El universo entero está dentro del ser humano.
(Shams e Tabrizi)
Presenciando la presencia aparecida en aparición, rodeados de música y mar, flotando en un pasar. Como un abrazo profundo, que no se podía adivinar. Aquel atardecer del Caribe frente al mar, en un momento de nunca ni después. Recostados en arenas blancas, con la juventud al hombro, mirando el mar. Juntos.
Por encima de nuestros pies descalzos, veíamos el agua salada derramada, que nos rodeaba desde niños con azul y olas serenas, o tormentas grises. Esa tarde se pintaban las crestas de rosa y amarillo. Y de momento sentimos, que el mar estaba vivo como nosotros, y que se alimentaba con las lágrimas de la humanidad. Que palpitaba en ondulación, y fluía por nuestros ojos, en ríos salados de vivir.
Sorprendidos ante aquella visión, nuestros rostros resplandecieron en luz de atardecer, que confundió nuestra identidad, al derramarse adentro y afuera, como un manantial desbordándose en mar. Nuestros cuerpos, eran parte de un concierto que abarcaba todo, y se extendían más allá de la propiocepción, sin delimitación. Nuestras manos y las cosas circundantes eran una misma energía fosforescente, conformada momentáneamente en densidades diferentes.
La humanidad desfilaba en procesión de imágenes cinematográficas, aceleradas a cámara lenta. Y se disolvía en unicidad de luz en la pantalla del universo. Presenciamos, el ensamblaje de las formas, para convertirse en vehículo de la consciencia del mar, desde cada gota, y darse cuenta de la integralidad del ser, desde infinitos puntos de vista. Conglomerándose desde partículas subatómicas, moléculas, células, organismos multicelulares, alimentándose de luz, adquiriendo locomoción, instinto, cariño, y amor.
Inspirados por el impulso de concebir belleza. Nos dispersamos por todas partes. En búsqueda, explosiones, saltos y música. El amor era inimaginable, cada pulsación era un latido de corazones en campos energéticos, mientras la inconsciencia se despertaba, para abrazar el conocimiento. Las formas se formaron, se configuraron en densidad. La belleza, como mariposas, voló en escenografías cósmicas, las lunas poblaron el espacio.
Caminamos como peregrinos durante siglos, reviviendo la evolución y la historia, mientras circulábamos por esa pequeña ensenada al atardecer. Lloramos, al descubrir nuestros secretos, y perdonamos nuestras transgresiones, al comprender acerca de los mansos y las bienaventuranzas, en nuestra propia carne y experiencia, nuestros pies pisando caminos de antigüedad.
Sentimos, en una eternidad instantánea, la larga travesía que habíamos emprendido, y nos abrazamos en perdón y alegría, en confusión de energías, alma, y ser. En aquel abrazo, nuestros brazos alargados, se extendieron y conocieron lo desconocido de nosotros mismos. El océano, llorando por nuestros ojos, nos tomó por sorpresa, y el atardecer coloreó todo, en tonos tropicales de luz. El albor, lo envolvía todo; y nuestros rostros se asomaban en luna llena, mientras el tiempo dejaba de existir en nuestro embeleso.
Supimos por qué el sol salía, y que las sonrisas, la brisa y la calma del mar, arropan todo siempre. Que este andar, es solo un sueño para el despertar del resplandor, y que todo es un océano de luz.
Durante lo que nos parecieron eones, derramamos nuestros corazones el uno al otro, y lloramos por el redescubrimiento de nuestro antiguo caminar. Sonrisas de música resonaron en nuestros cuerpos mentales fusionados, mientras brillaba como un sol el rostro del amado. Y sabíamos por qué amaba.
Sabíamos que cada faceta, cada contraste, cada dolor, cada alegría, no importa cuán escandalosa u horrenda, cuán dichosa o extática, era nuestra, y solo nuestra, parte de la misma partitura, la misma melodía que lo inundaba todo. Qué maravilloso fue, cuando nuestras almas se encontraron en esa ensoñación sincrónica, sumergidos en un océano de luz. Esa tarde cuando se desnudó el universo. Todo movimiento era un glóbulo brillante, desplazándose en un mar de luminosidad.
Descubrimos la trascendencia, en mágicas revelaciones de continuidad y fulgor. Nuestros cuerpos y todo eran sagrados, se derritieron en uno, en una mente-corazón. Sabíamos —en aquel instante de siempre— que siempre habíamos estado, y lo estaríamos, incluso en la aparente separación.
Entonces nos vimos, y nos caímos por los ojos de los otros, contrahechos de tantas pinceladas, y nos ahogamos en la música de nuestras voces, recordando la dicha de una sonrisa florecida. Y dejamos de pensar, las palabras se congelaron en un punto de alma.
Al regresar de ese santiamén de eternidad, nos enfrentamos de nuevo al mundo de los objetos discretos, y veíamos a la gente en adoración de estos, como cuando Moisés bajó de la montaña, todos se postraban ante becerros de oro. Las luces tan artificiales de automóviles dejando tenues rastros de luz cruzaban la noche, cortando amenazadoramente el espacio.
Nuestros ojos, aún aturdidos por el resplandor del universo desnudo, no podían sobrellevar esas discontinuidades de luz y sombra. Buscamos refugio en nuestro rincón de universo, donde nos encontramos con nuestras almas, y nos abrazamos de nuevo, con los brazos tan largos, que rodearon el cosmos, y nos besamos, en un beso de luz, que era simultáneamente sobre el reconocimiento, la comprensión, el perdón y la renovación espiritual.
Al otro día, (si es que hubo un otro día) empezamos la búsqueda de una buena escuela primaria para matricularnos, y desaprender todo lo aprendido, para desvincularnos de esa manía de fragmentación y de ego, que nos separa de ese mar que nos arropó en un instante de atardecer.
Y encontramos un excelente maestro, adentro, y a pesar de nuestras limitaciones y apegos, al menos sabíamos que algún día, se nos iban a olvidar todos esos hábitos adquiridos, esa manía de ser tú y yo, y nos íbamos a dar cuenta de que éramos aquel mar de siempre, que inesperadamente nos abrazó, en una tarde inolvidable en el Caribe.
Y era entonces tan natural, querer bailar el tango de la vida, era un impulso del más allá; para amar y fundirse. Y permanecimos embelesados, en espacios interiores encantados, reflejando ternuras de luz de luna.
Y nunca lo supimos.
Proseguimos por el zigzagueante y fragmentado camino, pero ya sabíamos sin querer nuestro destino. El recuerdo de aquel silencio de adentro, que centelleó la desnudez del universo, aquella tarde cuando estábamos juntos en la orilla, nos llevó a conocer otras gentes que aun guardaban el resplandor en sus ojos, que habían visto de cerca el baile de los siete velos y que tenían nombres de personajes de cuentos, Mani, Mansari, Mehera, Eruch, Pendu, Padri.
Es un amor en lluvia constante, que se sueña en sueños despiertos, y olvidamos y negamos siempre, en los desiertos sin luz de nosotros mismos, aunque todo esté alumbrado por dentro.
Aquellos que observan el mar desde la orilla, solo conocerán su superficie, quienes quieran conocer su profundidad deben estar dispuestos a ahogarse en él.
(Meher Baba)