Montevideo, 2013.
No queremos rosarios en nuestros ovarios.
(Pintado en un muro coronado por una reja, calle Maldonado, Montevideo)
Los acuerdos habían sido exitosos para el gobierno anfitrión y la sociedad civil, pero Violeta se sentía bastante inquieta por no haber impedido que todo aquello se le escapara de las manos. Tuvo un presentimiento desde que pisó suelo uruguayo: lo percibió resbaladizo y en movimiento. Se introdujo en el coche oficial que le habían designado. Había costado mucho obtenerlo; insistió porque no quería ser menos que otros invitados que consideraba de su categoría. La amplitud del auto la volvió a dejar indefensa y, aunque se aferró a los asientos, no logró recuperar la calma. El subconsciente hacía reaparecer su falta de seguridad y el sudor que brotaba de sus manos dejó estelas en el cuero. Los riesgos no eran nuevos. Planearon en el horizonte laboral de los últimos años como zopilotes esperando la gran puesta en escena. La ocupación llevaba encomendada tareas que chocaban con sus principios, pero el sueldo era suculento y, después de estar sirviendo a las altas cimas del poder como ministra, era lo mínimo a lo que podía aspirar. Se negaba a bajarse de la burbuja, de perder para siempre el acceso a algunos clubes que todavía podían ser llamados exclusivos. Había consagrado su vida a las relaciones públicas mientras los demás estudiaban sus doctorados. Una tenía que aprender cuáles eran las lecciones importantes para llegar al poder y ser rápida, reaccionar antes que los otros y tener una buena agenda de contactos a quienes agasajar y pedir después favores. A nadie le importaba ya el conocimiento, la buena gestión, el uso eficiente de los presupuestos públicos, la honestidad… Había habilidades más útiles que Violeta trataba de cultivar.
Descansó durante todo el día y, al caer la noche, salió a la Plaza de la Independencia para fumar un par de cigarrillos que calmasen su nerviosismo. Dejó, como acostumbraba, el primero a medias y, cuando estaba de vuelta, pensó en encenderse el segundo. Pero una luz proyectada desde el enjambre de oficinas ubicado frente al Palacio Salvo le conminó a levantar la mirada. El mensaje era claro: «Estados laicos, personas libres». No le cupo la menor duda de que esa ordinariez era obra de las feministas, siempre cargadas de pancartas del tipo: «Mi cuerpo, mi territorio», «tu boca es fundamental contra los fundamentalismos»… Las odiaba: su lenguaje, su alusión al patriarcado, sus estrategias coordinadas en la región para intentar despenalizar el aborto, su filosofía acerca de lo cultural y educativo. Últimamente no soportaba que su equipo le escribiera papeles que usaran sus palabras ni sus argumentos. Ellas los repetían hasta la saciedad para contagiar a las mentes. Eran como una plaga. Las instrucciones que le llegaban de Nueva York exigían sintonía y coordinación con la sociedad civil para reforzar sus programas de incidencia que hacían avanzar la agenda política, pero esas mujeres lo ponían muy difícil. Aparecían en todas las reuniones a pesar de que ella evitaba invitarlas por todos los medios. Arañas que tejían redes de un país a otro: horizontales, verticales; pegajosas, sedosas… Le saltaban por encima. «No quiero que mi agencia adopte su lenguaje», había dicho a su equipo; «representamos a los gobiernos». La única persona que se atrevió a contradecirla era el vicedirector: «Pero también tenemos que velar por los acuerdos que han firmado y su trabajo de sensibilización e incidencia es imprescindible en cada país». Desde entonces se habían creado dos bandos en la oficina y cualquiera que mostrara simpatías por la opción contraria, pasaba a formar parte de la lista negra de Violeta. Puesta a elegir, prefería rodearse de organizaciones basadas en la fe porque, aunque algunas tenían un discurso radical, la mayoría terminaba sometiéndose a los preceptos religiosos. Conocía cómo manejar en esos casos la escenografía: creía que todas se morían de ganas de besar el anillo de su santidad o de cualquier representante del colegio cardenalicio.
Las feministas de la región habían llegado antes que Violeta a Montevideo. Las plataformas uruguayas llevaban tiempo preparándose. Se sentía acosada por su sombra, perseguida, contra las cuerdas, volteada, interpelada a ser más mujer de lo que le habían enseñado. Desde hacía unas semanas corría el rumor de que ubicarían una cabina telefónica frente al hotel, sede de la conferencia, para toda aquella persona que quisiera hablar con dios, sin intermediarios. «Es que no queremos más enviados de las santas sedes que impidan, con sus prejuicios religiosos, la aprobación de medidas para garantizar los derechos», argumentaban. Su búsqueda no tenía límites: rozaba el sacrilegio con sus reivindicaciones abortistas. Ella misma había preferido ocultar dentro de la camisa de seda el colgante de la virgen que le había regalado el arzobispo de Tegucigalpa con la excusa del frío invierno que la invitaba a cerrar hasta el último botón. Exhibirlo le hubiera expuesto ante los otros, le restaba legitimidad frente a la causa plural que tenía que defender. Si una era un poco observadora podría apreciar cómo lucían menos crucifijos de lo habitual en ese tipo de conferencias. Las iglesias solían jugar muy bien sus cartas para estar presentes, para seguir sosteniendo la cuerda, pero esta vez la balanza se había volcado a favor de las organizaciones defensoras del laicismo. Uruguay, país que acogía la conferencia, lo incorporaba en todas sus políticas, y el gobierno al frente no se acomplejaba al mostrarlo. Al menos con ese Ejecutivo.
Durante esas noches, al salir del hotel para fumar media cajetilla con la esperanza de suavizar las tensiones acumuladas de la jornada, veía la proyección en el Palacio Salvo. Por suerte, el director ejecutivo de la organización, quien había pasado por Montevideo tan solo unas horas para inaugurar la conferencia, no había tenido ocasión de toparse con aquello. Sacarlo de Nueva York para bajar al patio latinoamericano era una proeza y si esta vez finalmente había acudido era porque sabía que las cuentas de su institución hubieran tenido mucho que perder. Ir a África era otra cosa: un lugar donde había tanto por hacer que el discurso de la caridad no rompía las orejas. Las urgencias eran primarias, los problemas «de verdad»: elevados indicadores de mortalidad materna, matrimonios con niñas amañados entre familias, altos índices de violencia de género que quedaban impunes. Para él no se podía comparar apedrear una mujer en la calle con lo que llamaban violencia psicológica. Aquello era demasiado sofisticado para su mentalidad de ferviente creyente, padre de ocho hijos criados por su esposa y abuelo de cerca de cuarenta nietos: delito de país rico. América Latina le ponía nervioso, por los cuestionamientos y el nivel de la crítica política, porque siempre estaba reclamando su cuota, aunque él había conseguido que los presupuestos se centraran en países con problemas parecidos a los de África: los centroamericanos o andinos, algún caribeño… Las mujeres del cono sur habían traspasado el límite: querían la igualdad, pedían sistemas públicos de cuidados, cobrar iguales salarios que los hombres, aplaudían la despenalización del aborto. Los Estados respondían cada vez peor al respeto de los valores religiosos, salvo los más conservadores y, curiosamente, aquellos que habían hecho «revoluciones culturales». Las organizaciones feministas denunciaban a los políticos que se decían de izquierdas por silenciar la voz de las parlamentarias de sus propios partidos cuando sacaban el tema de la despenalización del aborto o de los derechos de la mujer en los debates sobre política nacional. En Honduras, El Salvador o Nicaragua se criminalizaba a las mujeres con castigos «como dios manda». En eso sí estaban de acuerdo Violeta y su jefe: a ambos les hubiera gustado que los países que se negaban a aceptar la alusión a la interrupción voluntaria del embarazo hubieran sido más contundentes, inflexibles a abrir esa grieta. El bloque opositor había preparado su negociación, jugado bien sus cartas y conseguido que gobiernos como el brasileño enviara a delegaciones que no se opondrían a los acuerdos, a pesar de que cada vez más diputados de ese país provenían de las distintas iglesias evangélicas. Eso sí, Violeta se guardó mucho de que nadie procedente de su organización hiciera referencia al mismo y tuvo que tachar y censurar las palabras en los borradores que le habían preparado. Si algunos Estados defendían esa causa, ella no exhibiría sus reivindicaciones. Las excusas eran conocidas: la Organización de las Naciones Unidas representaba a muchos países y algunos no aprobaban su despenalización. Sus propias convicciones le impedían manifestarse a favor y cuidaba que todas las personas de la institución que lideraba, cuya misión era abanderar los derechos de la mujer y el cuidado de la agenda sexual y reproductiva, guardasen silencio sobre ese asunto, incluso si se trataba de un caso de una violación, incluso si la víctima era adolescente o tan solo una niña. Su amigo, el arzobispo de Tegucigalpa, le pedía ser exigente con los preceptos más sagrados del Evangelio. Violeta podía luchar por los derechos humanos, pero sabía muy bien dónde estaban los límites. Su mentor espiritual ya le había amenazado con consecuencias fatales para la otra vida: y esa sería la importante y eterna. Jugaba a dos bandas mientras veía aumentar su cuenta bancaria todos los meses. Siempre había recompensas para los soldados que custodiaban los preceptos del señor.
Durante aquellos días, Violeta encontró un hueco para cenar en la embajada vaticana en Montevideo con el nuncio destinado a Uruguay. También se sumó el cardenal Adrianus de Utrecht, a quien el papa había enviado desde Roma para intentar contrarrestar los ataques laicistas. Hablaba un español perfecto, pero era de procedencia centroeuropea. Un hombre alto cuyos ojos de fuego no pasaban inadvertidos. Violeta les informó sobre las complicaciones en las negociaciones, aunque aseguró que, si finalmente la declaración quedaba redactada en los términos del borrador actual, no sería sin reservas. Confiaba en que Chile y Nicaragua fueran reacios y, si era necesario, beligerantes con la inclusión de la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo. También les previno: las instituciones convocantes habían contratado a una antigua funcionaria mexicana que se movía bien en las cumbres del poder político para conseguir apoyos de los distintos gobiernos, incluso de los más conservadores. Violeta verbalizó que deseaba su excomulgación sin saber muy bien si era católica, solo porque había desempeñado cargos para el gobierno del PAN. Decidieron informar de algunos puntos de la reunión al presidente del Partido Nacional del país anfitrión por si podía presionar al ejecutivo a favor de su cruzada. En Uruguay se había despenalizado el aborto y este partido, junto con otros grupos conservadores, había impulsado un mecanismo popular para echar atrás la legislación. Los mismos que repartían fetos de golosina en las calles y en las escuelas para que los masticaran los chicos, tildaban de «mata niños» a los médicos que colaboraban con esa práctica en lo que ellos llamaban «hospitales oscuros». Pese a sus esperanzas, el propio Vaticano se dio cuenta que los partidos tradicionales estaban debilitados y que no conseguiría mucho por esa vía. Su discurso para las próximas elecciones apostaba por el uso de la seguridad y la policía militar en las calles para garantizar el «orden público». Otra vez la amenaza del miedo. Había que combatir así a las mismas personas que habían nacido en la pobreza y sin la menor garantía de eso que muchos políticos llamaban gratuitamente igualdad de oportunidades. Violeta se sentía a gusto con esa clase política y sus argumentos: comía con ellos en restaurantes de alta cocina, iba a las bodas y cumpleaños de sus hijos y nietos en balnearios con hoteles exclusivos, compartían las salas VIP de los aeropuertos y las tiendas de lujo del mall. Pero su propia debilidad le hacía contradecirse en ocasiones al escuchar las razones de otros discursos que chocaban frontalmente con lo que ya había interiorizado. Las dudas fluían al contacto con los informes repletos de datos y evidencias; con los argumentos que el propio mandato de su agencia vomitaba y las historias de personas de carne y hueso que llenaban los huecos de las estadísticas. Pensaba que se estaba errando en algo, que esas recetas no eran las adecuadas, que había que construir en el medio plazo sociedades más equitativas… Aunque cualquier intento por transformar esa realidad pasaba también por acabar con la impunidad de los suyos, con el pago de impuestos debidos de sus familiares y amigos, con el incremento de la transparencia en los estamentos del Estado que sus compañeros de estudios opacamente regentaban, con la exigencia de un periodismo menos servil al poder, al que sus vecinos acudían a pedir favores de imagen o silencio a cambio de extender cheques generosos.
Era una lucha sin tregua para la que había que estar preparada las veinticuatro horas. Violeta envidiaba la fuerza y el poder de las palabras de la otra directora del organismo internacional que auspiciaba la conferencia. Ella nunca sabía pronunciarlas con la convicción necesaria y, por eso, después de sus alocuciones quedaban rostros inexpresivos entre los convocados, aplausos educados que apenas duraban tres segundos. El clamor, en cambio, continuaba por minutos cuando la verdadera protagonista del evento ejercía de expositora. Una mujer con ambición política y sin pelos en la lengua para exhibir un discurso contundente. Una mujer por la que sentía respeto, aunque lo ocultaba y sabía que no era recíproco. A veces, cuando escuchaba sus palabras sobre el cambio de patrón de consumo o sobre cómo vivir mejor con menos, se creía a punto de sucumbir, de traspasar la línea, de caer al otro lado. Su convicción le provocaba indefensión, le hacía dudar, acentuando el pozo de inseguridad donde estaba empantanada. Los mandatos de cada institución delineaban sus competencias, pero la otra directora sabía invadir su territorio sin dejar huellas mientras Violeta alegaba siempre «la razón técnica del mandato» para no moverse demasiado. Le daba miedo que le llamaran la atención y también el exceso de trabajo. Su ambición iba más acorde con el pequeño país del que procedía. Su competidora venía de uno gigante, y así eran sus amigos y sus exigencias. Violeta la observaba de lejos. Veía como su responsable de prensa, ecuatoriana, controlaba las cámaras y los micrófonos, preparaba los decorados, arrimaba el logo de la institución que representaba mientras invisibilizaba el resto. El color de su carmín sobrevivía al paso de las horas, la gomina sujetaba el pelo a su cráneo recogido en un moño. No perdía la compostura, daba órdenes con el dedo levantado y solo permitía que a ella le mandara la gran jefa de la tribu. A Violeta le hubiera gustado que su secretaría fuera la mitad de eficiente. En los corrillos se decía que había sido rica y que, aunque ahora dependiese de un sueldo para vivir, no podía olvidar las reglas de la sociedad de clases. Un día, Violeta le preguntó que si era verdad que en su país habían pasado a mandar los indígenas y ella le respondió que «solo hasta que se dieran cuenta de su incapacidad». Mientras tanto —añadió— había decidido exiliarse a Santiago de Chile, donde los edificios eran altos, se caminaba por asfalto y el discurso a favor de la propiedad privada sin límites ignoraba las tonterías del reconocimiento de los territorios y el amor a la Pacha Mama, que de todas maneras estaba ampliando las fronteras agrícolas y mineras en todo el continente.
Nabila había podido acceder a sentarse en la primera fila de un lateral para ese cierre de la conferencia. Observó cómo los responsables del evento iban subiendo al estrado y fue calculando el promedio de las mujeres y la altura de sus zapatos. A las occidentales siempre les molestaba ver un pañuelo en la cabeza, pero no cuestionaban la tortura que significaba que la planta de su pie estuviera inserta en el plano inclinado. Moda que, por otro lado, también causaba furor en su país. Siempre especulaba que el uso de esos tacones era una de las muestras manifiestas del complejo de inferioridad. En las ilustraciones del antiguo Egipto ya aparecían hombres y mujeres sobre zapatos elevados. Pensó en las mezquitas y el ramadán, en las catedrales y los mandamientos. Era odioso cuando el uso de la vestimenta se debía a imposiciones y leyes patriarcales, pero había usos que, revestidos de decisiones personales, quedaban muy lejos de representar la libertad: la presión social hacía su trabajo de guante blanco. Menos tacones se veían entre las representantes de las organizaciones de la sociedad civil que estaban en los asientos centrales del ballroom. Diversas y alborotadas, presenciaban esa puesta en escena esperando el momento propicio para ser las protagonistas de la foto final de la conferencia. Algunas pertenecían a minorías étnico-raciales y se habían puesto los trajes tradicionales y acicalado para la ocasión. También, entre ellas, estaban las encargadas de la oenegé que invitó a Nabila a acudir a las reuniones preparatorias de la conferencia. Había mantenido la relación con instituciones guatemaltecas y con la red de movimientos feministas. Querían tener claras las diferencias de la agenda de salud sexual y reproductiva de todos lugares, pero sobre todo les interesaba escuchar cómo, en otras partes del mundo, se presionaba a favor de los estados laicos. Al principio le costó aceptar la invitación porque llevaba meses concentrada en la situación de Siria. Preparaba un viaje en secreto para participar como observadora de la situación de la población civil, en especial de las mujeres, en el conflicto. Todavía no le había dicho nada a Amal porque sabía que haría todo lo posible para impedírselo. Era muy insistente: con la dieta, con la necesidad de que hiciera algún deporte, con las indicaciones médicas... Ya solo se fumaba un cigarrillo de vez en cuando, y siempre a sus espaldas. Mejor mantenerla al margen del viaje a Siria. Solo le había dicho que iría a conocer los centros de salud que algunas oenegés tenían en los países fronterizos, las clínicas jordanas donde se atendía a las víctimas de violencia de género y los partos. La excusa de estas visitas la mantendría distraída por un tiempo; su decisión era irreversible. Quería ser testigo de lo que realmente estaba ocurriendo y no escuchar el parte de la CNN. En estas componendas se encontraba cuando le llegó la invitación para asistir a Montevideo. Todavía contaba con un par de meses antes de partir hacia Damasco. Gustándole como le gustaba mezclarse con personas que combatían el integrismo, defensor de fronteras mentales y físicas, fue difícil negarse. Sería una oportunidad para dar a conocer el trabajo de su parte del mundo, pero también para denunciar las condiciones de la guerra en Siria.
Las compañeras de organizaciones civiles latinoamericanas escucharon su historia con interés durante aquellos días y se comprometieron con la denuncia de lo que ocurría en Siria. Le llovieron muchas preguntas que reconocían la ignorancia de lugares alejados en el globo, la misma que Nabila siempre había percibido en su país sobre América Latina. Con ella compartieron información útil y las estrategias de articulación para despenalizar la interrupción voluntaria del embarazo. Las argentinas contaron que mientras la jerarquía católica hacía campaña en contra el aborto, en su país seguían saliendo a la luz papeles que confirmaban el conocimiento temprano de la curia de la masacre de miles de personas y la desaparición de cuerpos por el régimen de Videla, e incluso de los acuerdos secretos entre la cúpula eclesial y la junta militar que incluyeron la cesión por la iglesia de una quinta en las afueras de la ciudad de Rosario para que funcionara como un centro clandestino de detención y tortura. Esa también había sido una cruzada cristiana. El clero no dudó en hacer entrega de los sacerdotes «rojos» a los militares. Después llegó el turno de una teóloga feminista uruguaya que se definía como «valdense», por seguir a Pedro Valdo, un predicador itinerante que fue precursor de la reforma protestante. Contó que un día le pidió ayuda la dueña de una güisquería en Colonia para mejorar la salud sexual de las chicas que allí trabajaban. Explicó que en esa designación iba referida a un lugar donde se traficaba con el cuerpo de las mujeres. La teóloga fue a conocerlas, eran chicas muy jóvenes sin estudios ni formación. Ignoraban la existencia del preservativo femenino y no exigían el uso del condón si el cliente pagaba adicionalmente el equivalente a cuatro dólares. Nabila escuchaba esa cartografía reflexionando acerca de las semejanzas de esos problemas y los de la parte del mundo de la que procedía. Las fronteras y sus discursos seguían ayudando a separar lo que aquellos diálogos trataban de recomponer.
Estaba todo preparado para la foto de grupo. Solo quedaba un hueco: el de Violeta, quien se había detenido en uno de los laterales porque empezaba a molestarle otra vez la rodilla. Hizo el ademán de mantenerse firme sobre sus zapatos de tacón fino. Nabila, que estaba cerca de ella, reparó en su bamboleo, en su desesperación por mantenerse de pie. Esa masa corporal era inmanejable y había encontrado una buena excusa en sus cada vez más complicadas responsabilidades para no tener que salir a caminar. Además, era peligroso e insufrible en la ciudad de la que procedía, que había crecido desordenadamente y estaba como colgada de ningún lugar. Necesitaba autos acondicionados, oficinas con mesas para trabajar, mesas para reunirse, para conspirar, para planificar, para comer. También en Panamá, donde residía, todo estaba hecho para moverse en coche. Casi siempre había dispuesto de un chófer que la conducía de un lugar a otro. Caminar le provocaba sudor, le dejaba exhausta, le deshacía el maquillaje, le impedía usar zapatos altos. Su cuerpo había reducido al mínimo los pasos y su naturaleza fue habituándose al sillón. Permanecer de pie se convirtió en una tarea cada vez más complicada. Deseó que se inventaran zapatos que pudieran sostenerla en el aire. Había pasado horas parada por la recepción y los malditos tacones no podían disimular su redondez ni sostenerla. Nabila vio como el zapato izquierdo, forrado de un raso azul satinado, cedía y su cuerpo, de más de ciento veinte kilos, se precipitaba al suelo. Corrió a socorrerla y le aconsejó que, si notaba dolor, lo mejor sería que no se moviera. Era probable que se hubiera roto una pierna o la cadera. Nabila la escuchó maldecir en inglés. Estaba conteniendo los gritos. Su secretaria se acercó, pero fue a llamar a la emergencia sin prestarle mucha atención; la tunecina creyó ver en su rostro cierta satisfacción. Violeta le pidió que la ocultara para que nadie la fotografiara en ese estado. Sabía que tardarían un segundo en colgar la foto en Facebook o Twitter y que esa imagen correría como la pólvora entre sus enemigos. Era el retrato perfecto para acompañarse del titular: «Batacazo de Violeta». Obviamente solo tendría interés para los más allegados en el sistema de Naciones Unidas, pero ya había unos cuantos esperando su puesto y se frotarían las manos cuando la recibiesen. El primero: su jefe nigeriano, quien estaba deseando quitársela de encima.
Nabila estaba disgustada por el tono que había utilizado para pedirle que la cubriera, pero cuando llegó la emergencia no tuvo más remedio que acompañarla. Su asistente parecía estar discutiendo con los encargados del protocolo del evento, siguiendo las instrucciones que Violeta le daba por el celular, intentando por todos los medios que el director adjunto no ocupara su lugar en la foto. Su jefa de prensa había desaparecido. Le habían contado de su talante autoritario, de sus insatisfechas ansias de protagonismo, y había sido testigo de su exposición monótona, falta de sentimiento y apropiación. La podría haber presentado cualquier funcionario gris, reproductor del discurso pro establishment. Violeta le dijo algo que no entendió bien, sobre la escayola que le permitiría vivir sentada. Al pasar con la ambulancia por el Cementerio Central, donde cuatro hombres cargaban un ataúd, la vio sacar su crucifijo de la camisa y santiguarse. Nabila se quedó pensando si habría algún motivo que todavía desconocía por el que el destino la hubiese arrastrado hasta esa situación, aunque ya le había sorprendido la patente religiosidad de esa mujer.
Si Violeta mostraba alguna curiosidad, le contaría que había vivido más de cinco años en el ombligo del continente. Y entonces sí, con muy pocas coordenadas, podría llegar a saber realmente quién era la hondureña.