En 1940 Czeslaw tenía 18 años. Campesino musculoso como ninguno, su fuerza era proverbial en toda la región de W. Las mujeres se lo disputaban —en secreto, claro— y los muchachos de su edad lo envidiaban.
Semianalfabeto, sin saber explicarlo en detalle, tenía claro que los judíos eran un gran problema. Eso lo pensaba confusamente desde hacía algún tiempo; la llegada de los nazis a Polonia lo había ayudado a decidirse por completo. Cuando el militar alemán lo llamó, junto a otros ocho jóvenes de la comarca, para pasar a ser colaboradores de las tropas nazis, Czeslaw sintió orgullo. De hecho, él fue nombrado encargado de todo el grupo.
Sus padres no estaban muy seguros de debían sentirse orgullosos. Secretamente, aunque no les caían muy bien los judíos —sin saber explicar por qué—, se daban cuenta de que con ese encono algo no funcionaba bien. ¿Por qué odiar tanto a una gente que no nos hizo nada en particular?
En 1981 Hermenegildo tenía 19 años. Campesino maya-quiché de las montañas de U., Guatemala, con su corta edad ya tenía fama de ser un buen comerciante, igual que su padre. O mejor incluso. Su progenitor trabajaba como «enganchador», es decir: contactaba a otros campesinos de la región para llevarlos cada año a los cortes de caña de azúcar en la Costa Sur del país. Antes, en camión; ahora, también en camión, pero con música de ranchera a todo volumen (¡eso es el progreso!). Hermenegildo seguía sus pasos. Joven como era, manejaba a los grupos de campesinos con una solvencia que llamaba la atención. El hecho de hablar muy bien el español, además de su lengua materna: el quiché, le facilitaba el acercamiento con la patronal. Algunos decían que parecía más patrón que los blanquitos de los ingenios azucareros para quien trabajaba.
Hermenegildo parecía no querer sentirse indígena. Su sueño, compartido desde largos años atrás con amigos y hermanos, era casarse con una muchacha no-indígena «para mejorar la raza». Sabía que eso era difícil, quizá imposible de lograr; pero así son los sueños: nos mantienen despiertos, nos hacen andar. Y Hermenegildo estaba siempre muy despierto, no desaprovechando ocasión para hacer algún negocio. Cuando desde el destacamento militar buscaron a su padre para que colaborara en la «lucha antisubversiva» que se estaba librando, fue él quien finalmente quedó ligado al ejército. Sentirse miembro de las fuerzas armadas que combatían contra «ese cáncer del comunismo internacional» lo hizo sentirse particularmente orgulloso.
Czeslaw hablaba algo de alemán; el oficial nazi que lo convocó chapuceaba algo de polaco; de ese modo la comunicación fue posible, no sin alguna dificultad. Lo que quedó claro es que el joven campesino pasaba a ser oficialmente un colaborador de las tropas alemanas en su búsqueda de judíos, y en su «debido tratamiento». Cuando su hermano Karol trató de abrirle un cuestionamiento sobre lo que estaba haciendo, Czeslaw lo desestimó. Más aún, eso provocó un fuerte enfrentamiento entre ambos jóvenes que terminó a los golpes. Solo la desesperada intervención de sus padres pudo detener la pelea, pero alguna gota de sangre marcó la escena, no obstante. Para su familia, Czeslaw estaba perdiendo los estribos. Era cierto que los judíos hacían fortuna y se ayudaban siempre entre sí como comunidad cerrada, impenetrable, pero eso no justificaba su aborrecimiento. Para Czeslaw, por el contrario, eso era motivo más que suficiente para un odio visceral. En vez de enloqueciendo, se sentía cada vez más lúcido.
Siendo un católico por tradición, sin mayor conocimiento teológico —iba a misa los domingos, y con eso le bastaba; nunca comulgaba— comenzó una feroz lucha contra todo lo que tuviese que ver con lo judío. En realidad, repetía mecánicamente lo que escuchaba de los alemanes con quien ahora se codeaba a diario. La causa última de todos los problemas del mundo, según su sesgado punto de vista, eran los judíos. Por tanto, estaba más que justificada su eliminación.
Paulatinamente se fue dando una transformación en Hermenegildo. Del muchacho bonachón que era, fue convirtiéndose en un ser duro, casi impenetrable, con gesto siempre adusto. El entrecejo ahora continuamente apretado fue uno de sus cambios más notorios. Pero más aún lo fue su actitud: la cercanía con los militares de la base lo fueron convirtiendo en un militar más. Aquello de «máquina de matar» con lo que se identificaban los kaibiles, el grupo élite del ejército, lo conmovió en sus raíces. Nunca lo había hecho antes, pero ahora —respondiendo a una sugerencia del teniente con el que había trabado mayor amistad— mató un animal: un conejo. Lo significativo fue que lo mató a dentelladas, y después lo comió crudo, tal como hacían los comandos kaibiles. Esa era, según le dijo el teniente G., una demostración de hombría, de valentía. Los tiempos que corrían, según fue asimilándolo cada vez más, necesitaban de «hombres valientes».
La guerra interna estaba en su apogeo. El «cáncer comunista», según explicaban los militares, iba irradiándose cada vez más, por eso era necesario poner un freno terminante. La presencia del ejército en esas montañas olvidadas eternamente por el gobierno era una forma de impedir el avance de esa «enfermedad». Para Hermenegildo saber que él podía contribuir a esa noble tarea para «salvar a la patria», era un motivo de orgullo. Lo patético es que ni siquiera sabía bien qué era eso de patria. No conocía la capital del país, mucho menos su Constitución ni su himno nacional, y su visión de las cosas era un punto de vista sesgado por posiciones más viscerales que por análisis objetivos, más influenciado por su relación con los ingenios azucareros que otra cosa (tomando, sin saberlo, la posición de los propietarios y no la de los trabajadores cañeros). Cuando su hermano mayor, Anselmo, trató de hacerle ver que él era un «indio más, como todo el pobrerío de sus vecinos», por siempre explotados, Hermenegildo reaccionó airado. Él era —y lo decía convencido— uno de los salvadores que impedirían la «dictadura atea y comunista de la guerrilla».
La colaboración que le pidieron a Czeslaw era sencilla en términos prácticos, pero sumamente comprometida en lo personal, en lo ético: tenía que asegurar que ningún judío escapara. La estrategia no era complicada: el ejército alemán, ya amplio dominador de la escena polaca, llevaba contingentes de judíos fuera de los poblados y, en fosas recién abiertas, procedía a ajusticiarlos. Eran los que no iban a los campos de concentración. Previamente, por supuesto, se los despojaba de todas sus pertenencias: dinero, joyas, ropa. Czeslaw debía asegurar, pistola en mano, que nadie escapara. La orden que recibió era custodiar, no matar. Solo en casos de absoluta necesidad, si alguien intentaba fugarse, estaba autorizado a abrir fuego.
Con el primero que quiso huir —un joven de su edad a quien él conocía, Moisés, hijo del dueño de la farmacia del pueblo de T.— le costó disparar. El segundo, unos días después, ya no le causó especial problema. Luego esperaba ansioso la próxima fuga para disparar. El oficial nazi estaba sorprendido de su puntería: en general un solo tiro en la nuca impedía el intento de evasión. Las felicitaciones y apretones de mano de los alemanes hicieron crecer más aún su orgullo. Ahora hablaba solo en lengua germánica, incluso a su familia.
Sin que nadie se lo exigiera explícitamente, Hermenegildo comenzó a delatar colaboradores de la guerrilla. Con su mala ortografía, en español, preparó listas que hizo llegar a la base militar. Quien entraba en esos listados era persona desaparecida o muerta. La primera vez que en forma pública tuvo que participar en una masacre —fue en la aldea de S.— le costó un poco. Pidió hacerlo con pasamontañas para ocultar su identidad, cosa que le concedieron. En las próximas masacres actuaba a cara descubierta. Los mismos oficiales del ejército estaban sorprendidos con su crueldad y su visceral anticomunismo: fue Hermenegildo quien instauró la costumbre de cortarle las orejas a algunos antes de la ejecución —en general varones— obligándoselas a comer. O, a veces, comiéndoselas él mismo. El sabor de la carne humana, comentó alguna vez, era incomparable.
Cuando los nazis fueron derrotados, muchos de sus colaboradores locales en los distintos territorios que tenían bajo su control terminaron condenados por las tropas aliadas, o por las poblaciones. En muchos casos, las víctimas hicieron justicia por su propia mano, colgando de árboles a los colaboradores proalemanes. Czeslaw decidió huir ante esa posibilidad. Pasando incontables penurias, como polizonte de un barco carguero de bandera italiana, luego de un peregrinaje de meses llegó a Sudamérica. Finalmente se instaló en Buenos Aires.
Lo peor de las operaciones contrainsurgentes en Guatemala terminó a mediados de los años 80, pero oficialmente la guerra terminó en 1996 con la pomposa firma de la paz. Durante varios años Hermenegildo se sintió hombre fuerte de su región. Enganchador de peones para las fincas azucareras y respaldado por el ejército, siempre con su pistola en la cintura, pasó a ser un temido personaje en la región de U. Embarazó a numerosas mujeres sin hacerse cargo luego de los hijos engendrados. Cuando llegó la paz o, mejor dicho, cuando se declaró el fin del conflicto armado, intuyó que su suerte podía cambiar. Las venganzas podrían llegar. Eso de andar comiendo las orejas de sus víctimas sabía que podía traerle consecuencias. Pero decidió hacer frente a la situación. Huir no lo veía «cosa de hombres».
Muchos años después del holocausto, el pueblo judío siguió haciendo justicia. La consigna era no dejar un solo colaborador de los nazis sin ser llevado a los tribunales. Con profusión de recursos, la búsqueda se expandió por todo el mundo, y numerosos jerarcas alemanes de la guerra, así como colaboradores varios fueron sentados en el banquillo de los acusados. Czeslaw cambió su identidad en Argentina, consiguiendo papeles falsos que lo hacían pasar por yugoeslavo. Pero ello no impidió que alguien diera con el verdadero polaco prófugo. Los servicios de inteligencia judíos —con ayuda de estadounidenses— mostraron ser muy eficientes.
Ya sentado ante un tribunal en Varsovia, las lágrimas y su histriónica declaración de arrepentimiento no impidieron la sentencia: fue condenado a 50 años de prisión como criminal de guerra. Nunca quedó claro cómo fue el forcejeo con el guardia que lo custodiaba; lo cierto es que en el combate se disparó la pistola y Czeslaw cayó mortalmente herido. Según dicen, de habérselo llevado de urgencia a algún centro médico, se podría haber salvado. Pero la ambulancia nunca llegó.
De acuerdo con lo que pudo establecerse fue M., un exguerrillero del Ejército Guatemalteco de los Pobres, quien preparó el plan de ajusticiamiento. Convertido en próspero comerciante de su aldea, Hermenegildo fue secuestrado algún día (fue un miércoles muy caluroso). Las ocho personas que lo esperaban en aquel paraje selvático llevaban pasamontañas. Su llanto y su aparatosa declaración de arrepentimiento no impidieron que se le obligara a comer su oreja izquierda antes de recibir los 18 machetazos con que terminó su vida.
Post scriptum
Todo lo anterior es lo que desearíamos que sucediera. La realidad, siempre obstinada, fue otra: Czeslaw vivió tranquilo por años en Argentina con su identidad yugoeslava falsa. Zlatan Lobrincevich —el nombre con que se le conoció siempre en el país sudamericano— llegó a amasar una pequeña fortuna con su negocio de golosinas. Su nieto, Ricardo, prefirió dejar la investigación cuando encontró evidencias comprometedoras de su abuelo estudiando el árbol genealógico familiar.
Hermenegildo, el hombre fuerte de su región, con ayuda de un partido de extrema derecha, años después de la firma de la paz llegó a ser alcalde de U. En el juicio que intentó abrírsele por colaborador del ejército y delitos de lesa humanidad, murieron en forma misteriosa tres testigos clave que, obviamente, no pudieron declarar. Ahora está nominado para ser diputado.