—Buenos días mi blanquito, aquí te mando en audio la sorpresa que tenía guardada para ti, ese animalito que tu oyes es una puerca que estoy criando en casa. Mi mamá quiere que la venda para tener dinero, pero es mejor dejarla para fin de año para celebrar el año nuevo. Te mando mi voz en este mensaje de audio; se va a sentir mucho ruido de fondo porque tuve que vender mis audífonos para comprar harina porque aquí, en Cuba, escasea y está cara, pero así oyes mi voz que siempre es más cálido. Chao, besos de tu chocolate. Yanislady.
Nos habíamos conocido en una página de contactos y ese fue el último mensaje que recibí antes de iniciar mi viaje desde Barcelona hasta La Habana primero, luego con destino a Camagüey situada en el centro de la isla a 500 km de la capital y lejos de todo. Ese fue el último mensaje de voz que recibí, fue el último, pero no el único, antes me había enviado otros audios al estilo de éste:
—Hola, mi vainilla, espero que estés bien y deseo y le pido a Dios que todo nos salga bien en nuestro encuentro. Lo que más quiero en esta vida y en este momento es conocerte personalmente y que llegue pronto el viernes para estar a tu lado. Y recuerda traerme 2 pintalabios y tampones menstruales porque en Cuba no los hay. Que tengas feliz noche y que sueñes con tu chocolate. Besos. Te quiero. Tu chocolate, Yanis.
—Tienes 28 años, Yanis, y vives en Cuba. Yo soy español y casi te doblo la edad —le había dicho yo varias veces durante nuestras largas conversaciones por WhatsApp.
—La edad no importa mientras dos se aman, amoool —me respondía siempre con su dulce voz caribeña.
Todo cambió cuando aterricé en Cuba: un ciclón amenazaba con barrer la isla, todos los aeropuertos nacionales estaban cerrados. Yanislady me esperaba en Camagüey, a 500 km, me esperaba en su casa con la mesa puesta: arroz con carne me había prometido. Pero, sin aviones, tuve que pernoctar en el barrio viejo de La Habana. Conseguí alojamiento, cena y desayuno cerca del Malecón. Faltaba resolver mi transporte hacia el centro de la isla, con los aeropuertos cerrados solo quedaba ir por tierra.
Al despertar, los propietarios del rentroom1 me ofrecieron un taxi hasta la Terminal de autobuses. Ramiro me recogió en su turismo Geylis blanco bastante nuevo; él —bajito, tostado y gordete—, me sorprendió que viniera vestido con bata blanca de sanitario. Por el camino me contó que era jefe de mantenimiento en el Hospital Provincial, cobraba 18 dólares de salario mensual y que dejaba el hospital cuando lo avisaban para trasportar turistas: era un taxi pirata, me cobró 10 dólares por la carrera de 15 minutos hasta la Terminal. Me había arriesgado y compré un boleto para el autobús de las 15:15 h. Esperé 2 horas con el sol de mediodía en aquella sala tórrida, conseguí un bocadillo de jamón asado y 2 botellas de agua embotellada.
Tras 9 horas de trayecto por carreteras rotas llegué a Camagüey cerca de la medianoche. Un taxi arrastrado por caballos me llevó al alojamiento que ella había reservado frente a la Casa de la Tova.
—Lo malo son las escaleras, hay demasiadas escaleras hasta llegar a la casa de renta en la segunda planta, pero tiene un salón grande con dos balcones y es amplio y luminoso —me había anticipado Yanis y yo lo comprobé subiendo cargado con mis dos maletas llenas con 25 kg de regalos y 5kg en medicinas.
Un mensaje de ella me recibió:
—Es demasiado tarde para encontrarnos ahora, iré a verte mañana pronto, desayunaremos juntos —decía con voz seductora.
Me dormí enseguida. Sonó el timbre de la puerta muy temprano. Desde el dormitorio, me asomé al balcón que daba a la calle: era ella bajándose del taxi Chevrolet de 1954 pintado en color púrpura brillante. Ella, —morena chocolate, 1.70 de atura— vestida con pantalón muy corto amarillo chillón y una blusa blanca de tirantes, traía en la mano una gran bolsa de viaje blanca con dibujos negros. Vista desde el balcón, desde 7 metros más arriba, su andar sensual me puso la libido a mil.
Subió rápido las escaleras. Llegó con su larga cabellera negra hasta la cintura. Se acercó hacia mí contorneando sus caderas sobre los zapatos blancos de tacones altos. Yo la recibí dentro del dormitorio con los brazos abiertos; saboreé sus ojos achinados, sus labios carnosos y sonrisa seductora; nos abrazamos, nos besamos... mis hormonas se alteraron: ella tenía 28 años recién cumplidos, yo casi el doble. Nos miramos a los ojos, nuestras hormonas se desbocaron. Era muy pronto, el sol ya entraba por las ventanas abiertas y, después de desayunar frutas tropicales, salimos charlando a pasear por las calles del barrio antiguo en Camagüey; estuvimos paseando y conversando durante toda la mañana.
Comimos ensalada, malanga, camarones enchilados y cerveza fría en el mismo alojamiento. Nuestro primer encuentro amoroso fue después de comer, durante la siesta. Fue la primera vez que yo disfruté de un twerking en vivo: yo estaba sentado en el borde de la cama, ella bailando las nalgas en mi nariz, ambos muy cerca. De repente, se dio media vuelta hacia mi cara, me empujó con firmeza y quedé tendido boca arriba sobre las sábanas limpias; me quitó toda la ropa en un santiamén. Ella cabalgó sobre mí unos ratos despacio, otros frenética; mientras, yo me recreaba de todo el espectáculo visto desde abajo: sus convulsiones, sus hendiduras, sus volúmenes, sus caderas locas, su piel suave, sus jadeos...
—La edad no importa cuando dos se aman, ya te lo dije amool—me susurró, y me mordió el oído levemente.
Yo me asusté, grité. Desde abajo, contemplaba su cuerpo atlético —Yanis es campeona nacional y profesora de educación física en una escuela de primaria—, repasaba el paisaje desde la abertura de su pubis rizado y húmedo subiendo hacia más arriba, seguía el balanceo de sus opulentos senos bailones, y su sonrisa y sus grandes ojos gozando.
Al atardecer fuimos andando desde el Parque Agramonte hasta la estación de ferrocarril. Un tren parado esperaba para salir, los vagones parecían piezas sacadas de una película del far west. El guardabarreras sentado en una silla plegable dio la señal con fuertes pitidos, la maquinaria crujió y se puso en movimiento, anchas nubes de humo negro envolvieron las viviendas cercanas, todas pintadas en vivos colores y todas semiderruidas.
Volvimos hacia atrás por la avenida Avellaneda y, como ya era el cumpleaños de su madre —mi futura suegra—, allí le compramos una tostadora de pan y dos latas de refrescos gaseados para regalarle días después. Frente a la Iglesia de la Soledad, nos sentamos en un banco de piedra muy juntos, rozando nuestros muslos —ella se había puesto una minifalda blanca, yo mi pantalón corto negro. Hacía calor. Yanis me confesó sus sueños con los ojos muy abiertos, sus dedos temblaban mientras hablaba:
—Soñé que cruzaba el océano un día soleado volando alto como una paloma blanca; por el camino me encontré con mi primo Rafael, que murió en la guerra de Angola, y con mi padre, que ya está muy mayor; ambos me sonreían y me animaban. Volando sobre el mar llegaba hasta Europa y aterrizaba en una playa de Barcelona. ¡Barcelona es bonita!, vi muchos videos en Internet...
—Sí, Yanis, Barcelona tiene barrios bonitos y gusta a los turistas.
—Caminaba por una gran avenida con árboles a los lados, edificios altos y tiendas de lujo. Circulaban muchos coches nuevos y la gente caminaba deprisa. Siempre quise casarme con un hombre español, tener hijos, un coche, una casa. Y viajar, viajar a París, Roma, Londres. Ahora que tú estás aquí cerca me siento feliz, muy feliz; siento que mi sueño se hace realidad.
A la luz de unas velas, cenamos en la terraza de un paladar céntrico: ensalada de pepino y repollo, arroz con frijoles, fricasé de pollo, cerveza Bucanero bien fría al estilo cubano y helado de vainilla con chocolate. Andábamos agarrados de las manos por calles escasamente iluminadas, despacio; dos policías nos escrutaban de reojo. Empezó a llover fuerte, una tormenta tropical. Corrimos hasta el alojamiento.
Ya en el dormitorio tuvimos encuentros pasionales toda la noche, las luces tenues proyectaban sus movimientos sinuosos sobre las paredes blancas, sus ojos brillaban de placer, se mordía los labios para no gritar. Una orquesta cubana animaba la fiesta en el edificio de enfrente —la Casa de la Trova— apagando nuestros gemidos. En un respiro, la melodía entró por el balcón abierto:
Se vive solamente una vez
Hay que aprender a vivir y a querer
Hay que saber que la vida
Se aleja y nos deja llorando quimerasNo quiero arrepentirme después
De lo que pudo haber sido y no fue
Quiero gozar de la vida
Teniéndote cerca de mí hasta que mueraSe vive solamente una vez...2
Luego sonaron boleros hasta quedar agotados, dormidos, mientras el aparato de aire acondicionado zumbaba fuerte haciendo temblar las paredes. El teléfono móvil de Yanis sonó febril, ella respondió... y saltó llorando...
—Era mi hermano —dijo—. Mi madre está más pa llá que pa cá, se está muriendo. Tengo que irme.
La vi alejarse al amanecer con las caderas tristes. Habíamos acordado vernos más tarde. Me telefoneó de noche llorando: la madre había muerto, una infección respiratoria se la llevó, en el hospital no tenían antibióticos3 y la familia tampoco consiguió encontrarlos en el mercado clandestino.4 Harían el novenario,5 el desayuno con la mesa preparada para 9 comensales6 y otros actos rituales7 durante 9 días y 9 noches: no podríamos vernos hasta después de 9 noches.
El virus de la COVID-19 se extendía por la isla de Cuba, empezaron los confinamientos y el gobierno cubano decretó la salida de todos los extranjeros. Conseguí sitio en un camión para el transporte de personas hasta la Habana. Allí compré un billete de avión para Barcelona; la compañía aérea me cobró el triple del coste habitual, «por la situación de emergencia» dijeron.
La pandemia, el cierre de los aeropuertos y las restricciones de viaje nos alejaron. No volvimos a vernos. Ahora nos comunicamos por video o audio usando Messenger, esperando que todo pase para volver a encontrarnos.
Yanislady es la mulata más hermosa que he conocido.
Notas
1 Rentroom = Alojamiento turístico autorizado.
2 Se vive solamente una vez.
3 Faltan antibióticos.
4 Traficantes de medicamentos.
5 Novenario.
6 Desayuno.
7 Ituto.