Un 14 de mayo de 1929, es decir, exactamente 93 años atrás, exhalaba su último respiro Rebeca Matte Bello, una mujer que hoy no nos llamaría la atención por su vida fuera de los márgenes tradicionales, si no solo por su sensibilidad artística y talento.
Hija única nacida en una familia aristocrática, cuyo padre, diplomático, se convierte en su protector y mecenas. Nace el 29 de octubre de 1875 en Santiago de Chile. Su madre desarrolla una enfermedad mental que la lleva a refugiarse en los brazos de su abuela materna, quien la hace partícipe de tertulias que reúnen al cenáculo intelectual del gran Santiago. Esos primeros años de encuentros y nuevos conocimientos forjan su futura personalidad.
Su padre, diplomático, le permite acceder a lugares y ambientes a los cuales difícilmente habría sido convocada en su calidad de mujer.
Se establece en París, viaja a Roma, Berlín, a donde el trabajo de su padre lo requiera, hasta radicarse definitivamente en un pequeño pueblo de Toscana llamado Fiesole. Allí vive años intensos, de emocionantes reconocimientos y grandes pérdidas. En Villa La Torrossa, pasará sus últimos días.
Cuánto más llevadera sería su vida hoy, con todos los logros que el mundo femenino ha alcanzado en casi un siglo desde su partida. Tal vez no le faltaría tanto el aire, ese aire que siempre le fue tan escaso y que buscó incansablemente en las alturas de las montañas europeas, lejos de su, a veces, oprimente tierra natal.
Hace algunos años atrás, su nombre vino nuevamente a la palestra artística, al ser destruida, durante la Fórmula E en Santiago de Chile, su obra, Unidos en la gloria y en la muerte, réplica póstuma pedida por su marido a Italia, que luego de ser restaurada, nuevamente sufrió el vandalismo infundado de quien daña lo que no conoce, lo que no siente parte de su patrimonio cultural.
Pero ella quiso también revivir positivamente, desde el anonimato que la caracterizó siempre, volviendo a nuestros oídos con algo nuevo, con una obra olvidada en el parque del Museo Stibbert en Florencia, relegada en un rincón de una terraza, como la niñita sobreprotegida a la que le es permitido solo observar este parque desde lejos, sin poder sumergirse en él, pudiendo solo escuchar, como muchas veces en su vida, las voces de otros sin poder decir abiertamente lo que sentía.
En 2018, a 90 años de su muerte, nos regaló esta significativa obra, Una Vida (Une Vie) escultura que estuvo en silencio y que saca la voz como tantas mujeres lo hacen hoy.
Rebeca encuentra finalmente la forma de mostrar sin pudor lo que lleva dentro, lo que no puede gritar, lo que la asfixia; lo plasma en el mármol, con ese miedo eterno a morir sin haber podido siquiera vivir.
En esta obra transmite la voz de una mujer adulta que consciente de quién es, no tiene reparos en mostrarse en completa naturalidad, desnuda, como la vida la moldeó, ya sin miedo puede mostrar su verdad. Como lo escribe Guy De Maupassant en su libro, Una vida y que le sirviera de fuente de inspiración, la protagonista sofocada por la castrante tradición familiar y social, se despoja de todo, incluso de su dignidad para retener infructuosamente, los amores que colman la existencia misma. Primero el amor egoísta de su esposo y luego el interesado amor de su hijo. Las dos obras cargadas de fuertes emociones, de pérdidas y desapegos. La artista, primera mujer no europea, que recibiera el título de Docente Ad Honorem en la Academia de las Artes del Diseño de Florencia, nos regala esta única obra firmada con fecha de ejecución, 1913 (hasta el momento la única en mármol con esta característica).
La recordamos hoy más que nunca, pues valorizando su obra y reivindicando su figura femenina en un oficio tan mezquino para «el sexo débil» como lo es la escultura, ella, moldeó el mármol, como la vida lo hizo con su corazón.
Sus palabras hacia nosotros, que recibimos su legado, serían las que expresara en una carta a su amigo Carlos Silva Vildósola en 1923:
Mi buen amigo, vengo a expresarle la profunda emoción que me ha causado la manifestación de simpatía de que han sido objeto esos hijos míos de bronce que mandé a mi tierra… he llorado leyendo tanta palabra de bondad, tanta manifestación de fe… tales lágrimas son elixir de vida y si algún día vuelvo al trabajo y a la acción, ellas habrán sido las operadoras del milagro…
Una mujer que buscó la calma y el silencio en las colinas de la Toscana y que desde allí nos hace llegar nuevamente su voz.