropa de marca extranjera. Abre los cajones, están repletos con ropa íntima femenina (bragas, sujetadores, medias de seda, ligas) todas de la talla 36C/95c con marca Victoria's Secret. En el segundo cajón descubre escondidos bajo la ropa: una cajita con tres ampollas de nitrito de amilo, otra con Primaforce Yohimbine y un papelito blanco con un número telefónico escrito con letra de hombre. En el cuarto de baño ojea perfumes caros, muchos botes de medicinas cerrados (anfetaminas, somníferos) y dos frascos vacíos con restos de un polvo blanco. Alberto abre su teléfono celular y fotografía el frigorífico abierto, la mesita de los licores, las medicinas y los dos frascos vacíos, el contenido de los dos cajones, el papel con el número telefónico; y también fotografía las fotos viejas colgadas en el espejo. Cierra las cortinas, revisa todas las habitaciones, procura dejar todo en orden. Regresa hacia la oficina de homicidios en su auto privado, un viejo Lada de 1978 pintado a mano en azul oscuro. Durante el trayecto envía las fotografías de las fotos viejas al teléfono celular de su compañero Silvio para que le pregunte a la madre y telefonea a Lucero para darle un resumen de lo que ha encontrado. Lucero se sorprende y ordena: vuelve al apartamento y toma una muestra de lo que haya en los dos frascos vacíos. Como Alberto aún está cerca del edificio, aparca el auto en calle 23 y vuelve atrás caminando.

Entra en el apartamento de Yumara con facilidad, porque ya conoce la cerradura, pero la siente más suave. Todo está como él lo había dejado, perfectamente ordenado. En el cuarto de baño busca los dos frascos, pero no están. Primero se pasma, se asombra, luego duda. Repasa en su celular las fotos que había hecho antes: efectivamente, en las fotos se ven dos frascos vacíos. ¿Quién se los llevó? Saca la pistola de su funda, quita el seguro, la empuña por delante, revisa todo el apartamento con cautela: las ventanas siguen cerradas, no hay nadie más allí adentro. Abre el armario: faltan muchas bragas y sujetadores. Rebusca debajo: faltan las cajitas con nitrito de amilo y la de Yohimbine, falta el papelito con el número telefónico escrito. Faltan la carne de res y las botellas de champán. Concluye: durante su breve ausencia, alguien ha entrado y salido muy deprisa sin dejar pistas. ¿Quién habrá sido? ¿Es un profesional? Silvio deja todo ordenado, cierra la puerta y sale.

Al pasar por Coppelia compra un helado con sabor a fresa, lo relame pensativo, camina despacio. Antes de subir a su auto, lo revisa por debajo, luego levanta el capó y comprueba que nadie lo ha manipulado. Se coloca las lentes de sol, las famosas Ray-Ban aviador metálicas; conduce hacia la oficina de homicidios.

Informe tras indagar en el Jazz Club

Luis Miguel llega a la oficina y resume al capitán Lucero lo que ha descubierto en el Jazz Club:

—Confirmado jefe. La mulata iba muchas noches por el Jazz Club, siempre sola. Se sentaba en la misma mesa. Tomaba una copa de vino tinto y escuchaba boleros. Ya muy de noche telefoneaba a su chofer y venía a recogerla en un auto blanco oficial. La noche anterior sí estuvo en Jazz Club, siempre sola. Siempre mostraba un teléfono celular de esos caros, de importación, con una manzana pintada... A veces recibía llamadas telefónicas, hablaba raro con un hombre, como si usaran un código secreto; luego se levantaba y bajaba sola hacia el parqueadero, allí la esperaba un auto muy grande y oscuro, un Emgrand con matrícula del gobierno.

Entrevista con el chofer

La joven Liliana localiza al chofer de Yumara en el parqueadero donde está el coche oficial; el vehículo es un Geely blanco nuevo de fabricación china. El chofer está sentado dentro esperando que le llamen para hacer algún servicio. Liliana y el chofer dialogan:

—¿Es usted Raúl Pérez, chofer personal de Yumara Madariaga?

—Sí, compañera.

—¿Sabe usted lo que ha sucedido?

—Sí, compañera, pero yo no sé nada. —No muestra sorpresa, pues ya estaba informado del hallazgo del cadáver.

—¿Vio usted anoche a la compañera difunta?

—No, no me llamó para que la recogiera ni en el malecón ni en el Jazz Club.

—¿Le extrañó que no le llamara?

—¡No, mi «amooor»! Ella usaba el auto oficial para todo, incluso para visitar a su mamá, pero muchas noches no me llamaba. Supongo que esas noches retornaba a casa por «otrooos» medios.

—¿Qué servicios hacía para la difunta?

—La llevaba a reuniones de trabajo o del partido, algunas en otras provincias. La recogía cada tarde en su oficina y la dejaba cerca del malecón. Yo esperaba en la base a que me telefonease para llevarla de noche al Jazz Club. A veces iba a visitar a su madre en el barrio de El Cerro.

—¿Hacía para ella algún servicio «extra»?

—Mire oficial yo no sé nada de eso. No hay carne, ni pollo, ni verduras, ni tabaco, ni cervezas; ahora faltan medicinas y vacunas. La situación está «maaal». Mire, mi esposa —que es maestra—, ayer preguntó a los niños qué querían ser de mayores. Yanislady, una blanquita que tiene 8 años y es hija del delegado del partido, respondió: «Yo de mayor quiero ser yuma».2 ¿Por qué, le preguntó?, la niña respondió: «Porque los yuma tienen ropa buena y yo los he visto comer en el paladar, comen carne y hasta espaguetis comen. Además, mi madre dice que quiere casarse con un yuma», insistió la niña. Compañera: la cosa está «maaal», todos quieren «marchaaar», hasta los niños. ¡Yo no he hecho nada «extra»!

—Tranquilo Raúl, dejemos eso fuera.

—Mientras estaba con usted en el auto, ¿cómo se comportaba Yumara?

—Yo la notaba triste. Tenía dos aparatos telefónicos y recibía muchas llamadas, casi todas de trabajo. Cuando sonaba el otro aparato, el que tiene una manzana pintada, se ponía contenta si eran de su madre, pero, si eran del hombre usaban un código secreto.

—¿Un código «se-cre-to»?

—Sí, secreto, ella decía palabras sueltas o frases cortas, hablaban como en clave, como si usaran un código secreto; yo escuchaba, pero no entendía nada.

—¿Quién es el hombre?

—No sé, nunca le vi.

—Bien Raúl, dejémoslo aquí. Hay órdenes estrictas: no hable de este asunto con nadie y si alguien le pregunta me lo reporta a mí inmediatamente. Me despido, si recuerda algún dato más me llama de día o de noche, en este papel le dejo mis datos escritos.

Entrevista con la madre

La madre de Yumara vive en el barrio de El Cerro. La música ocupa «... ahora el lugar de las personas, abarrotando el espacio, cruzando melodías, compitiendo en volúmenes dispuestos a aturdir a los que se arriesgaban a penetrar aquella atmósfera compacta de sones, boleros, merengues, baladas, mambos, guarachas, rocks duros y blandos, danzones, bachatas y rumbas».2 Y, por encima de todos ellos, reggaetón y cerveza a granel aturdiendo las mentes.

El policía Silvio llega en un auto patrullero, las gentes que respiraban aire en la calle desaparecen dentro de sus «casas». La madre de Yumara vive en una casa unifamiliar de planta baja con paredes de ladrillo y techo alto de chapas dobladas. Ella es de piel muy negra con el pelo canoso, está vestida con camisa verde y pantalón pescador azul, tiene el pelo recogido con una pañoleta blanca igual que las africanas. Apoyada en el porche de la puerta fumando un cigarro contempla al poli; al verlo acercarse se inquieta. Silvio saluda, se presenta y le explica que han encontrado el cadáver de su hija en el mar, le da las condolencias; la madre quiere llorar, pero se contiene, es una mujer negra, alta y dura.

—Mire usted —habla la madre—. Mi hija venía a verme. Ella siempre me telefoneaba antes de venir; la telefoneaba yo cuando yo necesitaba que me trajera tabaco. Si necesitaba algo urgente la llamaba a su celular privado. Me traía tabaco, refrescos, carne de res, pollo, ovejo, café molido, cervezas. Mire usted aquí faltan alimentos, faltan medicinas, falta de todo. No quiero saber de dónde los sacaba.

—¿A qué número privado la llamaba?

—A ese que está apuntado en la libreta, encima de la nevera. —Silvio fotografía la página que contiene el número telefónico.

—¿Sabe usted si Yumara tenía novio o algo así?

—Creo que no tuvo novio desde lo que pasó, pues la veía triste y estaba más delgada; tomaba muchas pastillas.

—¿Qué pasó?

—Pasó hace veinte años —hace una pausa y contiene un llanto—. Yumara, su marido y los dos amigos eran muy jóvenes, tenían ilusiones. La vida estaba «maaal» aquí, como ahora. Decidieron marchar los cuatro juntos. Pablo y Antonio eran ingenieros, con los restos de una motocicleta y el ventilador de un auto hicieron un motor «fueraborda»; acumularon bidones vacíos y cuerdas para construir la balsa que llevaría a los cuatro amigos hacia Miami cruzando las corrientes del Golfo de México. Lanzaron la balsa al mar una noche de verano, la mar estaba brava: me lo contó Yumara. Mi hija no sabía nadar, no quiso ir, se ahogó en lágrimas. La balsa marchó solo con tres.

Se escucha un silencio mortal.

Silvio le muestra la fotografía de los retratos viejos que ha encontrado en el apartamento de Yumara.

—Señora, ¿conoce usted alguna de las personas que ve en estas fotos?

La mujer explota en sollozos y lágrimas.

—Sí, son mi hija Yumara, su marido Antonio y los dos amigos Pablo y Yamila cuando eran jóvenes. Construyeron la balsa para ellos cuatro, pero solo subieron tres. Sabe... Yumara era abogada, dirigía una empresa del Estado y ocupaba un alto cargo en el partido: sabía que nunca la dejarían salir de la isla. ¡Esto parece una cárcel! Pasaron veinte años y mi hija iba cada noche al malecón esperando noticias, aún no se ha recuperado de aquello, tomaba muchas medicinas caras que no sé cómo conseguía.

Silvio se despide, sale a la calle. Ya lejos de la casa telefonea al capitán Lucero para informar, le hace un resumen:

—La madre no sabía nada del cadáver. No se extrañó por la muerte porque hacía tiempo que la veía triste y delgada, y porque tomaba muchas pastillas. Cuando la madre necesitaba algo importante telefoneaba a su hija a un número «urgente». Las fotos viejas son de hace 20 años, en ellas salen: la difunta, su esposo y otra pareja, todos jóvenes. Los otros tres marcharon en balsa hacia Miami, nunca dieron noticias de vida... Yumara estaba enamorada, se quedó sola, se alteró, se trastornó; se sentaba cada noche en el malecón esperando noticias que nunca llegaron.

—¿Cuál es ese número «urgente»? —pregunta Lucero.

Silvio le dicta, el capitán lo anota. El capitán descubre que ese número es el mismo número que estaba escrito en el papelito encontrado debajo de las bragas.

—Todo correcto Silvio, ven para la oficina.

Investigan el número telefónico escrito

El capitán Lucero telefonea al instante a su hombre de confianza, Alberto.

—Mira Alberto —habla el capitán Lucero—, te voy a pedir un favor, es de extrema confianza. El número que hay escrito en el papel que «desapareció» y el número al que llamaba la madre es el mismo. Investiga de quiénes son los números que recibía y a nombre de quién estaba la línea «urgente» que usaba Yumara. Investiga en la central con la máxima discreción, luego me reportas en «pri-va-do».

Lucero y Alberto solos

Alberto entra en la oficina, Lucero le hace una señal; ambos salen hacia la calle donde nadie pueda oírlos. Mientras pasean, Alberto hace el segundo resumen verbal a su jefe:

—La mujer tenía dos líneas telefónicas y dos aparatos celulares. Una línea está a nombre de la empresa donde trabajaba, por ahí entraban y salían muchas llamadas cada día, todas por asuntos de trabajo. El otro número, el número «urgente» escrito en el papel con letra de hombre pertenece a Asuntos Internos, del ministerio, se usó en escasas llamadas y solamente desde dos números; algunas llamadas fueron hechas por la madre, las otras desde otro número clasificado, secreto, que también pertenece a Asuntos Internos.

—Bien Alberto, vamos tras la huella.

Reunión confidencial con el gran jefe

El coronel ha telefoneado al capitán Lucero:

—Te espero en mi despacho del Ministerio a las 13hrs de hoy —le ha dicho con voz autoritaria—. Es una orden.

El capitán ha llegado unos minutos antes; espera sentado en la antesala. Se abre la puerta del despacho y una voz grave grita desde dentro: «Pase capitán».

El capitán entra en el despacho, encuentra al coronel sentado y a otro hombre de avanzada edad, alto y gordo de pie vestido de civil. Saluda a ambos, se queda erguido. No hay presentaciones.

—Siéntese capitán, usted dirá...

—Señor ─responde Lucero— según las pruebas que hemos recogido, la víctima estaba trastornada por la pérdida de su amante y de sus amigos cuando huyeron en balsa hacia Miami, hace 20 años; lo confirmaron la madre y los dos patrulleros que la conocían y que la vieron aquella noche en el malecón: estaba muy nerviosa. En su apartamento hemos encontrado grandes electrodomésticos americanos, ropa de importación, licores, anfetaminas, somníferos y drogas, todo ello imposible de mantener con su salario cubano de 80 dólares mensuales; por tanto, la difunta tenía una fuente de ingresos irregular. También hay un hombre que le telefoneaba a un número secreto, con el que hablaba en clave, que la «protegía», un hombre que usa un gran auto oscuro con matrícula del ministerio. Por otra parte, entre nuestra primera entrada al apartamento y la segunda, alguien entró y se llevó un papel con un número telefónico escrito a mano de hombre, así como la caja de nitrito de amilo —droga usada durante las penetraciones anales—, otra con Yohimbine —un estimulante sexual que se usa en caballos y otras reses, y que también usan algunos hombres de edad avanzada— y dos frascos vacíos que contenían restos de un polvo blanco. Esta desaparición de pruebas inculpatorias en escasos minutos fue hecha por profesionales, quizá gente de nuestro servicio secreto.

—Sea breve capitán...

—La víctima pudo haber caído al agua accidentalmente, pero como el mar estaba rabioso es muy raro que ella se acercara por voluntad propia. Los patrulleros dijeron que la víctima había recibido dos llamadas telefónicas pocos minutos antes de las nueve, que eso la alteró; las llamadas fueron hechas desde un número secreto propiedad del ministerio. Por tanto, la víctima pudo haber llegado al agua acosada por la situación o empujada por otros «profesionales». Esos profesionales pudieron cumplir órdenes, órdenes dadas por alguien desde muy arriba, alguien que no quiere verse afectado. Señor coronel: solicito permiso para seguir la investigación hacia arriba.

—Mire capitán Lucero —replica el coronel—. Admiro su inteligencia, su entrega al trabajo, su gran capacidad para encajar hechos, y también valoro la capacidad de su equipo. Usted es joven, tiene futuro, tiene larga carrera profesional dentro de este ministerio. Deseo que siga hasta el final, subirá muy alto. Pero sus fantasías no se aguantan en este caso. El compañero Leonidas se jubilará pronto y no quiere que este asunto le afecte, «aquí hay que vivir al día y no pensar más de la cuenta».2 ¡No me mire con esa cara, Lucero! Estas cosas pasan. Cierre el caso así: La mujer estaba deprimida y muy nerviosa, se acercó al mar para refrescarse y el fuerte oleaje se la tragó; los patrulleros lo confirmarán. —Se escucha un silencio ensordecedor—. Capitán Lucero: le quedan 20 minutos para que redacte el informe limpio, tiene una mesa preparada aquí mismo. ¡Puede retirarse!

Una explosión en el muy lujoso Hotel Saratoga de la Habana provocó 47 muertos y 99 heridos; la explosión se produjo mientras un camión suministraba gas al hotel con una manguera. Las autoridades están alteradas y la prensa internacional habla de la explosión en Cuba, del aumento de los precios y de la guerra en Ucrania.

(Todos los personajes y este relato son inventados, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia)

Notas

1 Yuma = extranjero, preferiblemente de Norteamérica.
2 Citado por Montoya, O. E. en Subjetividades postsocialistas y mercados transnacionales de la nostalgia en La neblina del ayer de Padura Fuentes.