Montevideo, 2014.
Ánimo compañero que la vida puede más.
(Escrito en las paredes de una casa de Bulevar España)
Era denso, casi no parecía que la quilla rompiera su cuerpo. Helena tuvo la sensación de que el barco iba cruzando sobre ruedas, sobre una ilusión marrón de superficie sólida. El estuario del río de la Plata guardaba en su lecho cientos de pecios centenarios, olvidados por unos y saqueados por otros. Algunos les echaron la culpa a las olas, al callejón sin salida, a las malas indicaciones cartográficas. Hasta hacía muy poco el gobierno autorizaba a los cazatesoros a extraer los barcos derrelictos siempre que repartieran la mitad de las ganancias con el Estado, por eso no había firmado la Convención de la UNESCO para la Protección del Patrimonio subacuático. Se imaginó a sí misma buceando dentro de esa agua, escarbando entre los restos de esas creaciones humanas que le relataban historias que ya no estaban, pero que de alguna manera el río había puesto a salvo de la disolución.
Extraña la permanencia entre tanta humedad.
Helena regresaba de Buenos Aires después de encontrarse con organizaciones ecologistas que preparaban posiciones de cara a la aprobación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. La reunión le había parecido poco satisfactoria, tanto como ir a bordo de un barco con nombre de sumo pontífice que albergaba el mayor supermercado de lujo que jamás hubiera visto sobre el mar. Recordó aquella charla con Ramón cuando ella pronosticó que solo quedaban dos posibilidades: acabar con el planeta rápidamente o ir sustituyendo su belleza por artificios de naturaleza. Algo parecido a cambiar las rosas del jarrón por flores de plástico. De haber tenido nietos, sobrevivirían bajo una atmósfera de lluvia ácida como la que presentaban las películas futuristas. Comerían todavía más porquerías transgénicas y sintéticas. Le ponía triste ese pensamiento, pero su certeza era profunda y total. Así sería el futuro. En la segunda mitad del siglo XX el ser humano había querido parir al hombre nuevo, hacer la revolución para salir de las leyes que el capitalismo imponía. El resultado había sido desastroso. En el 2050, nueve mil millones de personas habitarían el planeta herido. Vendría un deshielo acelerado del Ártico, el derretimiento de glaciares. Inundaciones, sequías, pérdida de biodiversidad, desertificación, deterioro de los océanos, merma de los recursos forestales. Ese era el nuevo lenguaje de guerra fría con el que tendrían que lidiar los más jóvenes. Ya no las ojivas nucleares, ni los ataques preventivos, ni la coexistencia pacífica… aunque las bombas atómicas todavía se podían comprar en algunos países de Europa del Este por un precio módico. La guerra química y bacteriológica de inicios del siglo XXI se usaba en los procesos de producción, eran base de la economía de consumo: transgénicos, clonaciones, emisiones de CO2, gases efecto invernadero, contaminación ambiental… Las perforaciones en el Ártico ya hacía algún tiempo que habían cruzado la línea roja.
Prefirió frenar su máquina de pensar, su racionalidad recta y sin callejones de salida: siempre demasiado pesada, queriendo llevar la batuta. Había otras meditaciones más placenteras a las que entregarse. Los días habían pasado sin ser fiel a su promesa de escribir a Ramón, quien a menudo le pedía novedades de Uruguay. El tiempo causaba estragos, causaba grietas, causaba toneladas de desechos que antes eran recuerdos y que se iban diluyendo. Helena presenciaba cotidianamente los lugares que habían cambiado al compartirlos. Hacía unos días se había topado con Esteban, el vagabundo del Rodó, cuya esquizofrenia provocaba la inquietud de Ramón. Presumía de ser un escritor maldito, aunque nadie había leído ninguna de sus obras. Sufría las secuelas de una memoria que recobraba en sueños, la vida a la intemperie y en soledad. Helena lo vio aparecer de repente para atormentarla con su demencia política: «Uruguay está solo en el continente —le susurró casi en su oreja—, aquí no vendrá el papa, los partidos de derecha del resto de países se harán con el poder y nos van a masacrar por defender el matrimonio puto y la marihuana. Los escuadrones de la muerte brasileños enviados a México vendrán también aquí y nos exterminarán». Con mucha dificultad, Helena consiguió escabullirse camino al Club Defensor, donde iba a nadar. Le hubiera gustado ser más cortés, conversar con él como hacía con otras personas, pero ese discurso delirante y homófobo le desagradaba; no consentiría los insultos. La cabeza del vagabundo parecía una lavadora centrifugando a mil revoluciones, picatostes girando en un plato de sopa.
Al llegar a Montevideo no esperó a deshacer la maleta. Fue directa al estudio para escribir a Ramón. La historia del vagabundo del Rodó le ocupó el primer párrafo, aunque sabía que le pondría triste saber que Esteban blandía las banderas más carcas. Ya en la segunda historia, Ramón apreciaría cierta melancolía en sus palabras. Estaba dispuesta a escribir de las secuelas del paso del tiempo, aunque no todo jugaba en contra. Se acordó de la sonrisa de Mariela, cuando mostrándole su dentadura le dijo: «Ahora vuelvo a tener dientes». Añadió ese detalle en el mail y creyó divisar entre las líneas la mirada de Ramón reflejada en la pantalla. Sonreír y mostrar los dientes era otro de los lujos de quienes habían sido incluidos en la sociedad. Mariela trabajaba en una planta de clasificación de basura en Flores. Estaba segura de que a Ramón le interesaría saber algo acerca de las mejoras para las familias de clasificadores de basura. Se había organizado en cooperativas y acondicionado lugares fuera de sus hogares para el reciclaje. Los llamaba hurgadores, pero Mariela le dijo que ellas no eran quienes revolvían y escarbaban, y menos quienes fisgaban en los asuntos ajenos. Cargaba con la miseria de los que más consumían, incrementaban la vida útil de lo que otros arrojaban sin ninguna responsabilidad a los contenedores.
Había más novedades que a Ramón también le interesaría saber: el destino del magnate del fútbol, cuya fortuna había sido amasada con la explotación sexual y el narcotráfico. Delfina, en la heladería, le había aportado una pista clave para sospechar que «El chancho Danilo», como todos lo conocían, era el mayor cliente de los Colmenero en Uruguay. Había también otras personalidades enriqueciéndose sin exponerse a la luz detrás de esa pareja de paja. Helena empezaba a vislumbrar la tela de araña, la materia de aquellos hilos que unían explotación del medioambiente, disolución de la democracia, crimen organizado, sobornos y compra de los espectáculos de masas que tenían despistada a media humanidad. Delfina no supo responderle si los Colmenero tenían negocios en la megaminería argentina, pero sí sabía algo relacionado con la compra y venta de jugadores de fútbol. El talante mafioso del chancho Danilo era bien conocido en el país. Se había librado de pagar diez mil millones de dólares que el fisco le reclamaba agasajando a las altas esferas. Consideraba una osadía poner en cuestión su feudo. Él abrió puertas y bailó con el diablo para que todos pudieran permanecer con la boca cerrada. Narcotráfico, prostitución, fútbol y televisión le habían convertido en un hombre popular y poderoso. «Asuntos de machos», decía. La droga hacía estragos en el país, sobre todo en los barrios más pobres, pero él no era camello de pasta base, sino magnate de la cocaína, la droga de los ricos. La vida sexual pacata era la principal razón de éxito de los prostíbulos y clubs de alterne. Convertido en el rey del tráfico de mujeres procedentes de otros países más pobres, también había sido denunciado en varias ocasiones por abusos y violaciones por los chicos que trabajaban con él y que fueron sancionados o untados con dinero para que callaran la boca. Las únicas críticas procedían de las organizaciones feministas, a quien atacaba sin parar desde los medios de comunicación más dóciles: no se cansaba de insultarles, de hacerles chistes que la masa reía. Es fácil ganar al ajedrez cuando el campo de juego es chiquito y se puede comprar al contrincante. Se había filtrado por los espacios que podían neutralizarle hasta volverle impune. El fútbol, además, lo había hecho popular. Era la jugada para ser aceptado en todos los ámbitos. Ser traficante de sueños de chicos humildes, convertirlos en los mejores jugadores del Peñarol y el Nacional, enviarlos a España, Italia, Inglaterra, a los equipos más seguidos del mundo: el Madrid, el Barcelona, el Milán, el Liverpool, Manchester… Era un relato perfecto: el chico pobre que se hace de oro en Europa. Quienes se quedaran tenían como alternativa consumir las drogas que el mismo Chancho pondría en el mercado. Había conseguido convencer al presidente para que viajara a conocer al dueño del Real Madrid. Él podría ayudarle con las inversiones que Uruguay necesitaba: se hizo cargo del viaje, un favor redondo que en el futuro tendría que devolverle. ¡Eso sí que era llevar la camiseta puesta! ¡Ser uruguayo! Todo lo demás se podía perdonar porque así era el mundo, complejo y ruin. Algún periódico de izquierda lo pintaría como un escándalo, pero solo lo leerían las minorías intelectuales. El chancho Danilo sabía que era más importante tener una televisión. Los políticos perdían fácilmente su imagen y, en ese mundo opaco de primas y derechos televisivos, por lo único que había que preocuparse era por salir bien en la foto, que las camisetas estuvieran en todos los lugares, tener un himno, comprar a chicos dispuestos a dejarse la piel y a doparse. No importaban las consecuencias si al final se formaba parte del equipo ganador. Estar entre los mejores, ser como él: rico y poderoso, con buenos contactos en la FIFA, dispuesto a mediar y dejarse sobornar si la causa lo requería. Se ganaba al cielo y al infierno, entraba a participar de otros grandes negocios del país y si, por casualidad quedaba alguna duda, su inversión en medios de comunicación televisivos ponía a los políticos a sus pies. Tenía las llaves de la representación, poder sobre la gente. Cuando le pedían favores era fácil olvidar que su primera fortuna había sido amasada gracias a la explotación y la muerte de miles de personas.
Helena no quiso cerrar con esa mierda el correo y buscó alguna historia en el campo de lo anecdótico para suavizar su relato. Hacía unos días que, cansada de que un vecino le dejara los excrementos de su perro en la puerta, le pidió por favor que recogiera el regalo, facilitándole ella misma la bolsa. Su vecino la miró por encima del hombro y continuó su camino. Helena lo siguió hasta la puerta de su casa con la caca y allí la dejó. Parecía que nadie quería hacerse cargo de sus mascotas, y la nueva profesión de paseador de perros causaba furor por los barrios de clase media, como pasaba con los cuidadores de niños o los gestores de la basura. Había otra forma de entender las ciudades, su disfrute, el uso del tiempo, la responsabilidad ciudadana, de revertir las fallas en el funcionamiento de los espacios para la felicidad.
Cuando acabó de escribir el correo electrónico se echó a dormitar en el sofá. Una hora después, todavía con el sol del atardecer filtrándose por la ventana, le despertó la vibración de su celular. Era Ramón, quien desde el otro lado del océano le mandaba un whatsapp. El primero que le llegaba por esa vía:
Me gustó mucho recibir tu correo
Precisamente hoy
Tiré siete toneladas de papel al contenedor de reciclar
Mi pasado en palabras
He sido muy trabajador, pero tocaba soltar lastre
Y muchos libros
Ahora leía cartas antiguas e intentaba limpiar sin darme cuenta de que estaba abriendo puertas
También encontré documentos de mi padre, curioso personaje fue Eduardo Nieto
Hace frío y echo de menos la espina
¿Vos cómo vas?
Helena:
Es lo que tiene recordar o remover recuerdos... Da oportunidad de reciclar.
Ramón:
Por cierto, dentro de poco va un amigo al Cono Sur y pasará por Uruguay
Cees Blijdenstein
Va siguiendo una pista que te interesará
Si quieres te cuento algún día por teléfono. Es algo complejo
Me gustaría que pudieras quedar con él
Creo que le puedes ayudar en sus pesquisas. Son importantes
Te encantará. Es un hombre que deja huella
Como tú.
A Helena aquel último mensaje le perforó algún rincón del pasado. Ramón le había dicho una vez: «Cuando hubo fuego, cenizas quedan». Incandescente y sin llama, eso es una ascua. Una podía avivar las ascuas de nuevo para sentir, aunque ya no quemara con la misma intensidad. Las perforaciones en el Ártico no eran las únicas que serían irreversibles. El paso del tiempo causaba perforaciones en la carne humana que ponían en riesgo el equilibrio de lo natural.