Con medio siglo de producción artística y gestión cultural, el pintor costarricense, Luis Chacón (n.1953) ha sido parte de la escuela del «arte por el arte» resistiendo las ideologías de moda y lo social en sus representaciones coloristas y técnicamente explosivas. El crítico de arte Juan Carlos Flores Zúñiga, revisa el quehacer de Chacón en esta vertiente estética idealista, que lo largo de la historia ha estado en abierta oposición a la exigencia realista, dominada por lo ideológico y lo social en el arte. Su obra, divorciada de la vida social, ha navegado entre la figuración y la abstracción sin preocupaciones conceptuales y una técnica sobria donde el color y la memoria son las fuerzas dominantes.
Todos aquellos que albergan pretensiones artísticas son tanto suma como síntesis de influencias especialmente en sus años formativos. Luego en su adolescencia artística pasan por una etapa de conflicto con la influencia paterna y/o materna resistiéndola o negándola hasta encontrar su propia expresión o verdad. Pero, cuando no lo logran permanecen anclados a tales influencias, ya sea por mediocre dependencia, o por admiración a los que llaman maestros, porque reconocen que no podrán superarlos.
Cuando empezaba en la crítica de arte en la década de los ochenta, era común encontrar autores locales que exhibían obras en las que rendían tributo, formalmente, a influencias, escuelas o movimientos foráneos, aunque pregonaran su «originalidad». Sin embargo, pocas veces su interpretación agregaba valor al concepto detrás de la forma. Su producción terminaba siendo como metal que resuena, o címbalo que hace ruido. Aliados con ciertos medios de prensa y autoridades político-culturales se volvían celebridades locales oficiales y premios nacionales si eran pacientes y establecían las conexiones necesarias.
Cuando los críticos y especialistas nacionales e internacionales los evaluaban no soportaban la «prueba de ácido» y, en el mejor espíritu callejero, levantaban los puños contra quienes los juzgaban porque carecían de criterio propio para argumentar su disensión o una obra coherente que los respaldará con contundente evidencia.
Hay quienes, sin embargo, han roto con relativo éxito el cerco de un medio cultural endogámico y castrante, pero nunca sin dejar de pagar un precio por su indagatoria. Francisco Amighetti, Néstor Zeledón Guzmán, Francisco Zúñiga, Manuel de la Cruz González, Max Jiménez, Carmen Santos, Lola Fernández, Juan Luis Rodríguez Sibaja, Otto Apuy, Carlos Barboza, Gioconda Rojas Howell y Luis Chacón son algunos nombres de artistas cuyas carreras profesionales se han sustentado en un disciplinado proceso de investigación, y el desarrollo de un concepto plástico propio indistintamente del grado de aceptación de su obra en el medio costarricense.
No obstante, me sigue intrigando a la fecha porque se ha escrito tanto sobre algunos de ellos, y casi siempre con tan poca profundidad. El énfasis es meramente descriptivo, ayuno de criterio. Poco se conoce de sus respectivas vidas y trayectorias, la mayoría carecen de catálogos razonados, y sus obras se encuentran dispersas en colecciones sin el debido registro curatorial.
Viene al caso Luis Chacón González quien, con medio siglo de carrera como artista y gestor cultural, no ha sido objeto de análisis críticos que contribuyan a comprender su obra y alcance, ubicarlo en el contexto histórico y artístico y sopesar su legado en las artes visuales.
Su reciente muestra «Antología» en la Galería Nacional de la capital costarricense, reunió su producción de las últimas dos décadas con temas y conceptos pictóricos recurrentes que permiten construir un primer acercamiento a su quehacer, obra y legado ante el vacío documental y crítico existente.
De Atenas a París
En retrospectiva, Luis Chacón González, no parecía haber sido destinado a las artes visuales. Nacido en el seno de una familia rural acomodada, pero sin pretensiones, en Atenas, Alajuela, fue expuesto a mediados del sesenta a las lacas del pintor Manuel de la Cruz González.
Con base las imágenes monocromas del artista publicadas en una revista de Artes y Letras, a la que accedió en su clase de artes plásticas, se sintió estimulado a transitar por un sendero desconocido. En 1967, a los catorce años, produjo El pensador, un relieve figurativo policromado sobre madera en formato circular.
Pese a la oposición inicial de sus padres, y tras recibir atención psicológica, pactó con ellos obtener un título de enseñanza en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Costa Rica «para no morirse de hambre» como temían sus progenitores, a cambio de apoyo económico para avanzar en sus estudios e incipiente carrera como pintor.
Sus primeras obras en este período revelan más las influencias del «tachismo» europeo y su temprana fascinación con el expresionismo abstracto estadounidense que conoció mediante revistas y la obra de la artista Lola Fernández, a quien tácitamente convirtió en una de sus mentoras y tema central de su tesis de grado.
En Reflejos un óleo de 1972 testimonia su investigación en el ámbito académico donde se empezaba a romper con el paradigma de la figuración tradicional con el arribo de los artistas César Valverde (cofundador del Grupo 8), como director de carrera, y Juan Luis Rodríguez (premio de la VI Bienal de París) como fundador del primer taller de grabado en metal en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Costa Rica.
La pintura de Chacón en esta etapa es pura, buscando captar y mantener nuestra atención mediante la energía abstracta o formal sin explotar la superficie con texturas adicionales que afirmen su luminosidad. Esto es evidente en su composición en acrílico de 1976 titulada Como espigas de trigo.
Pero, incluso pinturas abstractas como la mencionada tienen cualidades representacionales, ante las que el cerebro humano no puede hacer otra cosa que dar significado a la forma que percibe mediante ella. Bien escribió Pablo Picasso: «No existe el arte abstracto. Uno debe siempre comenzar con algo. Después uno puede remover todos los trazos de realidad».
La insistencia del modernismo en la separación de la representación y la abstracción ha privado a la pintura de su vitalidad esencial. La comunicación pictórica —signos, símbolos, imágenes y colores sobre una superficie plana— es una de las más antiguas y ricas invenciones humanas, así como lo son la escritura y la música. Comenzó sobre paredes rupestres y cubre hoy en día las pantallas de plasma, el Photoshop y las novelas gráficas. Pero, la pintura sobre una superficie portable sigue siendo una de los medios más eficientes e íntimos de expresión personal y plástica.
Aunque Chacón incursiona también durante sus años formativos en distintas técnicas tridimensionales, desarrollará la escultura como género hasta la década siguiente como parte de sus ensamblajes e instalaciones, pero nunca serán esenciales, sino medios exploratorios plásticos para regresar continuamente a su práctica pictórica.
El artista continúa su formación académica en París en 1976 a pocos meses de haberse graduado como licenciado en artes plásticas, en un entorno altamente politizado por el eurocomunismo, estudiando en la Universidad de París 8 en Vincennes. La casa de estudios había resultado de la fusión en 1971 de varios centros educativos donde tuvo lugar la mayor agitación durante el caótico «Mayo francés» de 1968. Se la consideraba la más «extranjera» de las universidades en Francia por la cantidad de estudiantes foráneos que cursaban carreras en ella.
Fuentes de su inventiva
El costarricense se alimenta de cuatro fuentes principales durante sus años de estudio en Europa hasta obtener su doctorado en 1979:
- La estructura del plano pictórico a partir de la emblemática «ventana» del renacimiento italiano que apreció en sus numerosas visitas de estudio al Museo del Louvre.
- El color subjetivo en composiciones aparentemente descuidadas de Henri Matisse que marcará su uso del color intenso y hasta chillón en sus composiciones.
- El «nuevo realismo» liderado por Yves Klein que influiría su obra en distintas series de las siguientes décadas usando vastas zonas de color y monocromas como fondos.
- El arte tribal africano, mesoamericano y de Oceanía que tanto había impactado a los modernistas varias décadas antes, que explorará más como formas que como contenidos antropológicos a comunicar.
Una primera síntesis de dichas influencias es su pintura en acrílico sobre cartón titulada Lekitos de 1977. Ese mismo año, tendrá su primera confrontación internacional en la muestra colectiva de arte iberoamericana que tuvo lugar en Madrid con motivo de la fundación del Centro Cultural de la Plaza Colón, junto a nombres establecidos como Guayasamín, Botero, y Le Parc, entre otros.
Si bien experimenta con la figura humana en obras de pequeño y mediano formato durante estos años, como se comprueba en Ella, una tempera sobre cartón de 1978, esta nunca llega a convertirse en un elemento dominante en sus composiciones pictóricas donde primaran más bien otros elementos figurativos: telúricos como playas, cascadas y volcanes; orgánicos como flores, animales y aves o sígnicos-simbólicos como caligrafías orientales y signos precolombinos.
La figura humana, sin embargo, emerge con mayor constancia en su obra escultórica a partir del 2000 mediante objetos encontrados que reconstruye en una narrativa propia de la estética del deterioro y con la misma temporalidad.
Se trata de estilizaciones tridimensionales, dramáticamente alargadas y/o alegóricas de culturas ancestrales mediante ensamblajes con base en piedra, metal y otros materiales encontrados. Cuando incluye la figura humana en su obra bidimensional sus personajes lucen acartonados emulando viejos iconos orientales entre el 2004 y el 2007, principalmente.
Una de las excepciones a la regla, fue el retrato de su madre Dora González que pintó al acrílico en 1983. El personaje es evocado en una composición donde se integra con elementos decorativos sobre el fondo superior de distintos tonos de azul y flores casi abstractas sobre variaciones de rojo en la parte inferior. La figura «orientalizada» en sus rasgos, es una sombra de color rosáceo difuminada sobre el plano.
Color fiero
Durante su estancia europea, Chacón fue asistente por casi dos años del creador cinético venezolano, Carlos Cruz-Diez; pero, la influencia de este fue más determinante en términos de conducta y vivencia que de práctica o concepto artísticos. El desarrollo del concepto del color en Chacón debe mucho más a Matisse que a Cruz-Diez.
Como hemos apuntado con anterioridad, los autores cinéticos como Cruz-Diez partieron de una posición extrema: en la no figuración propusieron la creación de «objetos» y «máquinas» como instrumentos dedicados a la expresión del movimiento real perceptivo (como el cinetismo lo expresaba, de acuerdo con su raíz griega).
Cruz-Diez, cuya investigación lo llevó, décadas atrás, a inventar las «fisiocromías»; término bastante explícito, puesto que se trata del color cambiante gracias a un efecto meramente físico, llegó a un «callejón sin salida» que lo obligaba a reiterar conceptos sin preocuparse por profundizar en ellos.
Chacón, en cambio, refinó su técnica sin traicionar su indagatoria plástica a partir del concepto del color «feroz» (fauvismo) que caracterizó principalmente a Henri Matisse.
De cara a los descubrimientos ópticos y precisos del color hechos por Cruz-Diez terminaron pesando más en la obra del pintor costarricense el empleo subjetivo del color —despojado de su carácter descriptivo— y la simplificación del dibujo a partir de pinceladas gruesas que «trazan» con el color en lugar de la línea.
Notre Dame de París, una pintura al acrílico de 1980 señala en ese sentido el norte de su obra de regreso a su tierra, volviéndose una estructura compositiva recurrente en su producción indistintamente del tema que aborde, la superficie de la tela o el papel sobre la que trabaje y el tamaño del formato.
Otra influencia de Matisse que no pasa desapercibida en la obra de Chacón es cierto desinterés aparente por el acabado de los detalles y el uso de algunos colores chillones.
Esto último, indudablemente, lo aproxima sin comprometerlo al neoexpresionismo alemán combinando con una actitud despreocupada en sus composiciones que evoca la alegría y la serenidad de un arte amable y apacible como el de Matisse y otros posimpresionistas.
Basta mirar su enorme políptico del 2010, hoy exhibido en el Museo Nacional para comprobar su controlada expresión del color sobre un paisaje encendido de rojos que nunca llegan a explotar.
Reinvención del paisaje
Es patente, a partir de su regreso en la década del ochenta, su preocupación por reinterpretar el paisaje a partir de una imaginería que no estará restringida a la costa, los ríos, los valles y los volcanes, con base en su técnica de colores fieros y el enfoque conceptual ya citado.
Verán, toda innovación supone disrupción, porque no se basa en una evolución histórica lineal de la expresión artística, en una continuidad por ejemplo de la tradición nacionalista en el paisaje, sino de una revolución que afirma un antes y un después, un «volver a cero» en términos paradigmáticos.
Pero mientras un artista que intenta ser racional y científico innova con base en una disrupción intelectual, Chacón lo hace con base en una aproximación empírica, sensorial, guiada por la intuición que le permite, usando sus propias palabras, materializar en la pintura «un chiripazo».
Honestamente, Chacón no debe nada a respetables paisajistas como Gallardo, Quirós o Pacheco y ciertamente no califica como heredero de la tradición establecida por estos. Lo suyo más bien es una disrupción a partir de una mirada intuitiva que se apropia de la realidad física, llámese playa, montaña, cascada, volcán, aves y animales para fragmentarla, despojarla de su simbolismo y reconstruirla en formas a partir del color.
Un ejemplo notable de su reinterpretación del paisaje a partir de elementos atávicos es su conocida pintura Ritual de 1984. En ella un ave a punto de ser sacrificada por las flechas que se lanzan desde la esquina superior derecha ante las ansiosas manos petitorias es observada por la máscara tradicional y los pichones que llenan el ciclo de la muerte anunciada. Las interpretaciones pueden variar, pero no son medulares. El drama del ritual como una imagen pura y total, estemos o no de acuerdo, es lo que importa.
Ni antes, ni después su producción será afectada por la contingencia del arte políticamente comprometido o las agendas ideológicas de moda en el mercado, aunque a veces coqueteará con ellas para mantener su relevancia más como gestor cultural que como artista.
De hecho, el tema de algunas piezas en su producción puede parecer específico, por ejemplo, el cambio climático en su obra del 2008 Margaritas rojas, fotografía y laca sobre madera aglomerada de su serie «Calentamiento global», pero casi nunca es crucial, aunque si pueda afectar la lectura del espectador despistado que juzga la obra por su título, o el compromiso con la pintura por un devaneo antiestético.
En la misma vena, puede decirse algo similar de sus experimentos con técnicas como el fotomontaje, el ensayo fotográfico, el ensamble a partir de objetos encontrados o el reúso de cerámicas «accidentadas» para construir nuevas significaciones o provocar lecturas alternativas.
Pero, seamos claros, sus incursiones en medios contemporáneos, distintos de su verdadera vocación, la pintura, son meros ejercicios exploratorios para conectarse con una contemporaneidad enfocada en la didáctica conceptual que abraza la muerte del arte y por ende de la pintura como su abanderada.
El arte, en general, se diferencia de otras expresiones como el conceptualismo en que no busca ser didáctico. Claro que podemos aprender de la obra de arte, pero no se supone que esta literalmente nos instruya. Lo didáctico ha pertenecido naturalmente al ámbito del panfleto, el afiche, la publicidad y la comunicación política.
Cuando un creador, por ejemplo, privilegia el mensaje contingente sobre la belleza, la imaginación, la sensibilidad y la forma no tiene como meta hacer arte, sino lo opuesto, que para el caso que nos ocupa en esta oportunidad se traduce como soluciones a problemas conceptuales.
A pesar de sus devaneos con la moda y la paradoja conceptual que entraña, la producción de Chacón se mantiene casi constante en estilo, forma y técnica con el paso de los años, con ligeras reinvenciones o desviaciones que son tanto intuitivas como oportunistas. Intuitivas porque a pesar de su riguroso entrenamiento técnico como pintor, y cierta vanidad sobre su conocimiento del arte, las decisiones sobre el tratamiento compositivo en sus obras no suelen iniciar con un proceso cognitivo y racional.
Por ello, las series que lo caracterizan son un medio fructífero para practicar la intuición a la manera en que los impresionistas lo hacían estudiando la luz sobre un mismo paisaje o arquitectura a lo largo de distintos horarios y factores atmosféricos.
En su reciente retrospectiva, incluye su elongada y colorida obra en acrílico del 2014 titulada Tierra de volcanes basada en el mural realizado en cerámica que mantiene expuesto en la avenida décima cerca del antiguo mercado josefino de mayoreo. Esta obra consistente de siete franjas verticales de distinto tono de color en el fondo, muestra tres de los conos volcánicos en erupción mientras se levanta de cada uno una suerte de nube que hace lucir la escena más pacífica que amenazante. El orden somete al caos.
Sus frecuentes estudios sobre naturalezas muertas de vasos con flores también le han permitido un ejercicio intuitivo sin caer en la producción a escala que redunda sin ofrecer profundidad y abarata la producción artística. Sus hallazgos en este sentido no son desdeñables como se evidencia en Naturaleza muerta con flores, un acrílico de 1986.
En cambio, las decisiones sobre los títulos y ciertos componentes que integra a su iconografía son claramente intencionales e influidos por circunstancias externas, por ejemplo, sus viajes, experiencias y/o lecturas.
Sus periplos por Asia entre el 2000 y el 2007 dejaron una vasta serie de obras inspiradas en temas clásicos orientales que le llevaron incluso a usar de soporte imágenes de obras ya existentes en papel en intervenciones que provocaban una nueva lectura pictórica y gráfica donde los signos dejaban de simbolizar para transformarse en sus manos solo en formas.
Arte por el arte
Lo que no es negociable en este proceso para el artista, es traicionar la obra misma, que se mantiene en la dimensión filosófica del «arte por el arte» sin avergonzarse nunca.
Chacón afirma claramente en cada obra que el arte es un fin en sí mismo y no un instrumento a la usanza contemporánea para servir propósitos científicos, morales, políticos o económicos. Esta filosofía artística idealista no le impide cooperar tangencialmente con movimientos contemporáneos que han adoptado la tesis posmodernista del fin del arte, con su lógica renuncia a la estética y la afirmación de lecturas postconceptuales de tendencia sociológica, antropológica, sociológica o psicológica que poco o nada tienen que ver con el arte.
El artista, no obstante, se da licencia en la ambigüedad de sentirse in sin nunca quedarse del todo out en la escena cultural actual. En esta línea encontramos Regalías españolas II, una técnica mixta de 1987 que es un producto ambivalente en su aparente crítica al colonialismo y a quienes lo perpetúan.
Lo más importante no es la anécdota social o el panfleto político que desborda las conversaciones y experiencias en el entorno regional, sino lo que no se ve, y es a esa dimensión de la realidad a la que nos acerca su obra y en particular su más reciente producción.
Los recursos de que echa mano Chacón mediante la conciencia de la intuición son la memoria y la imaginación para ayudar a recordar, asociar, inventar y crear. Dos ejemplos vienen a colación para comprender el alcance de su intuición pictórica y su verdadero legado. Uno es el enorme tríptico pintado al acrílico por Chacón en 1988 tras visitar playa Nancite en Guanacaste que hoy es parte de la colección de la Caja Costarricense del Seguro Social. La obra casi monocroma donde los pigmentos en oro sobresalen proveyendo luminosidad a la escena, es una representación bucólica y elegante de una playa donde los personajes dominantes son los correlimos, unas pequeñas aves que buscan su alimento en las costas. El tratamiento sobrio mediante texturas y gradientes de sombras hace de este uno de los paisajes más líricos del creador costarricense.
En su retrospectiva, el tríptico del 2000 titulado El estanque recuerda también de manera lírica, el rítmico movimiento de las aguas encerradas agitadas solo por los peces de colores que lo habitan, vistos desde un plano superior, casi fotográfico.
En una dinámica balanceada, todo está en su correspondiente lugar sin causar conflicto o tensión. En consecuencia, Chacón logra sugerir una frágil paz espiritual que solo es posible a partir de una controlada intencionalidad en un entorno crecientemente caótico, que resiste en sus composiciones donde nada parece faltar o sobrar sin importar su tema.
Su obra, como la de su mentora Lola Fernández, es consistentemente disruptiva por su carácter intuitivo, aunque la realidad de sus ideas (temas) sea meramente evocativa, sombra de lo real, presencia de la ausencia, consciencia de una intuición o premonición alternativa a un mundo caótico, melindroso y agazapado, al que como artista y como persona trascendió hace tiempo, pero al cual continúa apelando públicamente con libertad mediante su obra, pasada y reciente, pese a que para evitar toda discusión confrontadora muchos la ignoren mediatizándola con halagos superficiales al artista.