Lago de Atitlán (Guatemala), 1996.
Los chicos se enjabonaban en el embarcadero antes de sumergirse en las aguas del lago de Atitlán. Esperó paciente a que terminaran porque le dio pudor estropearles el ritual. Cuando retomaron el camino a sus casas, se acercó prudente y dejó la toalla en la barandilla. Después se tiró de cabeza sintiendo el agua fría. Fue entonces cuando recordó el sueño de la noche anterior. Estaba en los márgenes de un gran pantano que a veces se asemejaba a una balsa. Vio una silueta borrosa que se movía en la orilla opuesta. Se aproximaba lentamente. Le pareció Jean-Paul. De repente se sumergió en el agua. Nabila lo esperaba, su sorpresa crecía en cada inspiración. Ya estaba cerca, extendía el brazo para recibirlo, pero una extraña criatura emergía para atrapar su mano. Se daba cuenta de su confusión demasiado tarde: una fuerza sobrehumana tiraba de ella hasta el fondo del pantano. Abrió los ojos y entre el agua turbia pudo ver una vieja sirena que exhibía satisfecha su presa a otros seres del mar. Nabila seguía nadando en el lago de Atitlán, pero las proyecciones oníricas coartaron su libertad de pez.
De aquella tarde no esperaba más que ese chapuzón y cenar un buen pescado, aunque, como ya le habían dicho en el mercado de artesanías, aquel lugar era generoso en regalar amor, salud y felicidad. Nunca pensó que sería tan rápido. Tan solo se había alejado unos metros del embarcadero y, cuando volvió, allí estaba David, una amistad que tendría que ver definitivamente con su felicidad en el país, con el amor que los amigos entregan y con la salud que, cuando se tiene, puede derrocharse y compartirse. No obstante, la primera frase que escuchó de sus labios le sonó prepotente. Nabila seguía en el agua y solo alcanzaba a ver sus botas, un modelo que nada tenía que ver con las sandalias de los campesinos y pescadores que habitaban la zona.
—Yo no me bañaría en esa agua con tanta ligereza —irrumpió el guatemalteco mientras se apartaba para no invadir su espacio íntimo.
Nabila tuvo que estirarse un par de veces hasta lograr asirse a la pequeña escalera de madera del embarcadero.
—¿Por qué me dice eso?, ¿hay algún peligro? —le preguntó Nabila acelerando su ascenso a tierra firme. Por unos segundos la imagen de la criatura del sueño volvió a su cabeza y, con ella, la sensación de ser presa de algo.
David le ofreció la mano, pero la tunecina prefirió ignorar el gesto. Se acercó a buscar su toalla y la ciñó a su cuerpo.
—Bueno, no tan visible como lo serían los tiburones o las pirañas. Tiene que ver con la contaminación. Soy ingeniero químico —apuntó para dejar claro que era una fuente de autoridad— y estoy aquí para testar la salubridad del lago. Un organismo internacional me contrató para que confirmara si son ciertas las informaciones oficiales. Para serle sincero, la cosa tiene mala pinta.
Nabila aceleró su secado frotando con la toalla enérgicamente.
—Me deja más tranquila. Pensaba que había estado a punto de ser devorada por el calamar gigante. ¡No será para tanto, hombre! —exclamó Nabila aliviada—. A estas alturas quedan pocas aguas dulces sin contaminar.
David no pudo contener una sonrisa ante esa aparición exótica en el lago.
—¿De dónde es usted? —la interrogó confundido por su dicción irreconocible. Estaba acostumbrado al turismo gringo y europeo, nada que ver con aquel acento melifluo, un poco enganchado a algunas consonantes.
Nabila se quedó pensando unos instantes qué responderle. La demarcación de espacios de poder jugaba a las definiciones simples, a las identidades puras, a tomar partido por un lado o por otro, a pertenecer a un club o una tribu. Pero ella defendía que todas las personas estábamos en la misma lavadora, los colores desteñían, las prendas se enredaban: una masa mojada que alguien se empeñaba en secar tendida al sol. Nabila se sentía árabe y judía al mismo tiempo. Y era mujer y hombre. Y día y noche. Y sueño y vigilia. Era blanca y negra. De África y ahora también de América. Estaba en las grafías árabes y latinas. Escribía de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Era de volcán y de desierto. De océano y mar. De madera de árboles centenarios y de piedra de montaña explotada. Era del Sur y del Norte. Estrella y planeta. Lo uniforme le hacía desconfiar. Y había aprendido a no responder a las preguntas fáciles. Prefería despistar. Aun así, trató de contestar:
—Vengo de Túnez. ¿Ha oído hablar alguna vez de este país? —le interrogó irónica.
El esbozo de sonrisa estalló ahorra en carcajada.
—Así que procede del mismo territorio que albergó a Cartago. Nunca estuve en Túnez, pero ahora tengo una buena excusa para visitarlo —dijo sin que se entendiera bien a dónde quería llegar—. Reconozco, eso sí, que no debo saber mucho de su cultura, pensaba que en su país las mujeres no salían a bañarse a lugares públicos y utilizaban…
—¿Bañador? —se burló Nabila antes de dejar que él pronunciara la palabra velo—. ¡Cualquiera diría que me ha visto desnuda!
David volvió a reír. Aquello rompía todos sus esquemas y estaba acostumbrado a no dejar pasar una oportunidad de la que podía aprender. Tenía que emplearse a fondo y le confesó que, además de analizar el agua, había llegado hasta el lago por otro motivo secreto que solo le contaría si le dejaba que la invitara a almorzar. Lo lanzó sin hacer cálculos y todavía desconociendo si Nabila estaba allí sola o acompañada.
—¿Y si le digo que soy periodista todavía me lo contaría? —le retó Nabila buscando una buena excusa para huir. Creía que le resultaría fácil.
El guatemalteco abrió más los ojos para hacerle partícipe de su error.
—En ese caso, usted es una enviada de los cielos. Lo que le voy a contar podrá utilizarlo siempre que no cite las fuentes. Si lo hiciera mi vida correría un grave peligro. Supongo que si es periodista ya sabe cuáles son las reglas del juego en este país. No es exactamente una primicia para esta ciudad, aunque lo será para el resto del mundo.
Nabila meditó mientras terminaba de escurrirse el pelo. Había pensado cambiarse en el restaurante y se moría de ganas por tomar algún jugo fresco. Aquello parecía un callejón sin salida. David se distanció para que ella pudiera terminar de secarse y vestirse. Se puso una camiseta larga sobre el bañador y lo adelantó unos pasos. No tenía la certeza de que fuera a seguirla.
David utilizó su última munición para no parecer demasiado pesado:
—¿Está segura de que quiere ir en esa dirección? ¿Prefiere un restaurante para gringos jubilados pudiendo acompañarme al mejor de San Juan?
Nabila sonrió y entonces no dudó qué camino tomar. Solo habían intercambiado unas palabras, pero habían sido las suficientes. El interés por conocer las historias del lago pudo más que el miedo.
El restaurante era una casa privada con vistas al lago. Antes de que ella preguntara, David le relató que llevaba yendo a comer allí más de diez años y que no había un pescado más fresco en el pueblo. Sospechaba, incluso, que por lo que tardaban en servirlo iban a pescarlo una vez ordenado. Aprovecharon la espera para conocerse un poco más. David le dio algunos detalles de los análisis de pureza del agua. Los vertederos clandestinos habían ido en aumento y los desechos de todas las poblaciones que se encontraban en sus orillas iban a parar al lago, por no hablar de otras miasmas que llegaban a sus afluentes a través de entradas subterráneas. Nabila le relató qué estaba haciendo en Guatemala, sobre qué versaban sus estudios, qué tipo de vida había dejado en Túnez. Prefirió no hablarle de Jean-Paul para evitar ponerse triste. Llevaba mucho tiempo enganchada al dolor y ese baño en el lago, pese a sus temores, había resultado redentor. David aprovechó el silencio para sacar del bolsillo de su chaleco un ejemplar del día de Prensa libre, cabecera que anunciaba la paradoja servida cada día en el país y en el mundo. En otros compartimentos sobresalían tubos de ensayo que, quizás, pensó Nabila, ya contenían las muestras de las aguas del lago. La noticia de la portada aludía a los asesinatos de dos periodistas que habían denunciado distintos casos de corrupción. David le contó que todos los directores de periódicos de Guatemala estaban amenazados y tenían que ir acompañados de mucha seguridad para que no los «desaparecieran». Nabila evitó aludir al eufemismo y siguió escuchando al ingeniero, que confesaba haber sido caricaturista de ese diario años atrás. Hasta que le pidieron rudamente que se largara por criticar a la Fundación Kellogg. «En este país hay que ser cuerudo para soportar la presión». Le confesó que su inclinación por la química tuvo que ver con su empeño desmedido por no sentirse ajeno a las partículas elementales de esa sociedad. Las aves que sobrevolaban el cielo le incitaron a empezar una historia. Había cuentos que para ser narrados necesitaban un pretexto:
—El quetzal es el animal que representa la libertad en Guatemala. Un concepto muy difícil de garantizar en un mundo que no siempre obra en consecuencia con lo que dice. En náhuatl se traduce como cola larga de plumas brillantes. No sé si así es la libertad que gozamos: una que se exhibe sin más, pero lo que tengo claro es que no es la que yo quiero. Algunas personas que en su día dimos otra batalla nos hemos vuelto a organizar, para ver si con ayuda de organismos internacionales conseguimos que haya un programa oficial de protección a periodistas. Contamos con un aliado en la UNESCO que está tratando de buscar apoyos en el extranjero. A veces viene a hablar con los responsables políticos, lo que no es fácil por la inestabilidad y la corrupción generalizada. Sabemos que mientras no cambien las estructuras será un lavado de imagen, aunque estamos dispuestos a dejarnos utilizar si con eso se consiguen salvar algunas vidas.
Ya con el pescado en la mesa David le confesó que le parecía muy extraño que una periodista de procedencia árabe estuviera aprendiendo español en Guatemala. Nabila le comentó su participación en un programa de becas de intercambio universitario y su origen ladino. También le reveló su necesidad de dar vida a las palabras que tenía guardadas en los huecos de su memoria. «Mi abuela materna, la intelectual, quien vestía un turbante a lo Simone de Beauvoir, se hubiera quedado absorta ante tu ocurrencia en el lago. Era tan poco religiosa —contó divertida— que cuando su propio hijo le pidió que fuera a su boda porque se casaba con una musulmana ella dijo: No me hagan hacer papelones». David brindó porque algún día se derribasen las fronteras y se disolvieran las separaciones que alimentaban los estereotipos y convertían al mundo en cartografía estéril, como de calendario. El pescado, pese a las diferencias que encontró con los conocidos, le pareció sabroso.
Al terminar de comer, David le confesó que acababa de cumplir 41 años, pero que podía presumir de una vida que daba para escribir varios libros de cientos de páginas. Se ofreció a contársela si ella disponía de otros días para adentrarse en el contenido de aquellos ejemplares no escritos. Aunque residía en ciudad de Guatemala, distintos asuntos le llevaban a Antigua regularmente. Remoloneando de sus deberes y buscando alargar el encuentro, se ofreció a acompañarla a visitar una cooperativa de mujeres donde se tejían los trajes típicos. Caminaron de nuevo por tierra y calles desordenadas sin ninguna prisa, deteniéndose en los puestos callejeros del mercado. De los árboles del patio del taller textil colgaban frutos y plantas que se utilizaban para preparar los tintes o que proporcionaban la materia prima de la confección. «El ixcaco —le explicó David mientras señalaba una rama— es este algodón marrón; el achiote —abrió la cascará y le pasó una semilla para que comprobara su poder colorante— sirve para teñir de rojo los tejidos, aunque a veces también lo usamos en las comidas». Nabila probó y tocó todo a su paso con la misma sensación que le había dejado el pescado. No era Túnez, pero la experiencia era cercana, como si la lejanía fuera ficticia. Las artesanas les explicaron el proceso del hilado del algodón y le hicieron la demostración de cómo tintaban varias prendas con productos naturales. Antes de salir se detuvo en la tienda y compró para David un colibrí hecho de madera: «Mientras esperas a que el quetzal resurja de sus cenizas y no estén amenazados quienes trabajan por una sociedad más justa, tendremos que mover mucho las alas, como los colibríes. Aunque son los pájaros más pequeños del mundo, ayudan a la polinización. Los necesitamos para que reaparezcan los quetzales y, con ellos, la libertad real». David, impactado por la capacidad y la rapidez con la que la tunecina construía metáforas, prefirió no arañar ninguna palabra al silencio.
Le acompañó al barco que la llevaría de regreso a su hotel de Panajachel. Al día siguiente tenía que madrugar para regresar a Antigua y asistir a sus clases de español. Por el camino vieron turistas norteamericanos fotografiando a mujeres indígenas como si fueran atracciones turísticas. Ante el asombro de Nabila, y para quitar algo de violencia a la situación, David extrajo de su memoria algunas frases del Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas: «La abuela Ixcamucané molía el maíz de cuatro colores: blanco, amarillo, negro y rojo. Éramos una sola raza. La cosmovisión maya habla de una misma esencia que nos conforma como seres humanos». Esa era su manera elegante de combatir la muralla que se interponía entre un flash movido por la falta de sensibilidad y respeto, y la persona fotografiada. ¿Quién parecía provenir de una sociedad que había que desarrollar? De repente se sintió dichosa y afortunada por ese encuentro y entendió las palabras de la dependienta del mercado de artesanos. También una frase que había leído en una versión moderna del calendario maya: «Cada acción tiene una razón. Lo que das hoy lo recibirás mañana. Siguiendo aquel torrente de ideas, recordó la anécdota que había acontecido en la catatumba del Convento de Santo Domingo, en Antigua, cuando confundida se detuvo a charlar con el esqueleto del que creyó el traductor del libro sagrado de los mayas al español. Durante un rato habló sola de lo interesante que debía haber sido dominar un idioma que abría las llaves para el aprendizaje de esa cultura originaria. «Después de aquel soliloquio que alargaba el eco de los muros fríos de esas paredes —le relató a David— me di cuenta de la confusión por un letrero con la supuesta identidad de quien había dado forma a esos huesos. Avergonzada, le pedí disculpas por mis divagaciones». El barco llegó justo en el momento que Nabila ponía punto final a ese relato. Intercambiaron teléfonos y direcciones, seguros de que muy pronto volverían a verse.
Lo primero que hizo Nabila al llegar a Antigua fue ir a la librería de la Plaza Central a comprar un ejemplar del Popol Vuh. Después se perdió en las callejuelas con el libro hirviéndole en los dedos hasta que se detuvo en un café pequeño que ofrecía colochos de guayaba. Subrayó las frases que aludían a la codicia, a la perversidad de la riqueza excesiva y su ostentación. Los mayas creían que el dinero no hacía mejor a las personas, por eso el lago de Atitlán no atendía las peticiones relacionadas con la riqueza material: sobre esas podría cargar toda la furia que depositaba en los volcanes que lo limitaban. Nabila sumó ese relato a otros conocidos del lugar donde era originaria. Cada vez estaba más segura de que lo que nos separaba a unos de las otros no era más que una construcción inventada por quienes trataban de saciar sus ansias de poder y riqueza. Así que había que extraer de nuevo, como las artesanas del algodón, los hilos del mundo en una única madeja y darnos cuenta de que el maíz se molía en el mismo cuenco. Nabila sintió que quería formar parte del torbellino que acercara a africanas con centroamericanas, a musulmanes con cristianos. Aquel encuentro mágico con David había unido a seres humanos procedentes de lugares dispares.
David le había confesado, y ese era el secreto que quería que ella desvelara al mundo, que una ciudad maya continuaba dormida bajo las aguas cada vez más contaminadas del Lago de Atitlán. Durante muchos años, el guatemalteco había tenido que luchar contra el inmovilismo institucional y la corrupción creyendo que eran los organismos de su propio país quienes tenían que salvaguardar ese patrimonio humano y cultural; pero no esperaría más. Nabila contaba con material suficiente para empezar a escribir, en cuanto llegara a casa, un artículo para IPS, la agencia internacional de noticias donde estaba segura de que lo publicarían y traducirían a varios idiomas. También dejaría un par de hojas para describir el sabor y el color de sus emociones y hacer partícipe al viento del milagro de vivir frente a todas esas grietas que se abrían en los terrenos más sólidos. Solo podría dejarse llevar, recorrer las cicatrices de una tierra para anotar las claves que el soplo del tiempo se llevaría, prendido en un corazón demasiado ansioso para dejar fermentar por mucho tiempo las experiencias.