Era un mes de abril cuando llegué a La Habana por primera vez, empujado por un sueño y por una ilusión, por el mito y la Revolución: eran las 6 de la tarde y hacia calor, mucho calor en primavera. Pasaron los meses, pasaron los años y camino, de nuevo, por el Parque Central: es final de noviembre y hace calor, mucho calor.
Estoy frente al lujoso Hotel Inglaterra. La orquesta de siempre que toca las canciones de siempre está hoy callada: el luto oficial obliga a mantener duelo por la muerte de Fidel. Unos turistas se hacen fotos, otros toman café en las mesas de mármol viejo y algunos charlan con lindas meretrices cubanas. Sigo adelante y me siento en la Dulcería Francesa, a la sombra; consulto mi correo en Internet, saboreo un helado con dulce de leche y dejo pasar las horas observando a las gentes que van y vienen y las que se entretienen. En la vivienda que hay encima de la dulcería venden agua: los taxistas se acercan, desde un balcón les tiran la bolsa de tela atada a una cuerda, ellos recogen la botella con agua fresca que viene dentro y devuelven la bolsa con algunas monedas. Tres muchachitas venden sus carnes a 40 dólares más la cama, tres italianos barrigudos les sonríen.
—Tiene que ser en la casa azul de la esquina —dicen las chicas, señalando justo enfrente hacia el portal azul donde están sus chulos apostados vigilando el mercadeo.
—Ten cuidado con las mujeres cubanas —me aconseja el camarero, un bolo1 jabao—, las mujeres cubanas son muy pegajosas.
Pago mi helado y le doy propina. Cierro mi conexión a Internet y camino hacia el paseo. En la esquina con Neptuno, mientras espero para cruzar la calle, tres pedaleros de bicitaxi me gritan: «Taxi, taxi»; diez cubanos hacen botella2 y cien almendrones3 pasan sin parar tirando abundante humo negro.
Era un abril cuando llegué a La Habana por primera vez, empujado por un sueño y por una ilusión, por el mito y la Revolución. Pasaron los años y camino ahora por el Paseo del Prado, otra vez, desde el Hotel Sevilla hacia el Malecón; es diciembre, hace calor, mucho calor.
Anochece enterrando a Fidel. Luces y sombras cubren el mal iluminado boulevard. Hay silencio absoluto: prohibieron vender alcohol y cantar. Paseo por Prado abajo rumbo hacia el mar entre estatuas con leones de bronce y farolas averiadas: muchachitas de falda corta descansan sobre el regazo de sus novios, dos parejas se miman en un banco de piedra vieja, seis policías patrulleros (tres hombres y tres mujeres) conversan en una esquina. Poco más allá, otras dos farolas dejaron de alumbrar desde hace tiempo y ahora dan cobijo a voces femeninas: «¡Amigo, amiiigo!» se anuncian en la oscuridad.
—Es a ti —insinúo con sorna a un jubilado cubano que camina a mi lado.
—No, es pa'ti que eres blanquito —me responde.
—Tú también eres blanquito —replico.
—No, tampoco le gustan los blancos cubanos, solo buscan extranjeros —me confiesa.
Las jineteras4
El cubano se aleja y yo tomo asiento enfrente de las muchachas, en lo más oscuro, sobre un frío banco de piedra vieja. Muy pronto, una jovencita de buen aspecto con bolso chillón y pantalón apretado viene desde el otro lado del paseo y me lanza con cariño:
—Te haré cosas bonitas, ¿vienes a mi casa?
Es blanquita y rubia teñida. Dice tener 23 años, que dejó su profesión de maestra para «ganar dinero y comprar equipos5»; ya tiene un equipo reproductor de música, una plancha, un TV y ahora quiere comprar una nevera. Vive en Arroyo Naranjos, lejos, un municipio cerca del aeropuerto, y llegó hasta la capital en guagua6. Ofrece sus servicios por 50 dólares:
—10 para la casa y la cama, 40 para mí; adentro con condón, por la boca al natural. Trabajando de maestra cobraba 12 dólares al mes.
—¿Cómo te tratan los extranjeros?
—Me tratan bien, si son muy guarros me pongo un condón en la boca.
—¿Cuántos haces cada día?
—Uno o a veces dos.
—¿Qué dice tu novio?
—No tengo novio, busco uno blanquito como tú.
—Yo te doblo la edad...
—No importa, la edad no importa si los dos se aman. ¿Me invitas a un café?, allí arriba —señalando con el dedo hacia lo alto de un edificio alto—. Aquí no podemos conversar, hay policías y DTI7, si me ven contigo me llevan pa'lante.
—¿Te llevaron alguna vez?
—Sí, conversando con un italiano. Me llevaron pa'lante, él vino detrás y dijo que hacía 6 meses que nos conocíamos: me soltaron... —mientras ojea el horizonte por instinto de supervivencia.
—Por allí viene un caballito (policía motorizada). Esto no me cuadra, ya me voy —cruza la calle y desaparece entre las aceras rotas de calles sin luz.
Se me presenta una niñita de piel trigueña, cabello oscuro, delgada y pequeña, de cuerpo infantil: tiene 16 años escasos y muchas travesuras acumuladas en las arrugas de la cara. Me acaricia el brazo y me susurra sensual.
—Soy Eva, ¿dejarás perder esta belleza cubana?
—Eres muy bella, Eva, pero te dejaré perder. ¡Que tengas suerte! —añado.
Me abordaron esas 2 muchachitas en pocos minutos. Muy pronto me abordaron cinco más, una tras otra por religioso turno, ofreciéndome servicios y alegrías mientras sus 7 chulos montan guardia desde la otra acera en un portal oscuro. Ahora, se acerca una mulata con camisa blanca escotada y minifalda roja; sus labios carnosos y pintados en rojo fuego moldean las palabras:
—Soy Tania —se presenta—, no nos dejan hablar con extranjeros. Vine de la Provincia Oriental, estudié y soy profesora de Música.
—¿Trabajas de profesora? —pregunto con cara de ingenuo.
—Mira blanquito, Cuba es el único país del mundo donde se puede vivir sin trabajar.
—¿De qué vives tú? —insisto.
Mientras lo piensa, rastrea alrededor y resuelve:
—Me voy que viene un policía, pero tú no te vayas, espérame aquí que ahorita vuelvo.
En la esquina de Prado con Refugio un hombre vende pan suave, otro galletas de mantequilla; uno trajina una ristra de ajos, otro un pollo vivo con la cabeza colgando; otro ofrece por 10 pesos cubanos los zapatos viejos que un turista abandonó.
Una mujer blanca, ancha de nalgas y pantalón rosa estrecho se acerca bailando las caderas; es rubia teñida. La miro a los ojos, luego más abajo, hacia el escote abierto que muestra gran envergadura.
—Soy Sabina, ¿de dónde tú eres?
—Adivínalo —respondo.
—Tú eres italiano... o español. Me gusta conversar, conocer otras culturas, otras costumbres. Tuve un novio italiano, era médico y me enviaba regalos; después dejó de telefonearme y de enviarme dinero. Era de Nápoles, está lejos ¿es bonito Nápoles?
—Sí, es bonito. Junto al puerto está el barrio viejo, que llaman Barrio Español, hay cuatro líneas de tren funicular para subir a la zona alta y volcanes cerca. Pompeya, la antigua ciudad romana sepultada por las cenizas del volcán hace 2,000 años, está allí.
—En Nápoles desarrollan muchas películas de la Mafia.
—Sí, allí y en el barrio viejo reviven muchas escenas de la Camorra napolitana.
—Chicas... ¿quieres una chica como yo?
—No gracias, solo quiero tomar el aire fresco que viene del mar.
Se levanta acelerada y se pierde entre las sombras del otro lado donde el grupo de chulos la interroga.
Tania, la mulata de cabello escarola, vuelve hacia mí con paso firme, decidida. Es alta y esbelta, es una linda mulata: cuerpo de atleta, grandes ojos abiertos y copiosa cabellera larga bien cuidada. Se acomoda en el banco sentada junto a mí, codo con codo; siento su aroma a chocolate y vainilla, me penetra. Me roza muslo con muslo gracias a su falda escasa y a mi pantalón corto; siento su piel cálida y cremosa, ¡es una ventaja de usar pantalones cortos durante el invierno caribeño!
—¿Cuántos años tienes? —le pregunto.
—Soy mayor de edad, ¡te enseño mi documento si quieres! —dice airada.
Abre su bolso veloz, sin esperar, y muestra su documento: tiene 18 años recién cumplidos y mucha picardía en los ojos.
—Son 50 dólares por servicio: 10 para la casa y la cama, 40 para mí.
—¿Qué sabes hacer?
—Adentro con condón, por la boca al natural.
—¿Dónde?
—Vamos para la Casa Azul, tiene que ser allí, en la Casa Azul —insiste.
Labios pintados en rojo fuego, falda roja fuego, zapatos rojos fuego: toda ella despide fuego. Voy tras ella. Cruzamos hasta el otro lado del paseo Prado y caminamos juntos hacia la Casa Azul. Una vieja hace guardia en el estrecho portal. Entramos en la cuartería8. Atravesamos un largo pasillo abierto al cielo, una pared está llena de contadores eléctricos con los cables pelados colgando, la otra es una larga fila con puertas cada 3 metros y escasos ventanucos; de las cocinas salen olores de aceites refritos, por las paredes retumban ruidos a volumen sobrehumano: salsa, reggaetón, radionovelas... Al fondo están las escaleras, oscuras, tenebrosas. Ella sube delante con su falda encogida marcando el ritmo con los tacones rotos sobre los peldaños roídos de madera vieja. Yo la sigo.
El tullido
—¡No subas, no subas! —anuncia la voz de un hombre invisible.
Ella avanza segura, con la falda ajustada y tambaleando sus tobillos entre las tablas rotas.
—¡No subas, no subas! —advierte la voz más cerca.
Ella avanza impasible, rumbeando las caderas y esquivando las grietas como si hubiera subido por ahí mil veces esa misma noche. Yo subo tras ella esquivando los rotos y las tablas desvencijadas. Llegué al tercer descansillo por la mísera escalera y allí encontré al tullido que me alertaba.
—¡No subas, no subas! —grita la voz.
La luz tenue que sale por el ventanuco de una cocina ilumina el rostro del tullido. Me acerco, está amputado de las dos piernas y posado sobre una silla vieja.
—Ojo con esas mujeres —me confiesa—. Detrás de ellas siempre hay un chulo, ella te lleva a una casa, te hace caricias, te da de beber, te echa algo en el vaso... ¡y te vacía los bolsillos! Luego te meten dormido en un taxi que también es de ellos y apareces en otro lugar. Soy Damián, mutilado de las Fuerzas Armadas, tuve un incidente en la Guerra de Angola y sigo así. ¡No subas, no subas, hermano!
Miro hacia arriba, la escalera se pierde oscura, negra como boca de lobo: nada se ve, nada se oye, solo tacones lejanos. Confuso, me paro y dudo...
—¡No subas! ¡Sigue tu camino, hermano!, ¡sigue!
—Gracias —le agradezco y pongo entre sus manos un billete de 10 dólares que acepta sonriendo con la boca abierta y los dientes carcomidos.
—Sigue tu camino hermano, que tengas suerte en la vida.
Retrocedo, bajo acelerado por las escaleras que chirrían a cada paso. Salgo a la calle, inspiro hondo. Un grupo de muchachos practica skate en el boulevard, otros intentan pillar la conexión wi-fi de unas oficinas. Al final del paseo, dos grúas trabajan levantando inmensos hoteles de lujo con piscina panorámica en la azotea.
Ando despacio hacia el Malecón. La gran autovía con 6 carriles llenos corta el paso a los peatones, el faro del puerto alumbra la noche en el Castillo del Morro. Me arriesgo y cruzo. Llega viento fresco y salado, es aroma de mar en el Malecón habanero.
Esta es una historia de sábado —de Neptuno a Malecón por Paseo del Prado— con final feliz.
Notas
1 Mestizo cubano-ruso.
2 Intentan parar un taxi compartido.
3 Almendrón = cáscara de almendra. Llaman almendrón a los coches antiguos porque solo su cáscara es original.
4 Jinetero/jinetera: En Cuba llaman jinetero/a todo aquél que vive del turista.
5 Equipos: se refiere electrodomésticos: nevera, equipo de música, TV, lavadora...
6 Autobús de transporte público.
7 DTI: Departamento Técnico de Investigación del Ministerio del Interior.
8 Cuartería.