En cierto modo es curioso ver cómo un debate sobre un elemento esencial de las políticas sociales puede durar décadas y luego implosionar por la confusión semántica que se creó sobre la idea que se promovió con tanta pasión.
El elemento esencial de las políticas sociales era: la seguridad de los ingresos. La idea que se promovió con pasión fue: la renta básica universal.
En 1986, un profesor belga de filosofía, Philippe Van Parijs, creó la BIEN, la Red Europea de Renta Básica, en la que «europea» fue sustituida posteriormente por «terrestre» («Earth»). La idea era sencilla: el concepto liberal de libertad nunca podría concretarse, ya que la desigualdad de recursos era demasiado importante. Para promover una mayor igualdad, se consideró que la mejor idea era una cantidad de dinero igual entregada a todos los miembros de la sociedad, a los ricos como a los pobres, a los que trabajan y a los que no trabajan: la renta básica universal. Se consideraba que era la condición para una verdadera libertad e igualdad de oportunidades. El pago debía ser incondicional, sin prueba de ingresos. El objetivo principal era promover la justicia social.
La idea se impuso rápidamente, con Eduardo Suplicy en Brasil, la Red Renta Básica en España y muchos otros, en todo el mundo.
Muy pronto, la renta básica se unió a una visión diferente no solo de las políticas sociales, sino de la sociedad en su conjunto con una organización diferente de los mercados de trabajo en una perspectiva ecológica. Las personas serían libres de trabajar o no trabajar, podrían realizar trabajos comunitarios, se abandonaría la asistencia social estigmatizante, el Estado dejaría de ser paternalista y burocrático, se recuperaría la cohesión e incluso la armonía.
Se han escrito numerosos libros y artículos sobre la «renta básica», especialmente a principios del siglo XXI. En diferentes países y regiones se organizó un referéndum, como en Suiza en 2016 o la iniciativa ciudadana europea en la Unión Europea. Todos ellos se perdieron.
Para todos aquellos que quieren entender bien las propuestas, fue preocupante ver las referencias históricas que se utilizaron en el debate.
La mayoría de los defensores de la renta básica se refieren a Tomás Moro, Thomas Paine, John Stuart Mill y Charles Fourier. Pero ninguno de estos famosos pensadores propuso nunca dar a todas las personas la misma cantidad de dinero. Tampoco lo hicieron Milton Friedman o Friedrich von Hayek, que sí propusieron una renta mínima para quienes la necesitaran, posiblemente con un impuesto negativo sobre la renta, pero ciertamente no se preocuparon por la justicia social.
No fue el único elemento que causó incertidumbre sobre la propuesta. Permítanme mencionar dos de ellos:
En primer lugar, existe una contradicción inevitable entre la renta básica y los sistemas de protección social. La mayoría de los países desarrollados y un par de los más pobres tienen sistemas de protección social, con lógicas y alcances diferentes, pero todos proporcionan algún grado de atención sanitaria, pensiones, subsidios familiares, salarios mínimos, asistencia social para los pobres y una serie de servicios públicos como vivienda, educación, transporte, cultura, servicios postales, etc. Todas estas políticas sociales implican un cierto grado de desmercantilización y tienen un impacto en la cantidad de dinero que la gente necesita para vivir dignamente. El hecho de no necesitar dinero para ir al médico o enviar a los hijos a la escuela supone una gran diferencia. Lo mismo ocurre con los alquileres que están regulados y no se dejan a las puras reglas del mercado.
Ahora bien, si la renta básica está destinada a permitir un «nivel de vida adecuado» —como dice el artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos—, será relativamente importante y resultará totalmente incompatible con un Estado de bienestar paralelo, por razones puramente financieras.
La discusión pasa entonces, lógicamente, de los pros y los contras de la renta básica a la elección entre un Estado de bienestar y una renta básica. Lo que abre una perspectiva totalmente diferente.
Vinculada a eso está la segunda incertidumbre: ¿cuánto debería pagarse a todos los ciudadanos? Todos los cálculos serios indican que, para un «nivel de vida adecuado», la cantidad debería ser muy elevada —alrededor de 1,500 euros en los países occidentales ricos, ligeramente por encima del umbral de la pobreza— y, de hecho, inasequible para los ajustados presupuestos de los Estados. Una vez confrontados permanentemente con esta imposibilidad, los principales defensores de la renta básica rebajaron su ambición. Así, Philippe Van Parijs admitió que probablemente habría que bajar a unos 300 o 400 euros al mes para que fuera asequible. Evidentemente, esto abre de nuevo una perspectiva totalmente diferente, ya que socava el argumento principal de la «libertad real», que la renta básica a ese nivel no puede proporcionar. Además, abre una peligrosa puerta a los abusos del mercado laboral. Como la gente tendrá que seguir trabajando para sobrevivir, se le ofrecerá todo tipo de flexi- y miniempleos que ya no pueden ofrecer ninguna certeza, ser emancipadores o conducir a la ciudadanía social. Además, como explicó tan brillantemente Polanyi con su ejemplo de Speenhamland, los empresarios no sentirán ninguna presión para aumentar los salarios cuando las autoridades paguen de cualquier manera a sus trabajadores. Los salarios permanecerán permanentemente bajos y los trabajadores no sentirán la necesidad de organizarse.
Aparte de estas evidentes dimensiones problemáticas de la renta básica universal, hay otros problemas que llevan directamente a la confusión semántica.
Las personas que leen y hablan de la «renta básica», sin conocer la historia y el marco de las discusiones actuales; dan por sentada la noción al pie de la letra y piensan en una renta básica para todos los que la necesitan, es decir, un ingreso mínimo garantizado sin condiciones burocráticas y estigmatizantes. Esto lleva la discusión a un nivel totalmente diferente, ya que entonces ya no es «para todos», ricos y pobres, trabajen o no trabajen, sino solo para los pobres y/o desempleados. Esta renta básica es perfectamente asequible y debe promoverse. Pero ya no tiene nada que ver con la propuesta idealista de la «renta básica» defendida por los filósofos liberales. Incluso en la página web de BIEN se podían encontrar diferentes propuestas de este tipo. La discusión se hizo muy difícil, pues ya nadie sabía de qué se estaba hablando precisamente.
El mensaje sobre esta enorme confusión finalmente llegó y ahora hay un grupo de trabajo dentro de BIEN para discutir la definición. Del simple pago incondicional en efectivo para todos se pasó a «un pago periódico en efectivo que se entrega incondicionalmente a todos sobre una base individual, sin prueba de recursos o requisito de trabajo». Lo que supone un debilitamiento grave, si no una erosión total, de la idea básica de la renta básica y ha llevado a un catedrático a plantear la pregunta obvia: ¿es un peso a la semana para todos una renta básica? La respuesta es claramente «no», pero ¿por qué?
Hay otros ejemplos de la espesa niebla en la que se encuentra todo el debate. Uno de ellos es la propuesta de un «revenu universel» del candidato verde a la presidencia francesa en las elecciones de 2022: leyendo la propuesta, es imposible averiguar para quién es. Pero hay buenas razones para pensar que no es universal, sino solo para los pobres o los desempleados. En elecciones anteriores, la propuesta verde había cambiado a lo largo de la campaña electoral, siendo cada vez menos ambiciosa.
En Corea del Sur, el candidato presidencial progresista —que perdió— también propuso una renta básica. En un artículo muy interesante a favor del candidato y de la propuesta, el autor concluye finalmente: aunque gane, no habrá renta básica universal en este país durante mucho tiempo... por razones financieras.
BIEN celebrará su conferencia a finales de septiembre de 2022 en Brisbane, Australia. Para todos los académicos que trabajan en políticas sociales, ciudadanía y democracia, hay que esperar que se cree algo de claridad porque un debate racional requiere de definiciones precisas. La ambigüedad no ayuda a nadie y demasiados liberales —pensemos en algunos CEO de Silicon Valley— quieren introducir algún tipo de renta básica para deshacerse de los derechos sociales y económicos emancipatorios. Den a todas las personas algo de dinero y no nos molesten más.
La que escribe es una fanática defensora de la ciudadanía social, que vincula una amplia visión de la justicia social con la justicia medioambiental y —necesariamente— la transformación económica.
Si el objetivo de la idea tradicional de la renta básica es dar seguridad a los ingresos de las personas, la renta básica es una de las muchas posibilidades y, de hecho, la menos interesante. Hay muchos otros mecanismos, como un impuesto negativo sobre la renta, una renta mínima garantizada, un dividendo social...
Si uno cree en la necesidad de soluciones emancipadoras, la idea más interesante es basarse en la vieja idea del Estado de bienestar, considerando nuestros derechos sociales y económicos como comunes, y vinculando esto a un dividendo común sobre todos nuestros otros recursos comunes, como el agua, todas las formas de energía, los minerales, los recursos de los fondos marinos, etc. En el pasado hemos esquilmado la naturaleza y esto debe terminar si la humanidad quiere sobrevivir. Los impuestos deberían ser pagados por todos los que extraen los recursos comunes y este dinero debería ser distribuido a nivel global. Esto es un dividendo social.
A nivel local, nacional, regional y mundial necesitamos sistemas de protección social, basados en los derechos y en la solidaridad. Porque esta puede ser la diferencia más importante entre la protección social y la «renta básica»: la incondicionalidad y la solidaridad. La incondicionalidad nunca ha existido, en ninguna parte. Todas las sociedades se basan en la reciprocidad, esto es lo que hace y da forma a nuestras sociedades. Romper esta regla es destruir las sociedades y sería irresponsable contribuir a ello. Además, y ligado a esto, está el hecho de que nuestros Estados de bienestar, por muy imperfectos que sean, se basan en la solidaridad de todos con todos. Se basan en una solidaridad horizontal y estructural que confirma y refuerza nuestra interdependencia. En eso consiste un «contrato social». La renta básica universal se basa en una solidaridad vertical del Estado hacia el ciudadano, y hacia otro ciudadano y otro ciudadano. En esto se revela su ideología liberal e individualista fundamental.
No es una coincidencia, pues, que la RBU no exista y solo haya existido en el pasado en dos casos muy limitados y de corta duración, Irán y Mongolia. Todos las demás «pruebas» y propuestas se refieren a otras formas de renta básica que son mucho más compatibles con una protección social y unos servicios públicos completos.
Si el objetivo es la justicia social, no es necesario dar dinero a los ricos para ayudar a los pobres. Esta es la base de nuestro sistema actual, en otra forma. Pero es una hipótesis errónea la de que ayudar a los ricos a ganar dinero proporcionará mendrugos a los pobres. En las últimas décadas hemos sido testigos de lo contrario: los mendrugos para los pobres ayudan a los ricos a enriquecerse aún más, mientras que los trabajadores tienen que intentar sobrevivir con malas condiciones laborales y bajos salarios.
Para cambiar el mundo en una perspectiva ecológica, tenemos que centrarnos en nuestra interdependencia, en nuestras necesidades y oportunidades colectivas. No debemos tratar de liberarnos del trabajo, sino que debemos liberar el trabajo mismo, reorganizándolo, compartiéndolo, como deben compartirse todos los demás recursos.
Con la guerra que se libra en Europa, ha llegado el momento de repensar nuestro mundo, nuestro orden internacional y nuestros sistemas de solidaridad, no sobre la base de fronteras políticas arbitrarias, ni sobre la base de principios llamados «éticos», sino partiendo de nuestras necesidades y recursos comunes y de nuestros derechos.