To be or not to be... El comienzo del célebre monólogo suele traducirse al español como Ser o no ser..., pero en inglés, el verbo to be tiene una significación más sustancial: más que solo «no ser», not to be se orienta a definir al ser unos centímetros antes de atravesar el portal hacia la existencia. Así, la pregunta de Hamlet distingue su derecho a la existencia antes que, a la mera posibilidad de estar allí viviendo, cuando lo que quería -en el marco del drama- era alguna forma de autodestrucción, entre la venganza y el suicidio. Como sea, queda claro que el existir -el to be- era el principio de su tormento moral y su única chance de libertad residía en el no existir. La existencia era algo que le fue impuesto. Tras la existencia, en el marco de la consciencia humana, comenzaba el imperio del libre albedrío: libre arbitrio... ¿podía ser libre lo arbitrario? La alternativa del To be or not to be ya no le incumbía y no había en ella lugar para la libertad sino solo para un eventual y verdadero libre albedrío: la libertad en el no existir previo al nacer o lo que especulaba Hamlet, le ocurriría tras su muerte.
Cuando en nuestro anterior trabajo La libertad analizamos la naturaleza del símbolo del triángulo con un vértice hacia arriba, dispusimos en su base nuestras exigencias materiales e inerciales; nuestras gravedades espirituales, intelectuales y morales. Y hablamos de la conformación del símbolo de la cruz a partir de la expansión vertical del punto, ahora como triángulo ascendente y la horizontal como triángulo descendente. Y vimos que en el cruce de la cruz reaparece el punto. Pero lo interesante es que en él se representan los vértices de nuestros triángulos, ascendente y descendente. El entrelazado de ambos triángulos (la Estrella de David) constituye la cruz con sus elementos erectos -masculinos- y yacientes -femeninos-. Pero mientras la cruz construye un solo punto, en los triángulos entrelazados, el punto crucial queda disociado en dos: su secrecía se abre en dos.
Si atendemos el triángulo ascendente, tendremos una representación del proceso de eliminación de lo gravitacional, de lo material y de todo aquello que nos impide ascender hacia la unidad, hacia la armonía absoluta del punto final donde hablamos la soledad perfecta. En tanto que seres sociales, tal soledad será imposible: sería una búsqueda perpetua que acabará en la muerte, donde sí, por fin, la soledad se hará presente con toda su fuerza como al nacer, dejándonos nuevamente fuera de la existencia como antes de formarnos en un útero o después de morir. Por otra parte, el triángulo con el vértice hacia abajo -que funciona en consuno con el anterior- expresa la degradación desde lo puramente espiritual a lo material: es allí donde se da nuestra aparición material, irradiando dualidad por la vía ascendente, desde el punto ínfero hacia la base, desde lo espiritual a lo material.
Podemos juntarlos en un rombo, uniendo sus bases. Si los triángulos son casi equiláteros, el rombo o losange (el diamante de la baraja) que queda, representa, simbólicamente, los genitales femeninos y el principio creador coligado. Pero si los triángulos son marcadamente isósceles, expresarán la unidad de lo celestial con lo terrestre. Este encuentro será base común de ambos triángulos, y sintetizará el principio de degradación divinal del dios abandonando su condición espiritual perfecta, para rebajarse a lo inacabado, a lo contingente, a lo puramente material y mortal... Y tras este acto de entrega amorosa, como el de una madre dejándose comer por su hijo, sobreviene el proceso de despojamiento progresivo de lo material hasta alcanzar la condición divinal en el vértice superior: el punto, la perfección, el aislamiento, la no existencia. Se inicia divinal -anterior al to be- y termina divinal -posterior al to be-. Pasa análogamente entre las soledades perfectas del nacimiento y la muerte o entre la condición de padre que engendra hijos que serán a su vez padres: ciclos con un progreso neto. Desde una perspectiva, es un padre que engendra padres, pero lateralmente el padre se perfecciona en el hijo que se hace padre... por eso el dios judeocristiano reclama para sí toda la gloria de su hijo convertido en dios: que el hijo sea padre es gloria del padre (Juan 7:18)... Y puede no solo ser perfecto como un dios sino también progresar al mismo tiempo y la gloria brilla en los vértices: va de un vértice a otro.
En el símbolo de la cruz -más primitivo-, las líneas vertical y horizontal deben ser definidas y lo hacen por medio del círculo. El círculo -según vimos en Simbolismo y metafisica del circulo- es indicador de cierre, acabamiento por perfección: es equivalente al punto, pero expandido. Su resultado es lo que se conoce genéricamente como mandala. El mandala relata de otra forma el proceso de ir de un padre -el punto en el centro de la cruz- al hijo -el círculo-, tal como se viaja desde un vértice que se abandona hacia la materialidad y desde ella despojarse de materialidad para ser otra clase de unidad. Todo lo que transcurre entre el punto central y el círculo es una suerte de lucha entre las potencias contradictorias de las líneas vertical y horizontal: nadie buscaría la luz sin conocer la tiniebla. En la cruz se debaten los opuestos de los que hablaron Heráclito y Lao Tsé. La cruz es la tortura del redentor cristiano: el reconciliador entre la carne y lo divinal del espíritu. La cruz está en la línea que se comparte entre los triángulos del losange, yendo del espíritu a la carne y de la carne al espíritu... ¿qué hay a lo largo de ese viaje? Pues la lucha de los opuestos contradictorios y complementarios.
Cuando el dios creador desciende al barro para sacar de él un ser humano, abre la posibilidad al barro de hacerse carne y desarrollarse hasta hacerse un dios. Y como si de un proceso físico se tratara, esta conversión de tierra a Hombre y de Hombre a dios genera un valor amoroso que se retribuye en dirección opuesta a la degradación del dios y es lo que hemos llamado «gloria»: el alimento del padre es la gloria amorosa que irradia el hijo al haber acabado con sus limitaciones y haberse convertido, por mérito propio en una divinidad capaz de repetir la gloria de su padre... o padres y madres, si hemos de atender a la pintura de Miguel Ángel (V. La libertad) y otras referencias bíblicas.
El ser como verbo
Hasta aquí el análisis -necesariamente limitado- del proceso por el que llegamos a la libertad absoluta que yace en los vértices superior e inferior de los triángulos... pero ¿mientras tanto? ¿Mientras nos debatimos entre la luz y las tinieblas, el Bien y el Mal? ¿Cómo se ve la libertad mientras vivimos entre las dos fechas singulares de nuestra existencia, nacimiento y muerte? El to be shakespereano centra el quid de la cuestión. Existiendo, estamos bajo condicionamientos de todo tipo, y la libertad entre un vértice y otro, sin condicionamientos, se vuelve un problema: ¿es posible la libertad en la relatividad perpetua que media entre el nacimiento de la consciencia y la muerte? Podemos entenderla como un «liberarnos de...», cual animales enjaulados o podemos entenderla como «un liberarnos para...». Un «liberarnos de» no nos dejará crecer: cualquier animal es al mismo tiempo absolutamente libre y absolutamente condicionado por el ambiente, mientras que el Hombre debe elegir entre alternativas que orientan y condicionan su conducta. Así, el Hombre aparece no solo como un ser vivo favorecido por la evolución, sino como algo radicalmente diferente, con algo que sabe a una libertad incondicionada que viene con su ser, que es suyo como suyos son sus actos. Pero no obstante, la determinación insiste: hay un ser que quiere y está constreñido entre el hacer y el no hacer.
En este sentido, San Agustín veía en el ser un verbo: «El ser como acto incluye la acción como su efloración definitiva, perfectiva y terminal...» (Metafísica del Bien y del Mal). Actuar desde el ser es ser el ser mismo actuando, de modo que el ser actuando (fuera de su nido: en las puntas de los triángulos) sería independiente de todo condicionamiento ligado a la existencia y mantendría su libertad esencial a pesar de las alternativas condicionantes de la existencia: el not to be, el que es, el que no existe, puede abandonar su guarida en los vértices y acompañar al to be, al que existe, aun con las constricciones del albedrío... y por eso decimos que el albedrío llega a ser libre.
Libertad, independencia y creación
Es tendencia en muchas disciplinas científicas y filosóficas modernas, eliminar del todo la libertad entre la base y el ápice del triángulo: todo tiene una causalidad definida. Hasta en la propuesta de la Física Cuántica que invocaba a la indeterminación a escala subatómica -la que nos daría un principio, aunque minúsculo, de libertad en la existencia- puede apelar a la hipótesis de universos múltiples que se van generando a cada resolución probabilística entre el «gato que está vivo a la vez que muerto»: to be and not to be, generándose un universo donde el gato de Schrödinger vive y otro donde el mismo gato muere, con lo cual la determinación causal se restablece para cada universo.
No tenemos salida a la determinación. Pero si introducimos la diferencia entre libertad e independencia, podemos decir que si bien no somos independientes mientras existimos -que dependemos de nuestras condicionantes- seguimos manteniendo la libertad que justifica al albedrío. El Universo en el que nos movemos es absolutamente amoral: es perfecto y por lo mismo carece de una escala axiológica que le dé alguna clase de valor a nada de lo que le suceda, le estalla una estrella y en nada es mejor o peor por ello, y entendemos que, en esa indiferencia, su libertad es absoluta, pero sin valor... el valor de la acción humana, en cambio, nacerá recién cuando la materia del universo se vuelva autoconsciente. Porque el Universo en el que nos sustentamos es amoral, es que nuestra materialidad es libre. Nuestra realidad en la cruz del mandala sobre el Gólgota, en cambio, tiene significación porque no es libre: porque vivimos entre alternativas condicionantes es que nuestra realidad tiene un marco axiológico: valemos, y porque valemos, la libertad nos incumbe. Nos incumbe porque la extrañamos: por la existencia (el to be) no somos independientes y en el esfuerzo axiológico (en tratar de elegir la fuerza de lo moralmente correcto) está la esperanza de recuperar esa libertad absoluta que sí nos hace independientes: por siempre previos (como nuestros padres dioses) y eternamente posteriores (como sus hijos dioses). Ser dioses para crear. Ser libre es ser creador. Los dioses crean porque son libres y la libertad es la creación. Si la verdad nos hace libres, la libertad nos hará creadores, que es lo que le da valor a la libertad y sacraliza a la verdad y le da sentido al progreso de la cadena de los padres e hijos.
Nostalgia: ir desde el to be encadenante al not to be liberador, y reencontrarnos en el vértice superior del triángulo con aquella libertad absoluta, solo desde la cual podremos ser independientes de nuevo, como lo éramos antes de comenzar nuestra mortal lucha existencial. Reencontrarnos con nuestra libertad esencial pero ya bajo el imperio moral del que carece el universo libre que deja atrás, pero que al recrear nuevos Hombres introducirá en sus existencias las tribulaciones de las alternativas: queremos que nuestros hijos aprendan el valor de ser libres aún sin independencia, pero con fe en la libertad.
Nos hizo un Universo libre, y nos hizo valiosos porque no nos dio independencia. El Universo en su glacial inercia tuvo fe en nosotros, que es, de últimas, tener fe en sí mismo porque de él estamos hechos: a su imagen y semejanza. En nosotros está trascender la razón instrumental que se centra en el poder espurio para dominar al otro, y coronarnos con una razón sensitiva, abierta y activa en el sentido más amplio: la razón libre y creadora. La razón amante: ¿el violento Big Bang? La creación es la violencia del dios: lúcida y perfecta. Se abre paso sin medida ni control, libre e independiente. Es la violencia con la que adviene el orgasmo para crear un hijo. Es la violencia del arte: la pincelada, la nota o la palabra que redescubren intempestivamente el origen poético de lo que nos rodea y deja en nuestras manos la posibilidad de exaltar al Hombre como camino ético de unificación que lo lleve, por la vida, a su sí mismo.
Con todo lo que el vivir tiene de inevitable sufrimiento y muerte podemos ser héroes en nosotros mismos, llevando la bandera de la libertad a lo más profundo de nuestras cimas, como una negra cruz que se abisma en lo más alto de la luminosa cumbre.