Dicen, y no sin razón, que la profesión de librero es una profesión de riesgo. Tal parece cuando son numerosas las librerías que cierran por falta de lectores, y nadie, ningún poder estatal o privado, se estremece ni mueve un dedo ante semejante desafecto por parte del público. Son ya muchas las librerías que han echado la persiana, y que, grandes o pequeñas, en su lugar se instalan oficinas de negocios multinacionales o sedes de entidades financieras. El actual poder político —con independencia del signo que sea— no parece otorgarle demasiada importancia a la cuestión, y, más allá de las consabidas campañas en los medios de comunicación, no hace nada realmente significativo al respecto.
Una política adecuada sería la de limitar los alquileres de las superficies destinadas al espacio del libro y demás productos asociados, evitando así que en dicho suelo florezca una especulación desenfrenada. Sin embargo, en lugar de acordar leyes que permitan trenzar un tejido sobre el cual instaurar la «excepción cultural» —que tan bien funciona en Francia—, todo se fía a los vaivenes del mercado y a su capacidad «innata» para corregir los desequilibrios propios de su desarrollo. Esta falacia, que como tal se ha demostrado una y mil veces en la práctica, sirve para no tomar las responsabilidades pertinentes y adoptar, en el caso concreto de las librerías, medidas eficaces de apoyo directo.
Nos encontramos entonces con que el único motor que activa la dinámica de cualquier establecimiento no es otro que el de la iniciativa privada de personas que, amantes incondicionales del libro, ponen en circulación su dinero con la esperanza de no perderlo todo en su apuesta por elevar el saber medio de la ciudadanía.
En España ha habido negocios dedicados a tal menester que han sufrido, tanto en dictadura como en democracia, ataques directos de carácter terrorista. Gentes que no soportan la diferencia la tomaron contra establecimientos cuyo signo ideológico no compartían. Así, librerías como Cinc D’Oros en Barcelona, Rafael Alberti en Madrid o la librería Lagun de San Sebastián, fueron, en distintos momentos de su historia, objeto de ataques violentos que causaron cuantiosos daños materiales y morales. Solo el tesón, la paciencia y un punto de rebeldía inasequible al desaliento supieron resistir y superar con éxito el fantasma del cierre total y sin esperanza de futuro.
Aún está por hacer una relación pormenorizada, una crónica bien documentada, de esos años en que librerías de cualquier calibre supieron transmitir la inquietud por la lectura y la pasión por el conocimiento. Fueron, casi en un sentido literal, verdaderos oasis para el alma sedienta de saber, así como lugares de tertulia e intercambio.
En Barcelona fueron emblemáticos ciertos sellos, como las ya desaparecidas librerías Cinc D’Oros y Áncora y Delfín. Y, ya en plena transición democrática, otras que inauguraron una larga etapa de encuentros.
Uno de esos lugares, situados en el centro de la Ciudad Condal, lo descubrí gracias a colaboradores y amigos que publicaban sus primeros trabajos en Garimau, revista que tuve el honor de dirigir desde el año 1983 y que culminó su andadura en 1985. Esos amigos me hablaron por primera vez de Tartessos, iniciativa desarrollada en torno a la figura de Jos Framis Bach, una persona que, hasta el momento de poner en marcha la librería, había trabajado en el ámbito de la arquitectura.
Tartessos, cuya aventura dio comienzo en el año de gracia de 1981, perseguía, entre otros, dos fines: conectar con las expectativas que bullían en la ciudad; y asumir las propuestas que surgían por parte de fotógrafos, pintores y demás artistas con el objeto de mostrar sus obras en los muros del amplio local destinado a tal objeto.
Así, y en sintonía con estos principios, a lo largo de su trayectoria, Tartessos desarrolló un peculiar estilo al ofrecer exposiciones de fotografía, pintura y escultura; nuevas propuestas cinematográficas, danza, conciertos y talleres. Una sección que atrajo a numeroso público fue la dedicada al cuentacuentos, y otra no menos importante fue la creada bajo el nombre de «Primavera fotográfica», cuyo objetivo era dar a conocer la obra de nuevas y experimentadas firmas dedicadas a tal arte.
El capítulo de las tertulias resultó particularmente prolífico: La Tertulia Posible, El Eco de su Voz y el Espacio sin Nombre, fueron círculos en el interior de los cuales pudimos, en tête à tête, escuchar la palabra de, y dialogar con, escritores de la talla de Álvaro Pombo, Jaime Gil de Biedma, Mario Muchnik, Ángel Crespo, Carme Riera, Eduardo Galeano, Rafael Argullol, José María Valverde, Cristina Peri-Rossi, Eugenio Trías, Eduardo Mendoza y un largo etcétera cuya enunciación resultaría algo más que prolija.
Jos Framis, que procede de una familia dedicada a la industria fabril, y que en ese entonces no tenía otro afán que el de propagar e incrementar el nivel de nuestra maltrecha cultura, tuvo la feliz idea de organizar los, así llamados, «Autorrecitales», es decir, viajes en autocar hacia puntos tan distantes entre sí como Ampurias y Lisboa en los que rendir homenaje a Kavafis y Pessoa, respectivamente, efectuando una lectura de sus poemas y una evocación de su vida. Asimismo, y siguiendo esta pauta, fletar un autocar para cubrir, fotográficamente, los carnavales de Venecia.
Muchas y muy diversas han sido las ideas desplegadas por este emprendedor, cuya pasión no ha sido otra que la de ampliar el campo de nuestra mirada hacia nuevas formas de arte emergente, poetas y escritores de vanguardia o figuras bien conocidas de la literatura española e hispanoamericana. El esfuerzo, sin duda, le compensó moralmente; pero al final, las muchas trabas y dificultades económicas, así como la desidia de no pocas administraciones, le obligaron a traspasar un establecimiento que fue referencia obligada en Barcelona, y que, a pesar de la colaboración de un socio joven, no tuvo más remedio —como tantos otros— que echar el cierre. Y todo ello a pesar de recibir, como reconocimiento a su labor, el Premio Nacional de Librerías.
Mientras doy este largo paseo y constato «la entera alteración de los paisajes», que ya señalara el poeta, percibo algo así como una llama; una débil llama que parece soñar despierta con otro destino que no sea el de ver cómo se transforman las ciudades que habitamos en objeto de la codicia de unos pocos y en detrimento de una mayoría que, si bien activa, no acierta a dar con los mecanismos propios para detener esta constante sangría.
Al final de mi deriva por la geografía de mis recuerdos, al evocar históricamente estos pequeños e íntimos acontecimientos que jalonan la vida cultural de una ciudad como Barcelona, a uno no le queda sino el consuelo que procura la memoria, la cual tal vez solo sirva para mencionar aquello que escribiera Hermann Broch en La muerte de Virgilio: «Mi vida va apagándose detrás de mí y no sé si la he vivido o me la han contado».