Hace unos días fui a un entierro, un amigo perdió a su madre. La muerte de un ser querido es una experiencia disruptiva que nos obliga a redefinirnos, más aún, si con el difunto existía una relación de interdependencia emotiva, lo que en muchas situaciones es así. Una experiencia que he vivido personalmente. A veces, estamos tan cerca de otra persona que nos llena parte del día emocional y mentalmente. Cuando la persona en cuestión, ya no está, nos queda un vacío que muchos sienten como imposible de colmar y esto nos causa inquietud, que se suma a otras inquietudes. El apego a otras personas es inevitable, como también las rutinas y los planes futuros, donde contamos con la presencia de esa persona, que ya no está y que con su ausencia nos impone una readaptación. Por estos motivos, a menudo pienso en los entierros como el desprenderse de algo que es parte de nosotros mismos, sepultando junto al muerto algo nuestro, despidiéndonos y desprendiéndonos a la vez.
Esta separación, que llamamos duelo, pasa por un periodo de rupturas, donde nos sentimos más débiles. Algunos lloran, otros buscan la soledad y el silencio, otros tratan de saltar esta fase del proceso con costos que son difíciles de estimar y que se añaden a nuestra fragilidad. Personalmente, he escrito para superarme a mí mismo y mucho de lo que escribía representaba una conversación con la persona que ya no estaba para acostumbrarme, en la medida de lo posible, al hecho que ya no estaba, aceptando al mismo tiempo, que el espacio que habitaba estaba tan lleno de su presencia, que cada cosa era inexorablemente un recuerdo, que con el tiempo implicaba afecto, sonrisas y dolor. Posteriormente, descubrí que la falta de rutinas o contacto, se transformó lentamente en un ritual. Ir al cementerio, llevar una flor, cambiar el agua a las plantas y quedarme por unos minutos delante de su tumba pensando en todo lo que vivimos juntos y aceptando la ausencia y también el dolor.
He comprendido que desde que se fue, la muerte ha entrado en mi vida y no es que antes no estuviera ya presente, porque siempre lo estuvo. La muerte como posibilidad, como momento de reflexión, como parte de la vida. Sí, la muerte como un rito cotidiano, porque no la podemos negar y todo esto en contraste con nuestra manera de vivir, donde la muerte, a pesar de estar presente, no tiene espacio.
En el entierro, había dos niñas de 12 y 9 años preguntando por la razón de la muerte, viendo y sintiendo el dolor que causaba y aceptando, poco a poco, que este será nuestro final. Cuando era niño le tenía miedo, temía que las personas que amaba y de las cuales dependía no estuvieran más y me sentía vulnerable y solo, consciente de estar condenado a ser huérfano y sin poder oponerme, porque sabía que tarde o temprano iba a suceder. Pero entonces de la muerte no se hablaba, como tampoco se hace hoy y así dejamos a la casualidad y al destino una experiencia que nos marca para siempre y ante la cual no sabemos como actuar.
Los estoicos de la vieja Roma hablaban de la muerte como parte de la vida que no había que ignorar, pues al aceptarla, éramos más fuerte para vivir por nosotros mismos y también por los que ya no están, porque uno de los sentidos de la muerte es ese, empujarnos a la vida sin claudicar. Indudablemente es así, una muerte nos recuerda otras muertes y desde la primera vivimos muriendo poco a poco medio vivos y medio muertos en un cementerio, perfumado de flores que visitamos todos los domingos. Indudablemente es así: se muere viviendo y se vive muriendo sin fuga y sin consuelo.