Con frecuencia se escucha decir por ahí (en las academias, en los cursos, en los talleres de escritura creativa) que el cuento no solo es un género cargado de sus propias complicaciones; es, si cabe, más complejo incluso que la propia novela. De esto sabrán más quienes tienen experiencia comprobable en ambos géneros, pues, hablando desde lo personal, me costaría mucho afirmar la veracidad de lo que he escrito hasta el momento. A mi haber hay solo una pequeña colección de relatos, y he perdido cuenta de las novelas inconclusas que guardo en el cajón imaginario de mi computadora, esperando el día en que se aclare la nube de mi mente para al fin terminarlas. Más acertado, me parece, sería decir que cada género cuenta con su propia lógica y maquinaria especializada.
Nótese aquí que he hecho un pequeño truco de mago; una prestidigitación grosera, pero no por eso sin sus razones. Me tomé la molestia, a medio camino del párrafo anterior, de cambiar el sustantivo «cuento», por el más cómodo «relato», en lugar de agregar la coletilla «para adultos», que me parece excesiva, por no decir vulgar. Es una manía que a algunos nos asola, y viene de la muy común experiencia de que se nos pregunte, una vez que hemos hablado de nuestros pequeños logros, si nuestros cuentos pueden ser leídos por niños de tal o cual edad. Nada en contra de la literatura infantil, pero es cierto que, en un mundo en el que la novela es vista como «el género» al que se dedican los escritores serios y de éxito, el cuento es supuesto por muchos como un dominio exclusivo para el deleite de los más jóvenes. Algo así como lo que ocurre con lo fantástico y lo insólito que, se supone, tampoco deberían entrometerse en la buena conversación literaria. Tonterías que de tanto en tanto nuestra cultura asegura.
Estas observaciones no son originales; ya muchos las han hecho antes y mejor. Se encuentran, incluso, en las primeras páginas del prólogo escrito por Jorge Fernández Bustos para celebrar Bestiario (Eolas, 2022), la más reciente publicación de Ángel Olgoso (Granada, 1961), un libro que a muchos de quienes le admiramos nos vino como un regalo, luego de que se anunciara, tras la aparición de Devoraluces (Reino de Cordelia, 2021), que quien es considerado uno de los mejores cuentistas contemporáneos de nuestra lengua se despedía para siempre de este pequeño gran género. Un sentimiento fugaz, ya que Bestiario es una colección de 59 microrrelatos tomados de las muchas publicaciones a nombre de Olgoso.
Sobre él se puede afirmar lo que se encuentra en los canales comunes de investigación. Nació a finales de febrero de 1961, en la pequeña Cúllar Vega. Se educó entre los lasallistas, de cuyas bibliotecas extrajo el gusto por las palabras, y fue mientras estudiaba con ellos que logró su primer premio literario en 1974. Por aquel entonces se inclinaba por la poesía, y fue la clásica Antología de la literatura fantástica, editada por Borges, Casares y Ocampo, el encuentro afortunado que lo enmarcó en su vertiente cuentista. Estudió filología hispánica en la Universidad de Granada, y, tras varios años de escritura, publicó en 1991 su primer libro, Los días subterráneos, un logro al que le siguieron más de otros quince títulos, además de artículos y crítica literaria en la prensa, por no hablar de los muchos premios y reconocimientos. Su nombre figura también como fundador y director del Institutum Pataphysicum Granatensis, donde se estudia y practica la patafísica de Alfred Jarry. Un sitio de naturaleza no del todo divorciada del resto de su obra escrita, esa en la que lo extraño y lo fantasmagórico existen como parte de una dimensión más poética del buen y el mal vivir, aquí abajo en «este sueño». Pues, escribe Olgoso en su introducción:
Según Chesterton, hay dos movimientos hacia lo imaginativo, hacia lo fantástico, uno centrípeto y otro centrífugo: una espiral marcha hacia dentro, hacia los secretos sueños del hombre, y otra hacia los poderes o verdades que están más allá de su alcance.
Cada una de las pequeñas bestias que duermen y sueñan dentro de este Bestiario fueron extraídas del grueso de su catálogo, que es otra manera de decir que han sido seleccionadas de entre los casi setecientos textos que, a lo largo de cuarenta y cuatro años, han fluido de los bolígrafos de Olgoso. Moscas, tigres, perros, narvales, ñus y zopilotes, cocodrilos, cucarachas, luciérnagas, dinosaurios, camaleones y algunos otros de extracción más mítica, como el buey negro guardador de la «nada». Aquí se cumple el cometido de todo buen bestiario, como los viejos del medievo, en cuanto a su función de muestrario de animales que viven más allá de la experiencia ordinaria, distorsionados todos por la fugacidad de la memoria, la licencia artística del dibujante, o la exageración del testigo. Pero no se trata de un bestiario cualquiera, ya que no se molesta con los animales de nuestro mundo ordinario, cuantificado y catalogado, sino en los que habitan los bosques, las montañas y las vastas llanuras de la imaginación.
Leerlo me recuerda un poco a la manera en la que Maurice Maeterlinck solía escribir sobre las hormigas, las abejas, y las termitas. También trae recuerdos de El libro de los seres imaginarios, si al menos en espíritu, ya que sus propiedades son otras. Mientras que aquel libro de Borges es un compendio de las fieras literarias y míticas del mundo, el de Olgoso reúne a las que asechan las cavernas de su mente. Cuentos de animales o sobre animales en los que estos pueden ser su centro o el conducto a otras dimensiones de la experiencia humana, como la crueldad en Águila de sangre, las pretensiones de clase en Aristocracia, la locura repentina (la más hermosa) en El perro verde, o el lamento por las oportunidades perdidas en Cálculo de probabilidades. Ya de antiguo nos viene la tradición de utilizar a los animales como símbolo para expresar lo que la lengua, por sus limitaciones y contradicciones, es incapaz de decir, o para dar color a lo que deseamos comunicar. Se es sabio como un búho o astuto como un zorro, calenturiento como un conejo y necio como un burro, siniestro como el cuervo o anticuado como el dinosaurio. Los santos hablan el idioma de las aves, pues están cerca del cielo, y el verdadero Señor de este mundo se aparece en el cruce de los caminos como un gran chivo negro. Para Ana de Bretaña, reina consorte de los franceses, el armiño representaba la pureza de su legado. Para Schopenhauer, su perrita Atma fue toda la dulzura a la que la humanidad, sucia, cruel e inmunda, jamás podrá llegar.
Bestiario no es una colección en la que las narraciones compartan una única atmósfera, una estética, o una fijación temática a la manera en la que los cuentos de Aickman o Ballard, por ejemplo, comparten las mismas atmósferas, estéticas y fijaciones. Hay una variedad de técnicas narrativas, puntos de vista, incluso humores, que las diferencian bien unas de otras, aunque están todas hermanadas por la riqueza de su vocabulario, la precisión de relojero con las que fueron escritas, su erudición y barroquismo. Esta última cualidad, en especial, muy apreciada por algunos de nosotros, a pesar de ser considerada por otros tantos como una reliquia literaria que no tiene sitio en un mundo en el que la atención y la paciencia lectora descienden sin piedad. Un barroquismo, sin embargo, que se integra sin costuras a la brevísima extensión con la que Olgoso trata muchas de sus ficciones, haciéndolas ver en ocasiones como el trabajo de un miniaturista rococó.
En alguna otra parte he comparado sus cuentos con los paisajes de Brueghel el Viejo y El Bosco, y es una comparativa que no me canso de hacer. Como ocurre en la obra de los neerlandeses, la oscuridad y la comedia aquí también son muy buenas comadres. Al igual que con los dos pintores, hay una rica abundancia en personajes y detalles. No deja de sorprenderme la facilidad con la que bestias y hombres, dioses y monstruos, científicos y exploradores, personajes de la literatura y héroes de la mitología, llegan y salen sin problema de entre las líneas mínimas en las que transcurren muchos de sus cuentos. Deidades de varios panteones se asoman y hacen estragos en Un melange mitológico, de apenas 115 palabras, y el curso de las civilizaciones y sus tragicomedias se deslizan sin problemas por las diecinueve líneas en De coleópteros y firmamentos. Cuando lo complejo nos parece sencillo sabemos que estamos ante la presencia de un talento que ha logrado la maestría de lo artesano e intelectual.
Varios de los textos reunidos aquí, como en el resto de su obra, son menos narraciones y más estampas: paisajes o retratos en los que lo importante es la composición verbal de la imagen, la transmisión de una idea, una sensación o reflexión. La presencia de los animales, así, hace de Bestiario algo parecido a pasar una tarde solitaria en un parque en el que lo que impera son los pensamientos de uno mismo y el canto de los pájaros.
Que Olgoso haya hecho del cuento fantástico —y del microcuento—el eje de casi toda su obra, y cultivado con este un listado de reconocimientos y premios, debería ser reflexión para una industria (y un público) en la que la novela es vista como garantía del pedigrí de quien escribe. Incluso mejor aún si su realismo social es de lo más rancio. «Nadie te leerá hasta que no tengas una novela», me dijo alguien hace tiempo, y es esta la situación en la que nos encontramos. Pero hay que recordar que la literatura no es lo mismo que la industria del libro; la primera existe bajo reglas muy distintas a las de la segunda, por lo que uno puede estar bien asentado en una de ellas sin necesariamente tener un pie en la otra. Desde luego, y por fortuna, existen aún sellos y casas editoriales como Eolas que no le hacen el feo al cuento y lo reciben con ediciones bien cuidadas como la de este Bestiario.
Aunque la narrativa ya ha llegado a su fin en la carrera de Olgoso, sigo esperando que esto no signifique el término de su obra. No dejo de recordar el caso del compositor estadounidense Harold Budd, quien en dos ocasiones dijo haber terminado su carrera musical solo para resucitarla dos veces más. ¿Tal vez ahora Ángel Olgoso se dedicará al micro ensayo? Habrá que preguntárselo al oráculo, aunque, como bien ocurre casi siempre, estas sorpresas solo pueden disfrutarse más adelante en el tiempo.