Yo no lloro con lágrimas, lloro con palabras. Me vuelvo monotemática, voy una y otra vez sobre la misma idea. Hablo y hablo de lo mismo, de lo que me preocupa, de lo que me duele, de lo que me escuece. Lo repito todo el día, una y otra y otra vez. Así soy yo, como la piedra de un molino. Ojalá rodara el llanto y se liberaran los sollozos. La tragedia fue que tuve que callar mi tristeza, no me dejaron pronunciar una sola frase al respecto. Se me quedo adentro, se fermentó, se convirtió en un bulto permanente que se alojó en la garganta. Ya forma parte de mi anatomía, está integrada a mi fisonomía. A decir verdad, hay momentos en que ni la recuerdo, es como un zumbido que resuena en el ambiente y que de tanto escucharlo ya ni le prestas atención. Eso me da miedo, alivio y miedo. Temo olvidar, quiero y me aferro.
Pensé que los recuerdos no se corrompían, que seguirían llegando como las olas del mar vuelven a la orilla. Me equivoqué. Hasta la memoria más poderosa manda a las sombras todo, incluso lo que no se quiere olvidar. Pero yo sí quería. Quería que se borraran todos los días de angustia en soledad, que se desdibujara la negrura que me trajo aquella desilusión y que el viento se llevara la cara de susto de mi madre cuando todo se desmoronó y se me rompieron las alas. Y, aunque pongo mi voluntad en olvidar, también me sorprendo recordando o pensando en aquello que pudo ser y no fue, en tantas ilusiones que se fueron por un hoyito, en el boquete que se quedó, en el vacío de los brazos.
El desamor tiene una morfología cruel. Especialmente, cuando algo en el fondo de tu alma te advierte que algo anda mal, que las piezas del rompecabezas están mal colocadas. Ya se sabe que no hay peor ciego que el que no quiere ver ni hay peor estúpido que el que le hace caso a la arrogancia. Ahí andaba yo, pavoneándome como si fuera la emperatriz del reino, como si todo eso fuera mío. Nada lo era. Me creí todo lo que me contaron, me tragué todas las promesas que no se cumplieron, me entusiasmé con esa quimera que me hizo creer que podía tocar el cielo con los dedos y subirme a la luna. Escuché las voces que me decían: sí se puede y le hice caso omiso a las que me advirtieron que esa no era la dirección. Los juegos amatorios se cancelan cuando la cosa se pone seria. Los juramentos se desvanecen frente al problema. Resuélvelo. ¿Cómo? Como puedas.
El mar de todos mis recuerdos sigue moviéndose y de repente percibo ese murmullo repetido que llega como un piquete intenso y se me amarga la lengua. De un tiempo a acá, cualquier cosa lo activa. En especial, el filo de la luz del día al amanecer. El invierno es tiempo de reflexión y memoria, también de recuentos. Estar triste cuando hace frío, lo hace todo más crudo. A la luz del sol y con la tibieza de sus rayos es menos fácil deprimirse. Las bajas temperaturas me llevan a recordar. Nos habíamos hospedado en un hotelucho frente a la terminal de autobuses en Reynosa. Mamá lo decidió así para que, según ella, todo saliera bien, lo mejor era ser discretas, prudentes. Calladitas, pasaríamos desapercibidas y sin protagonismos todo saldría bien. Luego, todo seguiría su curso. Podría continuar con la vida: acabar la universidad, colgar el título en la pared, conocer a la verdadera media naranja y triunfar. En esa simpleza, el olvido parecía tan simple. Dejar los recuerdos rezagados en una esquina, parecía tan sencillo.
Era la primera vez que pisaba esas tierras. Yo me quejaba, porque teníamos presupuesto para llegar a un mejor lugar y estábamos en un hormiguero. Habríamos podido ir a cualquier lado. Mamá prefirió ahorrase ese dinero. Nos aguantaríamos la incomodidad unos días para luego, poder recuperar la normalidad. Llegar a un lugar en donde nadie nos conociera. Dejar que los acontecimientos sucedieran y luego, mirar al frente. Largarnos y enterrar lo que sucedió ahí. Al menos, ese era el plan. Fui una mala enterradora. No tengo claras las imágenes, pero me acuerdo de que las mañanas amanecían tan frías que los vidrios de las ventanas se opacaban con vaho. También me quejaba por tanto encierro. Ella sí salía. Iba por el desayuno, la comida y la cena. Lo traía todo en bolsas de papel de estraza. Calentábamos lo que traía en un horno de microondas anticuado. Comíamos en una mesita que servía de escritorio o en la cama viendo telenovelas o los programas esos de comedia que la gente conoce como talkshow. No fue mucho tiempo, unos cuantos días mientras se llegaba le fecha.
Quería quejarme de la situación, de cómo se habían desenvuelto las cosas, pero mi mamá no me dejaba. Quería lamentarme de la forma en la que se rompieron los sueños, de creer que íbamos en una dirección y terminé en un lugar tan aparatado e indigno, de traer los pedazos del corazón en el puño. Al iniciar aquel año, sentí que traía al rey de las orejas y comiendo de mi mano; en pocos meses se desvanecieron las promesas de amores inacabables; cambié el lugar de reina consorte —que nunca tuve— por una mazmorra con alfombra grasienta y sábanas rasposas. Quería consuelo.
Como no podía quejarme, como mamá no lo permitía, la tristeza revoloteó en la mente y el escozor ganó esa potencia que me ha acompañado todos estos años. Ni una palabra, decía mi madre y yo obedecía. Sigo obedeciendo. Me dedicaba a hacer meditaciones tristes y un tanto frívolas. En silencio, le reclamaba al destino y le preguntaba a Dios por qué no quiso que mis planes se concretaran. Insistía con la Virgen y con los santos del cielo en pedir el milagro que no se dio. Me encomendaba a san Judas Tadeo, patrono de lo imposible, para que torciera el destino. Imaginaba que llegaría un momento en que lo vería arrepentido, viniendo a suplicar que volviéramos, que me sacaría de la inmundicia del lugar y me ofrecería un porvenir dorado. Todo corría en carriles ajenos. No se me ocurrió tomar el timón de mi propia vida. O, tal vez lo hice. Lo hice por omisión. En realidad, no era mi plan eso de la casita, el jardín, los hijos, el perro y el gato. Pero ya encarrerado el ratón, sí que me hubiera gustado esa comodidad y no el fastidio al que me estaban sometiendo. La dirección la dictaron otros. Yo cooperé.
Apenas unos meses antes, a mamá se le llenaban los labios con frases orgullosas por lo guapo y rico que era mi novio, se imaginaba que todo terminaría en el altar con notas de marcha nupcial. Se veía como la suegra a la que se le solucionaban los problemas gracias al yerno todopoderoso. Se habría conformado con ser la abuela que se esconde entre las sombras, hasta se habría resignado a tener un nieto sin apellido ilustre, siempre y cuando nadie lo supiera. Puede haberme negado. No lo hice, ni cuenta me di de que pude haber modificado la ruta del porvenir. En el fondo, fue que no quise. No pronuncié una sola palabra para detener el rumbo que iban tomando los acontecimientos.
Terminé cortada con los pedazos de sueños resquebrajados. Debí entender que por algo las viejas cantan eso de: Marieta, no seas coqueta, porque los hombres son muy malos, prometen muchos regalos y lo que dan son puros palos. Sí, puros palos que te muelen en cuerpo y alma. La solución fue idea de mamá. Se le ocurrió al ver a la doctora Estrella que salía en el talkshow. Nunca se imaginó que le respondería al mensaje, mucho menos que estaría dispuesta a ayudarnos, que se haría cargo de todo. A mamá se le llenaba la boca diciéndome que ya todo estaba solucionado gracias a su astucia y a la benevolencia de la mujer de la televisión. Me dejé llevar. Me sentí como un tronco que flota en la misma dirección en la que fluye el río.
Cuando se me rompió la fuente, creí que me había orinado. Al principio no me dolía nada. Era como si fueran cólicos menstruales. Así que cuando nos subimos al taxi, el conductor ni cuenta se dio que estaba en trabajo de parto. Tampoco se me notaba mucho el avance del embarazo. Nunca se me echó de ver tanto, parecía que había engordado. No me creció la panza, crecí pareja. Sin embargo, al bajarnos del coche, el taxista me dijo: «que todo salga bien, madre».
Madre, me lo dijo a mí. Creo que fue la primera vez que se dirigieron a mí con esa palabra. Me temo que ha sido la única. En ese momento, sentí como si una piedra me golpeara el cráneo. Me ataranté y le di las gracias. En medio de las prisas, terminé como una flor pisada. Trajeron la silla de ruedas, me metieron a un elevador, no sé en qué momento me separaron de mamá. Me quitaron la ropa, toda la ropa. Me enfundaron una bata de tela color azul tan delgada. Tuve frío, de ese que te cala los huesos. Entré a la sala de labor. Todo se aceleró. Me afeitaron. Me midieron la dilatación. Me llevaron a la sala de expulsión. Entre la realidad y sus fronteras, los dolores me anclaron en el aquí y ahora. Eso que aún duele en el presente.
En medio de todos esos recuerdos, busco un instante en el que haya algo mío y suyo. Algún contacto, un segundo en el que se hayan detenido las manecillas del reloj y nos hubiéramos notado. Un tiempo mío y suyo. Lo sé. Prisionera de aquellos momentos, lloro la ausencia, pero no lloro con lágrimas, lloro con palabras. Un llanto que se fue alejando. No pude verle. No me dejaron conocer su rostro. No se me ocurrió pedir que lo acercaran para acunarle. Dicen que fue mejor. Dicen que los hijos son ingratos y que me ahorré muchas desilusiones. A lo mejor y sí. Si se lo preguntas a mi madre, dirá que esas palabras son una verdad de oro. ¿Qué fue?, pregunté con un hilo de voz, como si no me correspondiera hacer la consulta. Fue niño, me contestó la enfermera y me apretó la mano mientras el ginecólogo terminaba de recibir todo lo que aún quedaba dentro.
No quiero parecer cínica, pero tampoco es que la tristeza me acompañe todo el tiempo. Solo a veces, solo cuando me acuerdo de que aquella fue la primera y la única vez que daría a luz una vida. Esa tarde, salí del hospital con los brazos vacíos. No recuerdo otra soledad más grande. Mamá volaría a la Ciudad de México con el bebé en brazos. El abuelo paterno y el padre del chiquito se encargaron de quitar cualquier obstáculo. Se lo darían a la mujer de la tele, a la doctora Estrella, ella ya lo tenía colocado, ya había otro nido en el que lo estarían esperando. Me dirigí a la terminal de autobuses y pagué un boleto de segunda que me regresara a Zacatecas. Desde la ventanilla, alcancé a ver los vidrios del hotelucho escarchados con el vaho del frío. Llegué a mi casa el día de San Lázaro, al día siguiente empezarían las posadas navideñas.
Pasé las vacaciones de fin de año dormida, metida en la cama. No salí, comí poco. No quería bañarme ni peinarme ni nada. Quería hablar y hablar de lo mismo. No fue posible. Mamá ni me permitió mencionarlo. A callar y a olvidar. Si no lo pronuncias, si no lo denominas, no sucedió. Y, ¿si no existes, por qué te imagino? Fantaseo con tu voz o con la posibilidad de que tengas mis ojos o mis manos. No siempre, solo a veces. Solo cuando trato de desplegar las alas y me acuerdo de que están rotas. Ojalá rodara el llanto y se liberaran los sollozos. Temo olvidar. Quiero olvidar. Me aferro. Ya ves, no lloro con lágrimas, lloro con palabras.