Sí, antes que el tiempo acabe preciso es contar aquello que, en la vida ya vivida, nos visita una y otra vez para pedirnos, si no cuentas, sí al menos morosa meditación. Así, el poema de Luis Cernuda, «Sombra de mí», perteneciente al libro Con las horas contadas (1950-1956), nos invita a mirar de nuevo la estela del río que nos lleva para tomar conciencia, una vez más, del juego de espejos que ilumina cualquier existencia desde un lugar que, aun siendo equívoco, resulta ilusorio. Equívoco en tanto cuanto «puede interpretarse en varios sentidos, o dar ocasión a juicios diversos» (RAE, Diccionario de la Lengua Española); e ilusorio en la medida en que nuestra percepción, siendo real, puede llamarnos a engaño.
En la dialéctica del amor, ese juego de espejos adquiere una dimensión privilegiada; tanto, que la misma no suele ser más que una proyección del sujeto sobre el objeto de su apetencia o anhelo. De este modo, al menos, nos lo transmite el poeta:
Bien sé yo que esta imagen
Fija siempre en la mente
No eres tú, sino sombra
Del amor que en mí existe
Antes que el tiempo acabe.
Ese «bien sé yo» no es, exactamente, el yo del sujeto que habla. Es, más bien, «ello», algo que mora en nuestro interior y que es quien de verdad sabe que cuanto ha sido investido por las cualidades del amor es proyectado en el «otro» como la traslación propia de uno mismo. Es, en efecto, una «sombra de mí»; el pálido reflejo de un sueño; un ademán del deseo cuando este roza su fin para desvanecerse en el instante mismo en que acaricia los contornos de su término.
Imagen maravillosa, fotografiada por la imaginación para preservarla, siquiera sea por un segundo, de la disolución que nos aguarda en el irrevocable devenir del cosmos. Construcción de un sueño que apela al nudo de lo real para darle forma, estructura y consistencia: elementos que estimulen y fortalezcan la «ilusión» de vivir, la cual confía siempre en la consecución efectiva de una esperanza activa.
Imagen que casi parece tocarnos; gracia divina que nos promete el paraíso de una redención universal.
Mi amor así visible me pareces,
Por mí dotado de esa gracia misma
Que me hace sufrir, llorar, desesperarme
De todo a veces, mientras otras
Me levanta hasta el cielo en nuestra vida,
Sintiendo las dulzuras que se guardan
Solo a los elegidos tras el mundo.
Mas todo ello —así nos lo advierte la palabra del poeta— tiene lugar y sucede «tras el mundo», en otra extensión que, no por desconocida, es menos real. Terra incognita, donde solo un sexto sentido puede guiarnos para no ceder ante la poderosa atracción del abismo. Desgarro que la realidad del mundo y sus leyes le imponen al deseo como precio a su osadía, a la subversión de su propia dinámica transgresora. Y aun cuando la separación o la pérdida resulte inevitable, la memoria, la vasta sed del mar que la circunda, consagrará la revelación de ese instante como la culminación de la experiencia vivida y que ya no será sino recuerdo y lejanía y ansia redoblada de vislumbrar la luz que la produjo.
Y aunque conozco eso, luego pienso
Que sin ti, sin el raro
Pretexto que me diste,
Mi amor, que afuera está con su ternura,
Allá dentro de mí hoy seguiría
Dormido todavía y a la espera
De alguien que, a su llamada,
Le hiciera al fin latir gozosamente.
El «otro» —bien lo muestra la progresión del poema— no existe sino como «pretexto», instrumento a partir del cual la potencia que late en el interior del sujeto se muestra en todo su esplendor. Como la yerba, derrama su deslumbrante belleza cuando el rocío cae sobre ella una mañana de primavera. Su deseo no es ni puede ser el nuestro. Solo el amor es capaz de sostener una continuidad que no es tal, sino apariencia que flota en el aire por efecto de la voluntad: «disciplina, concentración, paciencia, fe y la superación del narcisismo. No es un sentimiento, es una práctica». Así, al menos, nos lo dejó escrito Erich Fromm, quien algo sabía también acerca de todo esto.
A pesar del dolor provocado por la ruptura, la separación, o el plazo acordado a cualquier término que culmina con el definitivo adiós a la vida, el poeta no puede sino bendecir esa «presencia», consagrarla en el más íntimo rincón de su alma, hasta rendir, como último tributo de reconocimiento, estas palabras:
Entonces te doy gracias y te digo:
Para esto vine al mundo, y a esperarte;
Para vivir por ti, como tú vives
Por mí, aunque no lo sepas,
Por este amor tan hondo que te tengo.1
Nuestro mundo, que trata por todos los medios a su alcance de reducir el deseo a mera apariencia; de anular la potencia indómita que late en su seno; de convertirlo en puro fetiche asociado a no importa qué mercancía... Nuestro mundo —cada vez más cruel en su hostilidad creciente— no puede prescindir de la palabra poética ni tratar de transformarla en un adorno o adulación afecta al poder de turno. Por fuerte que sea la tentación, y por muchos que hayan cedido a ella, la palabra viva y palpitante del poema es la única que, cuando las tinieblas se ciernen sobre el cielo que creíamos protector, podrá guiarnos —así en lo personal como en lo social o colectivo— en la cerrada oscuridad que nos envuelve.
Si en la dialéctica del amor esa proyección del deseo la vemos como diáfana, en la dialéctica de la Historia ese desplazamiento que cae sobre los objetos del mundo no es menos ilusorio.
Luis Cernuda vivió en sus carnes las contradicciones propias de su tiempo; una época que, esencialmente, quedó reflejada a lo largo de su obra, en esa radical disyunción que aparece entre «realidad» y «deseo», dos términos que, si bien no siempre son antagónicos, sí resultan de difícil conjugación. Toda su producción es una larga meditación poética, y, como así nos lo dejara escrito Octavio Paz en un breve pero intenso ensayo acerca de su obra, para Cernuda:
La meditación —en el sentido casi médico: cuidar— consiste en inclinarse sobre otro misterio: el de nuestro propio transcurrir. La vida, no el lenguaje. Entre vivir y pensar, la palabra no es abismo sino puente. Meditación: meditación. La palabra expresa la distancia entre lo que soy y lo que estoy siendo; asimismo, es la única manera de trascender esa distancia. Por la palabra mi vida se detiene sin detenerse y se ve a sí misma verse; por ella me alcanzo y me sobrepaso, me contemplo y me cambio en otro —«un otro yo mismo» que se burla de mi miseria y en cuya burla se cifra toda mi redención.2
Miseria de la burla —escaso consuelo que la misma nos aporta— y burla de la miseria que nos rodea. Tal vez en esta paradoja se halle una de las claves del tiempo que nos fustiga y conduce hacia un escenario donde la incertidumbre será la norma del nuevo paradigma que nos aguarda. Mas en la justa expresión de la palabra, en sus efectos sobre lo real de nuestra existencia, quizá encontremos nuestro único y último refugio. Un abrigo que nos resguarde de aquellos que, pretendiendo nuestra gloria, nos llevan con paso firme hacia el declive.
No serán, pues, «las leyes comidas de ratones, / las rejas de papel, las alambradas, / los timbres y las púas y los pinchos, / el sermón monocorde de las armas, / el escorpión meloso y con bonete, / el tigre con chistera, presidente / del Club Vegetariano y la Cruz Roja, / el burro pedagogo, el cocodrilo / metido a redentor, padre de pueblos, / el Jefe, el tiburón, el arquitecto / del porvenir, el cerdo uniformado, / el hijo predilecto de la Iglesia»3 quienes nos salven de nosotros mismos, sino la palabra del poeta que, desde un lugar recóndito u olvidado, nos muestre de nuevo los misterios de la vida y del amor con el preciso objeto de volver a inventarlos.
Este, y no otro, es el reto que nos tiene reservado el futuro ante las preguntas que nos hemos planteado y que, tal vez, queden sin respuesta alguna en el justo tiempo que nos haya sido acordado.
Notas
1 El poema lo podemos encontrar en La realidad y el deseo (1924.1962), México: Fondo de Cultura Económica. (Octava reimpresión, en España, 1983). pp. 314-315.
2 Octavio Paz, (1969). «La palabra edificante», en Cuadrivio, México: Editorial Joaquín Mortiz. Segunda edición, p. 185.
3 Octavio Paz, (1974). Teatro de signos. Segunda edición. Madrid: Editorial Fundamentos.