La espesa niebla flotaba sobre Helsinki. Mirando el mar desde la orilla todo se veía blanco, la nieve tapaba el mar Báltico y los grandes buques transatlánticos estaban allí atrapados. Solo los barcos rompehielos abrían camino cortando el medio metro de hielo que lo cubría todo. Era el duro invierno.
Yo estaba parado, pasmado, contemplando el paisaje con todos los colores del blanco. Pero no estaba solo: una figura con apariencia de mujer, un palmo más alta que yo, vestida con abrigo de piel de zorro gris y gorro ruso también estaba allí pasmada. Ella con abrigo de pieles y botas altas con tacón, yo con grueso anorak de goretex,1 gorro de lana y botas de nieve.
—Ven vestido como si fueras a una estación de esquí —me habían advertido antes de viajar.
Ambos, sin mirarnos, sabíamos que estábamos cerca. Tras una larga pausa, nuestras miradas se cruzaron sobre el aire helado: ella con sus ojos verdes, yo con los míos castaño oscuro.
—Nunca había visto el mar helado, soy de Belarús, allí no tenemos mar —dijo en perfecto inglés con acento ruso.
—Yo tampoco había visto el mar helado. Soy de Barcelona, allí sí tenemos mar y siempre hace buen tiempo.
Entre la densa niebla, apareció un abrigo de piel negro: no estábamos solos, era su marido. En ese instante nos saludamos sin quitarnos los guantes, nuestros alientos ascendieron por encima de nuestras cabezas, se besaron más arriba y cayeron cual copos de nieve. Y nos despedimos discretamente con un gesto en la mano.
En la mañana siguiente reconocí su mirada y sus ojos verdes en la mesa de los desayunos, lo habitual: café, infusiones, quesos, huevos, alguna manzana. Resultó que ambos estábamos alojados en el mismo hotel.
—¡Que grata sorpresa!: juntos en el mismo hotel. Me llamo Marya.
—Encantado de conocerte Marya, yo me llamo José.
—Si estás solo podemos desayunar juntos.
—Será un placer —asentí.
Nos sentamos el uno junto al otro cerca, muy cerca, rozándonos casi los muslos por debajo de la mesa.
—Vine a un congreso con mi marido, él es ingeniero, diseña máquinas para hospitales.
—Yo vine a Helsinki por el congreso de Medicina Robótica.
—Mi marido es conferenciante, ahí presenta un nuevo robot para hacer microcirugía dentro de las articulaciones.
—Vaya, yo también vengo a Helsinki para el mismo congreso, mi hospital está interesado en conocer nuevos robots.
—Mi marido marcha siempre temprano para dar sus conferencias, y a menudo viene a dormir muy tarde o borracho. Me aburro en estos viajes. Para no sentirme sola, viajo siempre con mi violín.
Tras su confesión me quedé helado, respiré hondo.
—Mi esposa es informática, dormimos juntos, pero desde hace mucho tiempo la siento lejos —le declaré.
—Casi es mediodía, las conferencias de la mañana están a punto de terminar —me insinuó con voz y mirada pícaras.
—Cierto, ya no vale la pena que yo me desplace hasta el Palacio de Congresos, estamos a menos 22o y con las calles cubiertas de hielo no me da gusto salir, no estoy acostumbrado a estos climas.
—Nos conocimos en Boston, yo estaba de gira con mi orquesta de cámara y mi marido vendiendo máquinas como siempre. Fue durante una pausa el día del estreno, nos rozamos en la mesa donde servían las bebidas, fue amor a primera vista. Al principio, yo siempre de gira, él siempre de congresos: era complicado juntarnos. Abandoné mi carrera musical y nos casamos, tenemos casa en París y en Londres, pero siempre estamos de viaje: llevamos 25 años casados, pronto cumpliré los 50 y no tenemos hijos. Yo viajo siempre con mi violín, me acompaña, me habla, lo acaricio: es mi hijo y me ama.
El marido había marchado temprano, nuestra conversación se prolongó largo rato. Nos levantamos de la mesa y nos dirigimos hacia los ascensores. Ya dentro, ella marcó el 4o piso, yo el 7o, dentro continuó la conversación.
—Con este clima no apetece salir, ¿podemos seguir charlando en mi habitación...? Hoy acaba el congreso, mi marido tiene asuntos oficiales y cenas, acabará muy tarde; yo no iré, te espero en mi habitación a las 16 h.
Llegué puntual. Llamé a la puerta, pero nadie respondió, llamé varias veces y nada. Descubrí que el pestillo estaba suelto y la puerta medio abierta. Entré. Nadie me recibió.
La habitación estaba oscura, las cortinas cerradas y un rayo de sol penetraba atravesando la sala. Al poco, una melodía con violín se acercaba desde el cuarto de baño. Era ella, venía envuelta en una cortina de gasa transparente, era obvio: no llevaba ropa interior y los pliegues semiabrían por el escote anunciando montes blancos. Caminó despacio hacia mí, yo de pie en medio del salón, ella tocando el violín —el Adagio de Albinoni— acompañado con un tamborcillo sujeto al tobillo. Cuando ya casi rozaba mi cuerpo, se giró lenta por la derecha y se alejó de espaldas hacia la ventana. Yo la contemplaba a contraluz. Había una silla preparada. Se sentó con las piernas abiertas mirándome fijamente a los ojos sin parar de tocar, las telas translúcidas cubrían sus muslos; yo permanecí sentado en el sofá enfrente, boquiabierto.
Siguieron sonando melodías —Para Elisa, de Beethoven, Gymnopedie, de Satie—, unas dulces, otras melancólicas. Así estuvo sentada, apenas movió las piernas, durante una hora larga; solo me lanzaba miradas, unas veces fijas, otras furtivas, mientras las luces de la calle empezaron a entrar por la ventana, a contraluz, anochecía. Sonó el teléfono, se acabó el concierto.
—Sí, Brian, me prepararé —asintió ella.
—Era mi marido. Ya acabaron las conferencias y me cita para una recepción oficial. Me recogerá en taxi dentro de 30 minutos. ¡Tengo que arreglarme!
Nos despedimos respetuosos y nos dimos los números de WhatsApp.
Han pasado dos semanas y mantenemos conversaciones a diario. Hemos acordado vernos pronto en el cálido Mediterráneo, en las soleadas playas de Barcelona. Marya dirá a su marido que desea visitar una exposición sobre Dalí en Barcelona. Pasaremos 4 días y 3 noches juntos, juntos y solos.
Nota
1 Goretex: tejido sintético que protege de la humedad y del frío, usado para confeccionar prendas que protegen en las bajas temperaturas.