Hola, soy tu estómago. Sí, yo sé que siempre hago mucho ruido. Sí, sé que puedo ser muy molesto a veces, pero ahora te conviene. Escúchame bien. Ahí está el imbécil que te gusta. Ese que, cada que te ve, te dice que es músico y poeta. Siendo sinceros, jamás has leído nada suyo, y cada que está frente al piano le duelen las manos. Si lo miras bien, todas las vergüenzas que te he hecho pasar no han sido en vano: el pobre idiota no vale la pena si se escandaliza cuando te suenan las tripas. Por favor no me eches la culpa. Yo solo recibo órdenes, ambos sabemos que los verdaderos responsables están en el piso de arriba. Uno responde y ya está. ¿Qué nos queda? Si te soy honesto, aquí adentro nunca han existido las mariposas, o nunca las he visto: lo único que sé es que cuando te voltea a ver me cae un influjo innecesario de sustancias, y maldita sea la oxitocina. Lo peor es que sí le haces caso. Y me molesta, verdaderamente me molesta, porque claramente el tipo ni te voltea a ver. Date cuenta. Solo te saluda cuando no trae las copias para la clase, pero ahí estás para darle las tuyas con la sonrisa de retrasada. Mínimo cierra la boca cuando estén juntos, por Dios. Acaban las clases y ni siquiera te tomas la molestia de ir al baño. ¿Nadie nunca te dijo que aguantarse es malo? Tengo menos espacio para estirarme, y mira nomás, ya te subiste al coche otra vez. Al tráfico. Perfecto. Otra hora y media de estar apretado, y encima con el cinturón que no te sabes acomodar bien. Y todo el camino vas pensando en este pendejo. Que si te pidió la pluma, que si no se despidió al terminar la hora, que si ya no te dijo que fueran a tomar un café, que si no sé qué tanta tontería. Lo mejor es que llegas a tu casa y me maldices a mí por toda la confusión que te genera el hipotálamo, y es triste. Tristísimo, porque qué culpa tengo yo.
A ver, concéntrate. Por favor no vayas a volver a darle otro golpe al carro. Ya van dos, y nomás falta que don Angustias se dé cuenta para que te haga pagar la pintura de nuevo. Con toda honestidad, tendría razón en hacerlo: al final, el carro no es tuyo. Te lo presta para que él no tenga que llevarte hasta la universidad a horas indecentes de la madrugada. Ya en serio: ¿a quién le gusta pararse a las cinco de la mañana para aventarse media hora de trayecto hasta allá? A él ciertamente no. Por cierto, ya va siendo hora de cenar, y sí, voy a hacer más ruido todavía. Hasta que te pares en la cocina. Es tarde y hace hambre. A ver a qué hora dejas de ver su perfil de Facebook y te pones a trabajar en las cosas que realmente importan, como el pan de plátano que dejó la señora en el microondas. No importa que le guste más a tu hermano. Me lo merezco más yo. Ya son muchas las tardes de gastritis por Economía, y total, sabemos que puedes dar la materia por perdida. Seamos realistas. ¿Y ahora por qué te echas en el sillón de la sala? Sabes que a la señora no le gusta que subas las patotas a la mesa… ¿Qué? ¿Qué haces? No te duermas. No apagues la luz. Las dietas no funcionan así. ¡Te estoy hablando, mujer! ¡Ni siquiera es tan tarde! ¡Despierta, idiota! ¡Despierta! ¡Despierta…!