Panamá, 1998.
Nabila observó las esclusas de Miraflores desde la ventana del hotel. Aunque no lograba avistar toda la escena, podía distinguir los cargueros como grandes edificios repletos de mercancías que condenaban al mundo al progreso y a los océanos a la contaminación. Todavía estaba enganchándose los pendientes de lapislázuli y plata que había comprado a orfebres bereberes en Tiznit, una ciudad del sur de Marruecos fundada por una prostituta que, según contaba la tradición oral, pasó a ser santa. Las piedras engarzadas formaban sendos racimos. Los solía transportar en una caja que Jean-Paul le había traído de Irán. Ambos, la joya y su estuche, conservaban un aura que no resplandecía en los grandes contenedores del barco que se adivinaban en lontananza. Salió precipitada cuando vio la hora en el despertador de la mesita, dejando olvidado sobre la cama el saco de muñecas quitapesadillas que había comprado en Antigua para Cees Blijdenstein. La cita sería allí mismo, en la esclusa más turística, donde dos extranjeros pasarían inadvertidos. Solo lo conocía por referencias de otros activistas italianos y, por lo que había leído en la página web de su organización sobre transparencia; no creía que aquello pudiera ser una trampa como David le había advertido. Nabila sabía que tenía algo muy grande entre las manos y necesitaba no precipitarse en airear la información. Su utilización en Guatemala significaría su asesinato y no trascendería lo necesario para ayudar al quetzal a extender sus alas. Además, estaba segura de que lo que estaba ocurriendo en algunos países centroamericanos no eran casos aislados. La organización de Cees tenía sede en Italia y era pionera en denunciar la falta de acceso a la información y al conocimiento abierto. Las últimas peleas habían ido contra los paraísos fiscales y el lavado de dinero. Todo apuntaba a que él tendría datos complementarios, pero tal vez se equivocara.
Las esclusas se abrieron cuando el agua se igualó. En ese instante lo vio de pie, en una esquina, observando lo mismo que ella. Hubiese pasado por un turista norteamericano o europeo. No había nada en su aspecto que lo señalara como activista infatigable, pero supo que era Cees porque en un correo electrónico le avisó que llevaría puesta una gorra naranja. A su alrededor había otras blancas y azules, pamelas y hasta varios modelos del sombrero panama hat que, en realidad, era de origen ecuatoriano. Cruzaron miradas y saludos mientras el resto de los parroquianos se concentraban en sus cámaras y en el funcionamiento de las leyes de la física. Después Cees, sin prisa, cerciorándose de que ella lo veía, fue hasta la pequeña cantina. Nabila se aproximó y tomó asiento a su lado. No hizo ademán de beso ni de apretón de manos y, la tunecina, acostumbrada a la calidez centroamericana, se sintió incómoda. Pidieron unos refrescos. Había cámaras grabando lo que acontecía, pero ningún guarda de seguridad habría podido imaginar los torbellinos que aquella pareja exótica sería capaz de provocar. Cees se quedó observando por un rato los envases que les habían servido.
—Mi Coca Cola tiene el 60% de glucosa, pero tu jugo envasado de guayaba tampoco se queda corto… —dijo mientras buscaba la etiqueta—, aquí está: un 45%.
—Hoy creo que me podré permitir el lujo – afirmó Nabila bromeando, todavía descolocada por la ocurrencia.
Cees no se rindió. No le parecía que el tema fuera menor:
—Estas galletitas que venden ahí, mejor ni probarlas. En el paquete indican la cantidad de azúcar de cada unidad y uno piensa que es la total. Incluso lo salado está impregnado de azúcar. Las empanadas están hechas con harina de almidón, que sigue siendo glucosa. Hacen leyes para ilegalizar la marihuana y nos engañan con los venenos permitidos, que también matan.
—Llevas razón —dijo Nabila ya un poco más relajada mientras saboreaba el desagradable gusto del envasado—, siempre acabo mordiendo el mismo anzuelo. Detesto los jugos de frutas de paquete, pero aquí la alternativa, como ves, es tu 60% de glucosa. Pero, cambiando de tema, necesito preguntarte por otras cosas que me inquietan —añadió en tono impaciente. Estaba ansiosa y no quería más rodeos. Los dos estaban allí por las evidencias de que la banca vaticana estaba lavando dinero procedente de la droga y del tráfico de armas
—Ya veo… Sigamos entonces hablando de impunidad —se adelantó Cees entendiendo su urgencia.
—No quise ser muy explícita en mis correos —Nabila bajó mucho la voz—, pero creo que está desviándose dinero ilícito desde Panamá a lo que llaman el Instituto para las Obras de Religión del Vaticano.
—Las sospechas datan de algunos años atrás, aunque precisamos más pruebas. Parece que las maquillan para que parezcan donaciones, pero no son gratuitas. El monseñor a cargo del banco se frota las manos con el dinero que llega procedente de todo el mundo y que supuestamente tendría que ir destinado a personas desprotegidas en sus derechos. En realidad, contribuye a fortalecer y enriquecer a la curia eclesiástica. Desde hace un lustro al menos, según me consta, están realizando compras para aumentar el patrimonio «de dios en la tierra»: estudios de la Paramount en Hollywood, urbanizaciones y complejos hoteleros con campos de golf en la costa francesa y española. No se pone reparos a los donantes. El dictador de Costa de Marfil ha regalado al Vaticano propiedades muy valiosas. En los lugares más pobres del planeta, y con el dinero que despoja a la población de ver cubiertas sus necesidades más básicas, la iglesia construye templos revestidos de oro y mármol sin rendir cuentas a nadie.
Mientras Nabila se asombraba de lo que ya sabía, su impulso por sorber el jugo de guayaba era contrarrestado por la repugnancia que le producían los prelados dispuestos a hacer favores a todos los mafiosos del mundo. Eran como la glucosa que le sobraba al jugo. Dejó fluir la información que llevaba tiempo bloqueada en su cabeza:
—Existen varios tejemanejes entre el obispado de Guatemala y miembros del clero panameño. Tengo documentación y testimonios de las reuniones secretas mantenidas en Antigua. Pasean por toda la ciudad con sus capelos cardenalicios, es imposible no verlos. Una de mis fuentes cuenta con evidencias que datan las transferencias de millones de euros en donaciones ficticias de empresas extranjeras hechas desde Panamá a Roma. Son registradas para obras de caridad. El Vaticano ayuda a blanquear ese dinero y se queda con su parte que facilita la acumulación de patrimonio y el gasto en lujos innecesarios de la alta jerarquía de la iglesia católica. Lo que me acabas de contar encaja a la perfección.
—Desde la Fundación estamos siguiendo de cerca algunas denuncias, pero no podemos imputar a nadie todavía por falta de pruebas. Wojtyla no quiere que la iglesia pierda poder y sabe que para eso necesita seguir las reglas del paradigma que nos gobierna: amasar riqueza y comprar los asientos en el cielo.
Cees quiso contarle algunos antecedentes, aunque sin profundizar en los detalles.
—Hace unas décadas, la entidad estaba en números rojos. Curiosamente, Pablo VI acabó nombrando obispo a su guardaespaldas y después banquero al frente del Instituto para Obras Religiosas. Algunos hablaron de alianzas con la mafia. Parece que su relación con el abogado que administraba las ganancias procedentes de la heroína de una de sus principales familias era más que cordial. El director del Banco Ambrosiano a su vez era el hombre fuerte de la logia masónica P2, la misma que trazó fuertes lazos en los setenta e inicios de los ochenta con dictaduras latinoamericanas como la argentina y uruguaya. Después, Juan Pablo II quiso desplazar hacia el extranjero el dinero que tenía acumulado en el Vaticano para eludir al fisco italiano y burlar a los sindicatos de trabajadores que pedían mejoras en las condiciones laborales. Gran parte de esos flujos fueron a EE. UU.
—Estamos hablando, ya veo, de un entramado enorme, con antecedentes y, entiendo, que luchas de poder…
—Muy peligroso, además —añadió Cees—. La mafia, la camorra napolitana, la ’Ndrangheta calabresa... Se han lucrado a su sombra y beneficiado del lavado de dinero del Instituto para las Obras de Religión. Tanto se acercaron que los amigos de la mafia acabaron, debido a algunas desavenencias, poniendo precio a la cabeza del banquero vaticano. Para evitar que lo asesinaran y también sortear a la justicia italiana tuvieron que refugiarlo bajo la inmunidad diplomática y después lo mandaron a Arizona, premiado con una opulenta cantidad por haber multiplicado la riqueza de la iglesia.
—¿Pero por qué no está todo esto en los periódicos de los países donde existen garantías a la libertad de prensa? —quiso saber Nabila—, ¿por qué siguen los fieles yendo a poner sus limosnas en las cestas llenas de la iglesia?
—Querida Nabila, permíteme que te dé un consejo de viejo. Desconfía de la supuesta libertad. El poder engatusa a todo aquel que aspira a medrar. Son las propias empresas periodísticas quienes ya están ganadas para la causa y no necesitan que maten a sus trabajadores porque nunca publicarían informaciones que hagan tambalear al establishment al que ellos sirven. Por otra parte, ¿la reacción de la gente? Lamentablemente, la masa está abducida por los artificios que lanza el poder inmovilista: los partidos de fútbol, la televisión basura... Saben cómo drogar.
—Estás siendo demasiado duro —le cortó Nabila, quien ya había bebido la mitad de su jugo—. Yo sí pienso que hay alguna forma de transformar todo esto. Creo en el poder de la gente. Al menos para cambiar algunos términos en la lucha de clases, permanecer vigilantes y almacenar municiones para negociar. Si no lo ves posible, ¿por qué vienes hasta aquí a hablar conmigo?
—Si estoy aquí es porque no me queda otro remedio, me convertí en activista de los derechos humanos casi forzado por lo que veía a mi alrededor, pero soy escéptico con la idea de que este impulso sea compartido por mucha gente y no espero recompensa por el trabajo. Uno se acostumbra a nadar a contracorriente y se le va olvidando cuál era su objetivo.
—Ya veo, contra toda esperanza, aunque si seguimos aquí será por algo. Tengo un amigo guatemalteco que hace caricaturas para periódicos y revistas. Cuando le impiden publicarlas dibuja en las paradas de los autobuses o en los muros. Después las fotografía y las envía por correo electrónico. Nunca se rinde. Es ingeniero, pero sabe que su ciencia poco puede contribuir a la ciudadanía si la corrupción de las élites económicas y sus políticos serviles siguen corroyendo el tronco del árbol. Le han amenazado en más de una ocasión e incluso fue objeto de un intento de secuestro.
La conversación se alargó más tiempo de lo que necesitó el carguero para atravesar la esclusa. Nabila le aportó detalles de las personas que estaban moviéndose como intermediarios entre Guatemala y Panamá. Tenía algunas fotos. Permanecieron sentados unos minutos más mientras la multitud se fue dispersando por las salas del museo. Todavía quedaba mucho de qué hablar. Cees le compartió información sobre una fuerte campaña que estaba organizando la iglesia católica contra el aborto a partir del caso de una niña salvadoreña a la que iban a obligar a seguir con el embarazo, a pesar de que su vida corría peligro. Quería que avisara a las organizaciones de mujeres centroamericanas porque sabía que, como siempre, se organizarían para impedir ese atropello. Sabía que Nabila estaba muy bien relacionada entre las oenegés feministas y le ofreció apoyo financiero. También le interesaba establecer algunos contactos en los países árabes. Ella se mostró dispuesta a ayudarlo. Conforme avanzó la charla, encontró en el holandés una persona culta y menos fría de lo que pensó en un primer momento, aunque un poco obsesionado con los detalles vinculados a la religión y la seguridad de las comunicaciones. Cees continuó con sus datos: «Solo 400 de los 1,600 millones de musulmanes del planeta viven en países árabes. Fuera de estos se concentran la mayor parte, en un gran porcentaje en Indonesia y Pakistán. Contrariamente a lo que se cree, en países como el Líbano casi la mitad de la población es cristiana». Ya se habían despedido con la promesa de seguir en contacto, apoyando el trabajo que cada uno desarrollaba, cuando Nabila le pidió las coordenadas del hotel en el que se hallaba hospedado. Quería enviarle un pequeño obsequio que le había traído desde Guatemala, pero que, por despiste, se había dejado olvidado. A Cees le sorprendió aquella petición y dudó un instante antes de pasarle los datos. Se dispersaron entre la gente; Nabila se quedó un rato más visitando el museo y aprendiendo sobre una historia que, de nuevo, sentía más próxima de lo que pensaba. Guardaba paralelismos con la de Egipto y su Canal de Suez, donde cualquier día volverían a hacer una cesárea para ensanchar y embutir de más comercio intercontinental: otro pretexto para incrementar las tensiones de la zona.
Aprovechando que todavía quedaban varias horas de luz y curiosidad acerca de la tierra que pisaba, cogió un taxi para ir al casco histórico. Atravesaron varios atascos y el conductor quiso venderle algunos paquetes turísticos para que conociera las playas más lindas del país, pero Nabila ya había puesto su foco de atención en cómo destrabar los nudos que había ido tejiendo a base de unir pesquisas.
Encontró la parte histórica de la ciudad bastante maltratada por los embates del tiempo, pese a que, no muy lejos de allí, la visión de altos rascacielos le había brindado un espejismo de prosperidad. Recorriendo los vestigios coloniales se topó con un pequeño recinto que albergaba un mercado indígena, donde quedaba representada la variedad multiétnica de Panamá. Se detuvo a contemplar como un artesano de Guaunan tejía una máscara de jaguar hecha con palma chunga. Cuando terminó le preguntó por el precio y no quiso regatear: se llevaba un conocimiento único y original. Jean-Paul, como buen periodista intuitivo, había compartido conocimientos sobre las artesanías en los reportajes que había escrito de distintas partes del mundo. Extrañaba esa vida con él, siempre interesante y mucho mejor. El jaguar de artesanía supo absorber las lágrimas que brotaban en medio de la calle sin pudor. No creía que Jean-Paul siguiera ahí, que estuviera en ningún sitio, pero esa necesidad imperiosa de tenerlo cerca le hizo abrazarlo, imaginariamente, en medio de una ciudad desconocida, mientras el atardecer se hacía un hueco para imponerse al día. Caminó huyendo del centro colonial, buscando el Pacífico, donde los pelícanos se hundían para agarrar su presa y, después, irremediablemente, volar.
De vuelta al hotel, pidió un licuado natural para saciar las ganas que horas antes había dejado abiertas por su rechazo a terminar la glucosa embotellada. Especificó que fuese sin azúcar y sin hielo. El mozo le contó que ese barrio de Clayton había albergado las bases de Estados Unidos y que el proceso de devolución estaba concluyendo. Así operaba la dominación, también la de unos países sobre otros, aunque el velo de la historia hiciera que su ejercicio pareciera diferente. Aquellos que en algunos momentos habían ostentado el poder planetario podían acabar bajo otras égidas. Nabila pensó que su visión del mundo, a través de un presente escurridizo, era una historia incompleta. Los pensamientos siguieron bullendo en su cabeza mientras subía a su habitación para ponerse el traje de baño y no se detuvieron hasta que se introdujo en la pequeña piscina del hotel. El agua devolvía a su cuerpo la serenidad para no dar demasiada importancia al momento irreal que su mente transitaba. Después de practicar algunas brazadas salió convertida en otra mujer: más calmada y suave. El llanto también la había ayudado. Echada en una tumbona se quedó observando la tela de araña irregular que había sido tejida entre dos ramas de un árbol. Era de una extraña belleza, sin la perfección geométrica de otras conocidas, como si el animal hubiese decidido continuar la obra inconclusa de otra de sus congéneres. Se sintió identificada con esos seres equilibristas que pendían de hilos finos, yendo de un lugar a otro sin red de donde asirse: por escudo un cuerpo que se estiraba y se contraía según los estímulos. Desde niña le atrajeron las arañas y sus telas. No sabía por dónde seguiría, pero sospechaba que el motivo que le había llevado a Panamá daría más sentido a su vida.
Madrugó para llegar con tiempo de sobra para tomar el avión a Ciudad de Guatemala. Antes quería dejar las muñequitas quitapesadillas en la recepción del hotel de Cees Blijdenstein. Rodando por los pasillos del aeropuerto se topó con Laura Rodríguez, la periodista mexicana de La Jornada que solía viajar a Centroamérica a cubrir temas políticos y cumbres de gobiernos. Habían coincidido en un par de ocasiones en Antigua. Le contó que venía de estar cuarenta y ocho horas retenida y que ya tenía que volver al D. F. para hacerse cargo de otros asuntos. Le había pasado otras veces, tenía un nombre muy común, homónimo al de la traficante de drogas más buscada. Nabila la invitó a un café. El rostro de Laura, demacrado, delataba el aspecto de quien no ha podido comer ni asearse en condiciones durante días. De lejos divisó a un obispo enorme, con pinta de extranjero. Siempre se le prendía la luz cuando los veía pasar. Su porte le recordó a Cees, aunque las gafas lo hacían parecer diferente. Laura estaba narrando sus orígenes laguneros y cómo se había ganado la vida comprando mezcal a los productores del Estado de Chiapas y vendiéndolo en un local de San Cristóbal de la Casas. Nabila trató de concentrarse de nuevo en la plática, aunque guardó la imagen del prelado para cuando tuviera un poco más de tiempo para reflexionar. La realidad con la que se topaba cada día la mexicana le hizo volver al periodismo, carrera que había abandonado después de algunas amenazas en el norte y de grandes dificultades económicas. Entre risas y llantos, le confesó que esa apuesta arriesgada seguramente le conduciría a una muerte a manos de sicarios. Su país, como Guatemala, era un territorio hostil para los periodistas con ganas de deshacer ese nudo de corrupción y violencia. Nabila le aportó algunos detalles de sus pesquisas actuales. Laura se comprometió a buscar información relacionada en México. Quedaron para verse en la próxima cumbre que se celebraría en unos meses en Antigua. Esos encuentros servían para intercambiar investigaciones sobre la financiación política procedente de las bandas de narcotraficantes. No todo podía ser publicado, pero intentaban hacer llegar la información a organizaciones en pro de los derechos humanos y a algunos miembros de la judicatura que todavía consideraban limpios. Ellos se arriesgaban a caer, entre nubes de impunidad que se mezclaban con el humo de los volcanes.
Antes de embarcar, Nabila tuvo que pasar un registro escrupuloso. Laura le había contado que la droga procedente de Colombia encontraba su paso natural en los países centroamericanos. Abrieron su mochila, donde guardaba la libreta con los datos más importantes de su investigación y las fotografías. El ritmo de su corazón se aceleró hasta que se dio cuenta por los gestos maquinales del agente de que en realidad se trataba de un simulacro. Los aeropuertos hacían como si reforzaran las medidas de seguridad, pero las mercancías ilícitas penetraban por la puerta de atrás, mientras que los pasajeros sufrían los registros de bolsos y carteras, y a personas como Laura se les privaba del libre ejercicio de su profesión. A Nabila le habían abierto la billetera cientos de veces y cientos de veces la tunecina se reía por lo inútil del empeño. Mientras señalaba la puerta en donde ponía privado le dijo al agente: «Mire que lo que usted busca pasa por ese lado». La policía se limitó a mirarla muy seria, pero un miembro de la compañía de avión que le había escuchado le comentó con una sonrisa cómplice cuando acabó el registro que esa puerta «se abría con mucha más frecuencia de lo que sería tolerable».