El triunfo de Gustavo Petro en las elecciones presidenciales colombianas el pasado junio ha sido sin duda el hecho más sobresaliente de 2022 en la región. Un gobierno transformador se hará cargo de ese hermoso país de 50 millones de habitantes, el tercero en población de América Latina. Será la oportunidad para comenzar a «desfacer entuertos» que no han encontrado solución desde hace al menos 75 años, cuando Jorge Eliécer Gaitán, quien había sido ministro, alcalde de Bogotá y rector de la Universidad, y quien lideraba el Partido Liberal y partía como favorito para ganar las presidenciales de 1950, murió a balazos. Con su muerte «se agravó todo» pues se dinamitaron las vías pacíficas para resolver los conflictos que toda sociedad padece.

La tarea que espera ahora a Petro no tiene nada que envidiar a los doce trabajos de Hércules: reducir las enormes desigualdades sociales, la pobreza y la altísima concentración en la propiedad de la tierra; acabar con los asesinatos de líderes civiles; lograr la desmovilización de las guerrillas que aún perviven; resolver el problema que supone el narcotráfico… y, por si fuera poco, combinar esa agenda que proviene del pasado con los retos que trae el siglo XXI: transición energética, cambio climático, igualdad de género, reconocimiento de los derechos de la población indígena, un modelo productivo más basado en el conocimiento… La vicepresidenta Francia Márquez, líder ambientalista, compañera de timón, ayudará a afrontar estos desafíos.

En contra de Petro estarán unos poderes conservadores formidables y sin escrúpulos, capaces hasta de organizar la ignominia de los «falsos positivos», cuando el ejército, durante la Presidencia de Uribe, atraía a zonas de guerra a civiles pobres con la promesa de trabajo y, después de asesinarlos, los disfrazaba de guerrilleros muertos en combate. Así se «demostraba» el peligro de las guerrillas, la efectividad de las FFAA y la necesidad de mayores presupuestos militares.

A favor de Petro, además del enorme apoyo popular que concita, juegan los acuerdos de paz firmados con las FARC, que hay que cumplir. Obligan a reformas, como la fiscal, para que paguen más quienes más tienen y apenas tributan, o la agraria. Y juegan los sueños, como el de la ansiada paz, o el del turismo amigo, que tanto disfrutaría del paraíso cultural y ecológico que Colombia es. Vayan los mejores deseos para esa tierra.

Chile

El otro gran protagonista de la actualidad latinoamericana es Chile, donde Gabriel Boric tomó posesión de la banda presidencial en marzo pasado. Chile es el país con mayor renta per cápita de América Latina —junto a Uruguay— y se tuvo como un modelo económico hasta que el pueblo se hartó y salió a las calles a fines de 2019, durante el mandato del conservador y multimillonario Sebastián Piñera. ¿Qué fue lo que ocurrió?

La respuesta hay que buscarla en la rapacidad de la oligarquía chilena, acostumbrada, desde la dictadura de Pinochet, a quedarse con una enorme porción del pastel. Se ha calculado que el 1% de la población, la más rica, se lleva el 33% de los ingresos, lo que le ha permitido acumular la mitad de la riqueza nacional. Las y los chilenos han pagado precios desorbitados a esos opulentos empresarios por lo que debieran ser derechos universales, como la salud, la educación, una pensión digna o el suministro de agua. El alto costo de la vida, las bajas pensiones, los precios elevados de las medicinas y el descrédito institucional acumulado durante muchos años explican aquel descontento. Chile crecía económicamente, pero no lo hacía en favor de las mayorías. Los gobiernos de la «Concertación» consiguieron disminuir la pobreza, sí, pero no redujeron la enorme desigualdad, una de las mayores del continente.

Así que Chile tiene también unos cuantos trabajos de Hércules pendientes. Y el primero que le llega es el de votar una nueva constitución. La actual, de 1980, aunque reformada en varias ocasiones, fue la que dejó Pinochet. Después del estallido popular de 2019, el 78% de la ciudadanía dijo en un plebiscito que había que elaborar una nueva. La redacción se encomendó a una Convención Constitucional elegida al efecto que ya culminó su tarea. El 4 de septiembre se someterá el texto a referéndum.

El borrador consagra derechos sociales, como un nuevo sistema de salud pública, educación gratuita, mejores pensiones y acceso al agua y la vivienda; obliga a la paridad de género en los tres poderes; reconoce el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo; recoge el carácter plurinacional del Estado; ofrece una mayor autonomía para los pueblos indígenas; reconoce el reto medioambiental y se refiere a la responsabilidad fiscal. Y algo no menor: obliga al Estado a «generar las condiciones necesarias y proveer los bienes y servicios para asegurar el igual goce de los derechos de las personas y su integración en la vida política, económica, social y cultural». Así que, el texto posee una fuerte vocación social, feminista, medioambientalista, plurinacionalista y de indudable compromiso democrático.

La derecha propugna el «Rechazo» y sus críticas más abiertas se centran en el feminismo y, sobre todo, en el plurinacionalismo. El conflicto histórico con el pueblo mapuche se utiliza de excusa para oponerse a los derechos que corresponden a las poblaciones originarias. Ahora bien, la razón de fondo de tal rechazo se encuentra, casi seguro, en los planes fiscales del Gobierno. La presión fiscal en Chile es del 21%, mínima si se compara con el promedio de los países de la OCDE (el 34%), y muy regresiva, concentrada en el IVA y con bajísimos impuestos a la renta personal. A los más ricos no les gustan nada esos cambios que vienen.

Si gana el «Rechazo» seguirá vigente la constitución actual. Boric anunció que, en ese caso, se prolongaría el proceso constituyente y tendría que discutirse todo de nuevo. No se acabará el mundo, pero puede aventurarse que las posiciones conservadoras conseguirán descafeinar el texto actual y que el pueblo perderá la oportunidad de enterrar de una vez una de las más pesadas herencias de Pinochet.

Cuba

Cuba es siempre otra estrella en la crónica de la región, aunque cada vez más declinante. El acoso norteamericano se ha encargado durante seis décadas de dificultar al máximo el desarrollo del país —con el breve paréntesis que supuso la presidencia de Obama— aunque, aun así, esta nación ha conseguido avances notables en asuntos esenciales como la salud y la educación. Pero nada puede justificar las elevadas condenas con las que el régimen cubano y sus tribunales han sentenciado a centenares de jóvenes por participar en las manifestaciones que sacudieron el país el 11 de julio del pasado año. Manifestaciones pacíficas que protestaban por el desabastecimiento de bienes básicos y por la falta de libertad.

Eduardo Galeano escribió hace 20 años un artículo titulado: «Cuba duele». Lo hizo a propósito del fusilamiento de tres personas que habían tratado de secuestrar un lanchón para dirigirse a Estados Unidos y también por la condena a prisión de un grupo de disidentes. Galeano recordaba palabras de Rosa Luxemburgo:

La libertad solo para los partidarios del gobierno, solo para los miembros de un partido, por numerosos que ellos sean, no es libertad. La libertad es siempre libertad para quien piensa diferente.

Cuba sigue doliendo. La izquierda que cree en la justicia social y quiere la libertad no puede admitir la represión que se sufre allí y debe clamar por su cese. Las personas privadas de libertad por motivos políticos deben ser liberadas. Y, por supuesto, hay que seguir exigiendo el cese del bloqueo que EE. UU. practica contra la isla.

Nicaragua

El gobierno de este país sigue originando crónicas lamentables. La última ha sido el cierre de centenares de ONG, entre ellas, la Asociación de las Misioneras de la Caridad, dedicada a labores caritativas. Desde que, en 2018, el pueblo se rebeló pacíficamente contra la pareja gobernante, la represión no ha cesado. Si entonces más de 300 personas perdieron la vida asesinadas por la policía y los paramilitares, ahora más de 170 personas están privadas de libertad por razones políticas. Entre ellas los/as candidatos/as a las elecciones presidenciales que le hubieran podido disputar a Daniel Ortega la presidencia, como Cristiana Barrios de Chamorro, hija de la expresidenta Violeta Barrios. Su pecado: pretender apartar del poder al matrimonio ganándoles las elecciones, un delito a todas luces imperdonable.

Venezuela

La invasión de Ucrania y la geopolítica energética han permitido un acercamiento de EE. UU. con el gobierno venezolano. Que sea para bien, porque lo que ha sucedido hasta ahora, tanto por el empecinamiento de EE. UU. en sacar a Maduro a cualquier precio, como por el de Maduro en quedarse a cualquier costo, ha llevado a suprimir libertades, a un aumento de la pobreza a niveles inimaginables, a un sistema de salud colapsado, a dejar medio quebrado un país inmensamente rico y a mandar a la emigración a cinco millones de personas. Ojalá ese acercamiento suponga un respiro para el pueblo y desemboque en unas elecciones libres y limpias.

Brasil

El próximo 2 de octubre Lula y Bolsonaro se disputarán la Presidencia brasileña. Bolsonaro ha sido calamitoso en todas las políticas. Por ejemplo, en política exterior, plegado a su admirado Trump, ha sido un verdadero «don nadie»; y su política medioambiental, es una pesadilla para la Amazonía. Será difícil que le den su voto los pobres, las mujeres, los nordestinos, los negros… y, en general, los sectores sociales marginados. Lula, por el contrario, puede presumir de los logros de su anterior gobierno, comenzando por la exitosa lucha contra la pobreza a través de los programas «pobreza cero». Las encuestas lo dan como favorito y realmente merece una nueva oportunidad: cuando había dejado de ser presidente sufrió la implacable persecución del juez Moro, después ministro de Justicia con Bolsonaro. El Tribunal Supremo de Brasil dictaminó hace pocos meses que Moro no había sido imparcial en el juicio contra Lula, pero la sentencia llegó tarde: el obrero metalúrgico ya no pudo competir en las pasadas presidenciales.

¿Se avecina en la región una época de transformaciones y avances?

Si triunfa Lula, la respuesta es sí. Hay gobiernos progresistas, además de en Chile y Colombia, en Argentina, aunque con un enfrentamiento fratricida en el peronismo que no presagia nada bueno; en México, con un López Obrador indefinible, pero desde luego nada conservador; en Bolivia, donde Luis Arce ganó las elecciones en 2020; y en Honduras, con Xiomara Castro, quien llegó a la presidencia el pasado enero después de doce años de gobiernos del Partido Nacional. Perú, que por la covid registró la mayor tasa de mortalidad del mundo, es de difícil encuadre, pues hay sectores de izquierda en contra de Pedro Castillo. Aparte están Cuba, Nicaragua y Venezuela, que reprimen a su población y no respetan las libertades ciudadanas, aunque no se puede meter a los tres países en el mismo saco. Y quedan tres gobiernos conservadores en Sudamérica —las repúblicas centroamericanas y caribeñas merecen un artículo aparte: Ecuador, que ha sufrido una fuerte contestación liderada por el movimiento indígena; Uruguay, con el gobierno derechista de Lacalle Pou, y Paraguay.

Si nos remontamos al ciclo anterior de gobiernos progresistas protagonizado por Chávez en Venezuela, Lula y Dilma en Brasil, los Kirchner en Argentina, Tabaré Vázquez y el «Pepe» Mujica en Uruguay, Lagos y Bachelet en Chile, Correa en Ecuador y Morales en Bolivia, lo primero que destaca es que redujeron la pobreza y, moderadamente, la desigualdad. El período coincidió con un boom en los precios internacionales de las exportaciones del subcontinente —soja, café, cobre, oro, petróleo…—, pero aquellos gobiernos supieron aprovechar el viento favorable, junto a las remesas y la inversión extranjera, para elevar el salario mínimo, impulsar acuerdos sociales tripartitos, mejorar la educación y aprobar transferencias monetarias para hogares pobres.

¿Qué quedó por hacer que pudieran retomar ahora los nuevos gobernantes? Un gran reto es el ambiental: la deforestación, la minería a cielo abierto, el abuso que sufren los pueblos indígenas en el uso del suelo, el agua y la extracción de petróleo y minerales son asuntos que hay que cambiar; otro está en los derechos de las mujeres: la interrupción voluntaria del embarazo solo se permite en Colombia, Argentina, México, Cuba y Uruguay, y el número de feminicidios en cualquiera de los países es enorme; hay que avanzar además en el progreso tecnológico: si los precios de las materias primas están altos, la economía de la región va bien; cuando bajan, todos los países muestran problemas. La necesidad de diversificar la producción y las exportaciones hacia bienes con un mayor valor añadido es muy clara. Y, en fin, hay que mejorar la calidad de las políticas públicas y de las instituciones encargadas de aplicarlas en campos variados: desde el control de la corrupción a la reducción de la inseguridad ciudadana, pasando por la reforma fiscal. Todo ello lidiando con la desaceleración económica internacional y con la pandemia de la covid.

Lo bueno es que se trata de la agenda que promueven, entre otros, Boric en Chile y Petro en Colombia, unos planes que tienen mucho que ver con la Agenda 2030 aprobada por 193 países en Naciones Unidas en 2015 y que pareciera hecha a la medida de América Latina: llama a construir un modelo más equitativo y respetuoso con el medio ambiente, a la calidad educativa, a políticas de ciencia, a la integración productiva, a mejorar la política fiscal, a la igualdad de género y a que nadie se quede atrás. Los gobiernos que creen en la capacidad transformadora de las políticas públicas son los más dispuestos a avanzar hacia esos objetivos.

En el ámbito regional quedan otras preguntas: ¿podrán los gobiernos transformadores aumentar su coordinación y reforzarse mutuamente?; ¿podrán mejorar sus procesos de integración, actuar con una sola voz y negociar mejoras en su inserción internacional con otros bloques económicos?; ¿podrán acordar metas comunes relacionadas con la igualdad, el medioambiente, el feminismo, el respeto a los pueblos originarios o la transformación productiva? No será fácil pues, a pesar de que Latinoamérica es la región más homogénea del mundo, carece de una institucionalidad común para adoptar decisiones compartidas y está hoy muy dividida: respecto a la guerra en Ucrania; respecto al respeto a las libertades ciudadanas; entre los países exportadores de materias primas, petróleo y alimentos, beneficiados por los aumentos internacionales de precios, y los importadores… Pero no hay que perder la esperanza.

Tampoco será fácil que la comunidad internacional apoye a la región cuando acometa los doce trabajos de Hércules. Los tambores de guerra que sacuden al mundo con la invasión de Rusia a Ucrania han hecho olvidar, al menos de momento, los grandes asuntos pendientes de la humanidad. El caso del cambio climático es ilustrativo: el compromiso de los países desarrollados de dedicar cien mil millones de dólares anuales a los países en desarrollo para apoyar su transición energética no se está cumpliendo. Pero es la cifra que Alemania sola destinará a los gastos de defensa. Aumentarán los gastos militares y quedará menos para los sociales, medioambientales y de cooperación. Ojalá que el redoble de tambores de la OTAN y el aliento en el cogote de EE. UU. no nuble por completo el entendimiento europeo.

Terminemos con noticias de EE. UU., siempre muy influyente en la región. Bolton, exasesor de seguridad nacional de Trump, acaba de confesar, con un descaro increíble, que: «Como alguien que ha ayudado a planear golpes de Estado, no aquí sino en otros países, puedo decir que requieren de mucho trabajo». No dijo más. La lista de los países de América Latina donde EE. UU. ha intervenido sería demasiado larga como para que Bolton la recuerde, pero habría una pregunta de muy breve respuesta: ¿En cuáles no ha intervenido? Circulaba aquel chiste por la región: «El único país que no ha sufrido un golpe de Estado es EE. UU. ¿Por qué? Muy fácil: es el único que no tiene una embajada norteamericana». ¿Pedirán algún día perdón?