Antigua (Guatemala), 2000.
Nabila se detuvo en las semillas rojas del huayruro que David le había traído de Perú. Tenía muchas preguntas que hacerle sobre su viaje y algunas de ellas podría concentrarlas en su color rojizo. Fue paciente, no quiso precipitarse, prefirió que fuera él quien desalambrara su paquete de experiencias en el orden o desorden que se le antojara. Traía el rostro de la preocupación, pero también el brillo en los ojos de quien ha aprendido. Ese era su trabajo. Lo llamaban de distintos lugares para analizar la contaminación de las aguas por contar con una honestidad a prueba de bombas. No era la primera vez que los resultados se falseaban, muchos ingenieros ponían precio a su soborno. Las redes internacionales de sociedad civil que trabajaban por la sostenibilidad medioambiental reclamaban datos fidedignos que mostrasen la foto completa. Esos países eran ricos en fuentes de agua dulce, aunque las amenazas y la sobreexplotación rápida de la naturaleza impactaban en su calidad, a veces inutilizándola. Y el agua era esencial: sin la comprensión de sus ciclos, la vida estaba perdida. Nabila escuchó de boca de David el relato de un vuelo que bordeó los muros de la cordillera de los Andes rumbo a Cajamarca. A vista de pájaro —le narró— se podían ver las grietas de las montañas, los rastros de las perversiones que la codicia dejaba.
Se habían citado en un restaurante italiano. A Nabila le fascinaba la fusión de la comida precolombina con ingredientes de origen hispanoárabes: algunos los reconoció en el paladar sin necesidad de más indicaciones. Le gustaba experimentar con las exquisiteces que la tierra le daba allí donde estuviera añadiendo las especias que su madre introdujo en su maleta antes de partir, pero de vez en cuando necesitaba darse un respiro del chicharrón, los tamales, los guisos de gallina, los plátanos en mole, las tortillas o el arroz con frijoles.
—El viaje ha sido intenso, querida Nabila. No sé por dónde empezar… —expresó David mientras abría la carta de vinos, dando espacio a la ambigüedad.
—Háblame de ese proyecto minero. Y si te referías al vino —sentenció Nabila despierta—, a falta de los del Chianti, te propongo un chileno.
—Sí por favor. No más chicha de maíz. Debo reconocer que soy amante del vino. Deformación familiar, supongo…
Antes de empezar, David hizo un ademán con la mano, como queriendo arrancar y dudando de nuevo, hasta que el relato echó a andar:
—El yacimiento de Yanacocha está en el departamento Cajamarca, a cientos de kilómetros al noreste de Lima. Es la mina de oro más grande de Sudamérica, la segunda del mundo. La mayor parte del accionariado pertenece a una empresa gringa, en consorcio con otra peruana. Hasta hace algunos años estuvo a cargo una compañía francesa, pero se produjeron desavenencias y el gobierno galo tuvo que intervenir.
Un chico con acento italiano se acercó para tomarles nota de la orden y les sugirió pasta casera. Después esperaron a que descorchara el vino.
—El arranque es prometedor —le dijo Nabila mientras acercaba su copa a la de David para brindar.
—Pues espera, no ha hecho más que empezar. Este año —las pausas le ayudaron a encontrar la manera de continuar— un camión derramó más de 150 kilogramos de mercurio a lo largo de varios kilómetros de carretera, lo que afectó a más de un millar de personas.
—Nunca pensé que la minería de oro pudiera ser inocua. Se utiliza cianuro para separar el oro, ¿verdad? —preguntó Nabila.
—Claro. Es parte del proceso del mineral una vez extraído. Le llaman fase de lixiviación. Se coloca de forma piramidal y se aplica una solución cianurada a través de un sistema de goteo para disolver el oro. Todos estos mejunjes se quedan en el agua, siendo difícil evitar que acabe contaminando todo lo que encuentra a su paso. Además, tenemos el mercurio.
—¿También se usa? —interrogó de nuevo curiosa.
—Bueno, es un subproducto de la producción del oro —aclaró David.
—Ah, entiendo…
Nabila seguía la conversación mientras mojaba los colines en la mayonesa con un hambre que parecía de otra época.
—El gobierno mandó a la ministra de la mujer a tomar partido a favor de la empresa. Se modificaron los valores de referencia por la Dirección General de Salud Ambiental, obviamente como parte de un pacto con la compañía para minimizar los daños.
—Supongo que el precio pagado merecía el silencio. ¡Miserias de la especie!
—En los ministerios de Minas y de Ambiente, Congreso y Confederación de Empresarios quieren, a punta de lobby, imponer que la población de Arequipa acepte las bondades de la minería «a tajo abierto» sin explicar coherentemente cómo se mitigarán sus impactos en el costado del valle y qué se explotará por debajo de los niveles de la napa freática. La protesta ha sido aplacada y acaba de morir baleado un agricultor.
Los panecillos de la canasta se terminaron y Nabila lanzó una mirada impaciente a la puerta de la cocina. David continuó con el relato.
—Los campesinos necesitan agua; querrán el agua antes que la mina. Es absurdo tratar de reabrirla: demasiado reciente. La gente los sacará a patadas. También lo intentaron conmigo, enviaron a un emisario de la empresa. Me quiso llevar de tragos y no acepté. No éramos amigos de nada y además nunca bebo en las misiones de trabajo.
La mirada desconfiada de Nabila le hizo sonreír.
—¿Quería comprar las pruebas? —preguntó la tunecina.
—Fue más sutil. Vino con la carpeta de los problemas sociales de la región, a hablarme de cómo el desempleo minaba a esas familias. Se le llenaba la boca con las explicaciones de los impactos ambientales y de la prosperidad que la empresa traería a la zona. Conocía bien las artes de la comunicación política, había hecho los deberes. Un poco después me confesó su participación en la campaña electoral de Alan García y Fujimori. Un espécimen… No pude evitar preguntarle por su implicación en esos procesos. Mis amigos peruanos les tienen bastante antipatía.
—¿Y qué te respondió?
—Que sabía del daño hecho a las clases populares, pero que él no se sentía mal, que su trabajo era el de hacer campañas políticas, que de eso vivía, que necesitaba el sueldo. Había cursado una maestría en Estados Unidos y siempre quiso volver a su país. Esa había sido su oportunidad. Vendía promesas electorales como podría vender lechugas, conejos o transistores. Igual que ahora abogaba por la minería de gran porte —terminó David antes de saborear de nuevo el vino.
—Siguiendo tu argumentación, otros venden bombas de racimo y minas antipersonales y duermen tranquilos por la noche —continuó Nabila indignada—. Si hubiera estado allí me hubiera gustado preguntarle si también hubiese participado en una campaña vaticana en contra del uso del preservativo o para la explotación de yacimientos de hidrocarburos en zonas protegidas.
—Que no te quepa duda. Lo hubiera hecho siempre que le pagaran bien. Como hace con la empresa que explota los recursos naturales sin tener en cuenta las voces de las poblaciones de los territorios intervenidos. Y no es ningún inocente: sabe de sobra las consecuencias que tendrá en la naturaleza y en la vida de millones de personas sin mucha educación ni recursos.
—¿En qué acabará esto?
—Las organizaciones reacias entienden que la única vía es seguir haciendo ruido —espetó el guatemalteco—, pero frente a la libertad de expresión, gran parte del sistema político interpone la represión, los gases lacrimógenos y los juicios a líderes campesinos y activistas. En una palabra, se criminaliza a las personas defensoras de derechos.
—Igual entiendo que ya no podrán seguir operando de la misma manera —afirmó Nabila.
—Claro que no. Ahora comprenden que para obtener ese oro —y son muchas onzas las que están en juego— tendrán que cambiar de estrategia, maquillar el impacto, realizar algunas acciones que puedan contentar a la ciudadanía de la zona, hacer pactos con organismos internacionales. Saben que ya no basta con poner la coima en la mano de un político. Pero les costará muchos años, hay un cabreo generalizado por cómo se ha gestionado la información y la represión.
—¿Y este collar de huayruro que me trajiste qué pinta en todo esto? —preguntó desviando la trama principal.
—Es un superviviente —asestó David categórico—. Recogí sus semillas yo mismo, paseando por un bosque. Una artesana los unió para ti.
—Si tus botas se llenaron de barro y tus manos de semillas, entonces su valor es incalculable.
—En esa caminata, el guía me contó una historia sobre el malquimayo, encargado del cuidado de la flora en la época inca. Se acabó con la colonia como otras cosas. Con la llegada de europeos y africanos también aparecieron raíces de especies como el eucalipto, el pino o la retama, que se aferraron a ese suelo.
—Todo esto me lo cuentas para decirme que no fui la primera africana que llegó al continente… —bromeó Nabila.
David soltó una carcajada. El vino había ido menguando hasta casi llegar al culo de la botella.
—¿Qué cosas se te ocurren? Claro que no iba por ahí…, era obvio. A pesar de tu valía no tienes por qué sentirte el centro del universo.
—No sé cómo debo tomarme eso… ¡Ah mira! —ver la comida le distrajo—, ya traen la orden.
El camarero llegó con dos platos humeantes que depositó sobre la mesa. Les dejó, además, un dispensador de pimienta y otro de sal.
—¿Sabes que antiguamente la sal era muy apreciada? Los rusos la obsequiaban a sus invitados —le preguntó David llevando la conversación por otra senda.
Nabila recapacitó por unos momentos.
—Quizás no… Me suena a algo que se me olvidó. Creo que estoy llenando demasiado mi cabeza.
—Entonces no hablemos más del oro. Enloquece a hombres y mujeres. Deja que te cuente, en cambio, la historia que ocurrió aquí en Guatemala, no hace tantos años. Tiene que ver con mi familia.
—Así que al ingeniero sin historias personales le empieza a hacer efecto el vino —lanzó Nabila eufórica—: ¡Ya sabía que algo te cambiaría ese viaje!
—Porque en realidad, la culpa la tengo yo, que siempre te pregunto por tus cosas mientras me pongo a salvo. Entono el mea culpa.
David bebió un largo trago de vino mientras encontraba el arranque.
—… Mi padre se batió en duelo con su primo. A los dos les habían regalado un buen caballo y una buena pistola. Eran tiempos del macho, tiempos en los que cada hombre tenía que demostrar su fuerza sobre los demás. Vivían en el campo. Así era la ignorancia, así los estereotipos. Mi padre murió por el tiro. Con mi madre me trasladé de la gran hacienda con ganado del abuelo paterno a vivir con el abuelo materno, quien nos hizo de padre, a una casa de labranza más modesta. Mi hermana tenía dos años cuando nací. Algunos años después llegó un tercer hermano de un romance esporádico de mi madre. Eran tiempos del macho, tenían otras mujeres. Para ella fue difícil sacarnos adelante, pero lo conseguimos.
David siguió hablando de un paisaje repleto de ceibas, aquellos árboles que de perfectos parecían hechos de un material no vivo. Por algo la cosmogonía maya se refería a las ceibas sagradas que los dioses sembraron en los cuatro rumbos del universo. También le narró sus juegos de escondite entre campos de mangos y bananos, cuando no podía entender que su padre hubiera desaparecido para siempre. Bajar a los riachuelos a refrescarse le había servido para depurar sus iras. Zonas boscosas que compartía con seres de otras especies, pozas donde nadaba y buceaba hasta agotar las fuerzas. Seguía los cauces que le conducían a cascadas sin salida. Podía pasar las horas mirando cómo la montaña, generosa, dejaba caer el agua. Conocía su valor sin precio, su capacidad para reventar los malos pensamientos y concentrarse en una belleza superior que trascendía su humanidad.
Es cierto que muchas veces palpitaba el silencio, pero David, pese a su corta edad, sabía que las palabras de la gente seguían allí: si no las oía solo era porque estaban descansando.