Todos los seres humanos estamos marcados por nuestras experiencias de la niñez. Desde los tres años, empezamos a tomar consciencia de nuestra individualidad y luego del entorno, como separados entre sí, pero complementarios a la vez. Esto permite la germinación de una capacidad simbólica para comunicarse en presencia o ausencia del entorno —seres, objetos, actos— que será vital para el desarrollo del pensamiento abstracto cuando alcancemos los diez años.
A partir de entonces, por lo general, operaremos conscientemente desde nuestra individualidad y, mediante abstracciones lógicas, expandiremos nuestra comprensión del mundo. En otras palabras, durante la niñez damos como fruto la consciencia de uno mismo y del mundo y actuamos en consecuencia.
La consciencia no nos da la respuesta de cómo funciona todo en el mundo, pero de manera práctica permite conocer particularidades de los objetos en el entorno que nos sirven cotidianamente. Por ejemplo, podemos desconocer como se manufactura un cuchillo, pero tenemos consciencia de que este puede cortar o herir.
Desde siempre aprendemos a relacionarnos con el mundo en una dualidad que busca la armonía lógica, yo y el mundo o, como se declara más recientemente, entre acto y objeto. Pero, en el proceso observamos y creamos paradojas, contradicciones entre lo dicho y lo hecho, lo bueno y lo malo, lo consciente y lo inconsciente. Estas inconsistencias son a lo que llamamos paradojas. Estas construcciones pueden contradecir el sentido común, la opinión generalizada y hasta la lógica de nuestra manera de percibir y de pensar, pero su contenido es a menudo verdadero.
No menos importante, en un sentido básico, la mayoría aprendemos tempranamente dos tipos de conocimiento: conocimiento de las cosas y conocimiento sobre las cosas. En otras palabras, aprendemos el lenguaje de las cosas que podemos reconocer sin contradicciones culturales, esto es el uso práctico de las cosas, pero también aprendemos a pensar sobre las cosas rutinarias o no, esto es pensamiento y a menudo se llama metalenguaje. En el ámbito artístico, el modernismo artístico explotó la paradoja entre lo utilitario y lo artístico hasta la saciedad. Representantes de movimientos como el dada, el surrealismo, el conceptualismo y el pop llevaron las paradojas casi al límite.
Por ejemplo, cuando vemos un urinal pensamos en su uso práctico en un baño o sanitario. Pero cuando ese objeto es expuesto por Marcel Duchamp en un museo, creamos una paradoja que solo es operable mediante el metalenguaje, esto es pensar las cosas más allá de su utilidad concreta. Es más, el metalenguaje de Duchamp crea una nueva categoría que obtiene reconocimiento intelectual y mercadotécnico.
Veamos otro ejemplo, un poco más grotesco. Una lata llena de excremento humano. En el lenguaje de las cosas es claramente descartable y hasta desagradable. Pero cuando el artista conceptual Piero Manzoni exhibe en Italia en 1961, sus latas conteniendo sus heces, solo el metalenguaje nos puede ayudar a superar la paradoja.
La trivialización no termina ahí, en 1963 Andy Warhol apila imitaciones hechas a mano de los envases donde vienen las esponjas para lavar la vajilla marca «Brillo» y las exhibe paradójicamente como una instalación que según alguno marca el fin del arte.
La paradoja conceptual o incomprensión se origina en un cambio de entorno del objeto. ¿Qué es verdadero y que no lo es? El orinal (un ready-made u objeto encontrado) de Duchamp, las cajas de excremento de Manzoni —de su propia fisiología— y las cajas de «Brillo» de Warhol han pasado de ser productos de consumo o descarte a ser elementos de metacomunicación. Se les ha agregado un valor mediante la paradoja metalingüística.
En el ámbito artístico, las paradojas abundan oscilando entre lo chocante y lo absurdo. La mayoría, son producciones con fecha de vencimiento que buscan romper con los paradigmas artísticos y el gusto imperante, o simplemente llamar la atención.
Solo una excepción emerge consistentemente en la historia del arte moderno, el pintor belga René Magritte. La paradoja estuvo en el centro de su quehacer con la intencionalidad conceptual de invitar al espectador a reflexionar sobre lo que llamó «pinturas pensantes». Aunque se han tejido lecturas psicoanalíticas de estas, por sus aparentes delirios, y semióticas por su uso recurrente y críptico de un centenar de imágenes en su vasta producción, la verdad es que su lenguaje figurativo y realista volvió accesibles sus creaciones transgrediendo subversivamente los límites de la fantasía y el surrealismo en el que siempre se le trató de encasillar.
Aun las personas que no reconocen su nombre están familiarizadas con sus personajes con bombín, el caminante solitario en un oscuro abrigo que se representa en muchas de sus pinturas o sus sujetos dándonos la espalda o con una manzana verde flotando en el aire en frente de sus rostros, ocultando más que revelando. Su presencia es inevitable en la memoria cultural; su pipa, el ojo gigante, o el tren saliendo de la chimenea.
En un mundo donde las imágenes se manipulan continuamente para convenir significados a conveniencia, a menudo con agendas siniestras, la obra de Magritte se levanta como una alerta a la consciencia sobre las trampas de la percepción.
Por ello, la retrospectiva itinerante, consistente de noventa y cinco de sus obras, iniciada en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid en setiembre del 2021 y continuada en la Fundación Caixa de Barcelona, en febrero del 2022, brinda una oportunidad única al espectador atento de conocer su obsesivo proceso creativo, su conducta sobria y disciplinada y por supuesto sus metapinturas de «pensamientos visibles» destinadas a causar la disrupción de nuestros patrones de percepción mediante una refrescante toma de consciencia sobre las paradojas de la realidad.
Origen de la fantasía
Nacido en Lessines, Bélgica en 1898, Magritte fue reservado desde su niñez. Nunca le gustó hablar de sus orígenes o familia biológica. Por sus biógrafos sabemos que era el mayor de tres hermanos, que su padre fue sastre y comerciante de ropa, y que su madre sufría de depresión por lo que, tras varios intentos fallidos, se suicidó ahogándose en 1912 en el río Sambre cuando René tenía 14 años.
No hay certeza de que el futuro pintor viera a su madre cuando fue rescatada del río, dieciocho días después de su desaparición, pero varios testigos aseguraron que el rostro de la mujer estaba cubierto por su camisón que se había enroscado en su cuello, mientras su torso quedó desnudo a la manera de los personajes representados en obras de madurez de Magritte.
Una de esas obras Los amantes, realizada en 1928, se volvió sinónimo de la frustración romántica al describir en forma cinemática el acercamiento de un hombre y una mujer aparentemente besándose, aunque sus labios nunca se tocan, y sus cabezas están envueltas en tela blanca.
El pintor siempre negó la relación entre la tragedia y su obra, y en lo privado siempre rechazó la psicología tratándola de pseudociencia. Pero, es imposible conjurar la conexión de ese evento con la aprehensión que prevalece en muchas de sus obras.
Sin embargo, cuatro años después de la tragedia descubre su vocación artística durante un paseo con una amiga con quien jugaba, con regularidad, entre los panteones y criptas del cementerio de su comunidad. Según reveló en su conferencia «La Ligne de vie» dictada en Antwerp, Bélgica, en 1938, un día, al salir de las tumbas, se encontraron a un pintor que pintaba en una avenida del cementerio.
El arte de pintar me parecía entonces vagamente mágico, y el pintor, dotado de poderes superiores. Subiendo, me encontré un día, en medio de las columnas de piedra rotas sobre las hojas muertas, a un artista pintor, venido de la capital, que me parecía ejecutar una acción mágica. Cuando yo mismo comencé a pintar, hacia 1915, el recuerdo de este encuentro encantado con la pintura orientaba mis ensayos en un sentido poco apegado al sentido común.
Al año siguiente ingresa a la Academia de Bellas Artes en Bruselas donde permanece dos años. Su obra era mayormente de inspiración impresionista, pero estaba decidido a ser pintor y vivir en la capital belga, que abandonó solo por cortas temporadas de ausencia en París y Londres. Allí conoció a los 20 años a Georgette Berger que sería su compañera y modelo de por vida. Si bien expone su obra por primera vez en 1920, no tiene éxito.
Al principio de su carrera, Magritte sobrevivió a duras penas dibujando y diseñando comercialmente papel tapiz para paredes en una fábrica. Paralelamente, pintaba obras abstractas en estilo cubista con variantes provenientes del orfismo y el futurismo.
Su verdadero despertar artístico, sin embargo, ocurre en 1923 cuadro queda prendado de una reproducción de La canción del amor, obra realizada en 1914 por el pionero italiano, Giorgio De Chirico. La obra en cuestión reunía poéticamente objetos dispares (una cabeza en yeso de un amenazante dios griego, un guante de hule clavado a una pared y una bola verde), que alertaron a Magritte sobre las nuevas posibilidades en la representación pictórica, con base en composiciones donde los objetos están fragmentados y aislados entre sí.
Detrás de la fachada de su estilo de vida de pequeño burgués, se incuban ambiciones vanguardistas. Para 1926, se movía en los círculos surrealistas de Bruselas, elaborando collages que desafiaban toda lógica y pinturas que integraban elementos dispares del paisaje, la vida doméstica y las figuras —mujeres desnudas y hombres con bombines— en ambientes escenográficos.
Cada uno de los componentes tenían sentido por separado, pero al unirse en la composición con ligeros cambios de escala, se volvían desquiciados, inestables. La intención del artista era dar a la vida cotidiana un giro alucinatorio con base en un limitado número de imágenes que a lo largo de su carrera pintara obsesivamente revisitándolas para multiplicarlas en variantes, a veces por motivos más comerciales que estéticos. Como explicó el artista:
Desde mi primera exposición en 1926, que fue mal recibida, he pintado un millar de cuadros, pero no he concebido más que un centenar de esas imágenes de las que hablamos. Este millar de cuadros es el resultado de que he pintado con frecuencia variantes de mis imágenes: es mi manera de precisar mejor el misterio, de controlarlo mejor (Entrevista realizada en 1961).
Prejuicio surrealista
Las obras de su primera exhibición individual reflejan las dimensiones utópicas del modernismo temprano que pretendía la disrupción de las normas sociales y las percepciones para cambiar el mundo. Pero, el cambio que propone Magritte es ambiguo como evidencian obras de esos inicios como, El asesino amenazado de 1927 que por sus imágenes de mujeres decapitadas y un contabilista esgrimiendo un garrote, ambientando en un espacio inmaculado con una vista a los Alpes, a la manera de una escenografía cinematográfica —derivada de la perspectiva de De Chirico—, evoca tanto lo cómico como lo sádico en una suerte de circo de la violencia.
Aunque su primera muestra fue considerada un fracaso comercial para Magritte, produjo suficiente interés para animar al artista belga a moverse a París para unirse al grupo surrealista. La influencia de su estadía en la capital francesa es patente en lo que se considera su producción más original, las llamadas «pinturas verbales» de las que Esta pipa no es una pipa se volvió un tema recurrente y emblemático. En la retrospectiva se muestra La traición de las imágenes. Esto sigue sin ser una pipa una tinta china sobre papel de 1952 donde retoma el tema.
Aunque se reúne muchas veces con André Bretón, poeta líder del movimiento surrealista, quien adquiere algunas de sus obras para su colección, se mantiene como un intruso en el círculo. De hecho, Bretón se burlaba del artista belga tratándolo como un zopenco por hablar francés con acento valón. No obstante, el líder surrealista rara vez menciona a Magritte en sus escritos. Incluso en su primera antología de los surrealistas «Le surréalisme et la peinture» de 1928 excluye a Magritte. Es hasta la segunda edición que abandona su intransigencia con el automatismo creativo, y reposiciona a Magritte que no compartía su metodología.
Si bien concurrió a las principales exposiciones con los surrealistas, Magritte vivió con su esposa en relativo aislamiento en las afueras de Paris, lo que indudablemente favoreció su oficio pictórico al enfocarse en su obra en lugar de en la bohemia. De hecho, ganó en este período fluidez sin convertirse nunca en un gran virtuoso de la técnica de la pintura al óleo como Salvador Dalí. Pero, debe hacerse notar que, aunque Magritte se caracterizará siempre por su economía de recursos técnicos y componentes pictóricos su empleo de elementos fantásticos con lugares comunes seducirá a sus espectadores introduciéndolos en el acto, mientras Dalí se presentará solo para que lo miremos.
Tenía una preocupación más conceptual que técnica, centrado en el qué, no el cómo, de encarnar sus ideas en imágenes. La construcción de un lenguaje simbólico, legible y conciso, pero indescifrable era su meta. Era un ávido lector y conocedor de la historia, pero su obra en general tendrá pocas asociaciones literarias. Concretamente, los títulos de sus obras, aunque pensados, poco revelan sobre el contenido o la supuesta historia detrás de su concepción.
Algunas obras claves de su estancia de casi tres años en la ciudad luz, figuran en la retrospectiva como El museo de una noche, óleo sobre lienzo realizado en 1927, El palacio de las cortinas, óleo pintado en 1928, El sentido propio, óleo sobre tela de 1929 y La anunciación completado en 1930.
En la más reciente biografía sobre Magritte publicada por Alex Danchev y completada por Sarah Whitfield en el 2021, se cita un altercado ocurrido en 1929, durante una fiesta en casa de Bretón, que parece haber sido la gota que derramó el vaso en su relación.
Presumiendo de su desprecio por el catolicismo, Bretón preguntó a la esposa de Magritte, Georgette porque usaba un crucifijo, sugiriendo de seguido que lo removiera. Ella y René, cuenta su biógrafo, abandonaron la fiesta resoplando de furia y pronto abandonaron Paris sin un centavo en 1930.
A su regreso a Bruselas, establece un estudio de diseño comercial para sobrevivir con su esposa en un estrecho apartamento donde instala un caballete para pintar en un rincón de la sala. Nunca dejó de trabajar y pintar sin manchar las paredes o el piso.
En términos de estilo de vida y conducta artística, Magritte personificó la máxima del novelista Gustave Flaubert en el sentido de que los artistas debían vivir ordenadamente y reservar su extravagancia para su obra. Los Magritte residieron en Bélgica por el resto de sus vidas viviendo con relativa quietud, sin hijos y acompañados siempre de una mascota.
Fue en esta fase que empezó a producir sus esculturas en yeso pintadas al óleo a partir del modelo de máscara funeraria de Napoleón. La muestra incluye obras de 1932 y 1937 bajo el título El futuro de las estatuas.
Una oportunidad, sin embargo, se presentó en 1937 cuando el poeta y coleccionista británico Edward James comisionó a Magritte pinturas y esculturas para su salón de baile en su residencia de Londres. El artista produjo durante un mes tres inusuales obras de gran formato entre las que destacan En el umbral de la libertad que resume los principales motivos «magritianos» como la mancha de cielo azul, la fachada de un edificio, el torso de una mujer, entre otros, representados en la composición como obras colgadas de una pared de una habitación con techo alto que despliega un cañón de la primera guerra mundial a punto de disparar.
Otra obra de ese grupo fue el «modelo rojo» de la que pintó varias versiones precedentes, que representa una imagen macabra, un par de botas que emulan pies lastimados. Lo que atrae de estas obras son las historias que sugieren al espectador en un mundo que parece diferente al que conocemos.
En conjunto las obras del período resumen cuán innovadora la obra de Magritte era destacando su reconocimiento de lo inherentemente fantástico del mundo material, y su énfasis, adelantándose por mucho al conceptualismo, en que el arte era en sí mismo un mundo de ideas.
El precio de la integridad
Magritte tuvo ingresos modestos la mayor parte de su carrera, como ya he apuntado, y se preocupaba mucho por el dinero que no tenía. Por ello, se vio obligado a producir variantes de sus pinturas más vendidas para sobrevivir e, incluso, en la década del cuarenta a pintar obras livianas y hasta cursis con aire impresionista. Dichosamente su legado estaba asegurado por su producción temprana.
Abandonó su aislamiento y lucha por la sobrevivencia económica en limitadas ocasiones. En parte, su popularidad debe bastante al iconoclasta Marcel Duchamp quien, al establecerse en Greenwich Village, Nueva York, Estados Unidos, a partir de 1942, valora la inclinación filosófica de Magritte y recomienda constantemente su obra a coleccionistas. Esto coincide con la admiración de artistas emergentes como Jasper Johns, Robert Rauschenberg y Andy Warhol que exploraban el patetismo de los objetos cotidianos y quienes adquirieron obra de Magritte a inicios de la década del sesenta.
Cuando tuvo lugar su primera retrospectiva en el Museo de Arte Moderno (MOMA) de Nueva York, en 1965, Magritte mostró el mismo desinterés por la vanguardia estadounidense de los sesenta que el que tuvo por la francesa de los veinte. Cuando alcanzó notoriedad al ser llamado padre del arte pop se disgustó por la asociación: «Los artistas pop —declaró— solo pintan la realidad tal cual es; yo por el contrario baño la realidad en el misterio».
Sin embargo, su influencia a partir de mediados del siglo XX alcanza a diferentes generaciones de artistas, desde Jasper Johns hasta Jeff Koons cuya serie de esculturas del 2013, con base en una bola azul radiante que crea un punto focal intenso en medio de obras de inspiración clásica, debe mucho a Magritte.
La muestra retrospectiva itinerante iniciada en Madrid y continuada en Barcelona, bajo el título «La máquina Magritte» debe su título al catálogo de una supuesta sociedad cooperativa «La Manufacture de Poésie» creada en 1950 por Magritte y sus amigos surrealistas belgas para ofrecer artefactos para automatizar el pensamiento y la creación.
La muestra está organizada en siete secciones bajo la dirección artística del comisario Guillermo Solana quien, tras varios años de trabajo, logró reunir noventa obras procedentes de instituciones, galerías y colecciones particulares de todo el mundo.
Enfocada en el análisis y discusión de la metapintura, el recorrido inicia con la sala «Los poderes del mago» donde se incluyen algunos autorretratos que más que representaciones de sí mismo exploran la figura y proceso del artista, así como la imagen de la niñez que vislumbro magia en la creación. Bajo esta tónica se presenta tres de los cuatro autorretratos conocidos del artista belga como La tentativa de lo imposible un óleo de 1928 en que se representa pintando a una mujer desnuda que se encuentra suspendida existencialmente entre la concreción y la nada. Es una prueba fehaciente del poder de la imaginación al construir una realidad que sigue siendo ficción.
Otra obra en la retrospectiva, ampliamente conocida, es La lámpara filosófica de 1936 donde Magritte combina en la nariz y la pipa dos fetiches de su repertorio para evocar simbólicamente sexualidad.
La segunda sala es «Imagen y palabra» que reúne obra de influencia cubista, futurista, dadaísta y surrealista vinculada a su estancia en Paris entre 1927 y 1930. Es en este período combina en su producción palabras escritas con caligrafía escolar que mezcla con imágenes figurativas y semiabstractas que emergen individualizadas o encerradas en marcos o siluetas.
Su óleo de 1928 El dúo es una de estas obras contradictorias, donde la separación semántica del texto con respecto a la imagen altera nuestra percepción. O en ausencia del texto, explora con símbolos de objetos cotidianos, que sustituyen las palabras, para crear la paradoja en El durmiente temerario de que aparentemente no hay paradoja alguna.
La tercera sala ha sido bautizada como «Figura y fondo» y está compuesta por obras influidas por la técnica del collage iniciada por los poetas dadaístas. Pero, en el caso de Magritte no estamos materialmente ante recortes que sirven para crear un mundo a base de planos compartimentados que oculta y revelan otros. Su solución es la representación bidimensional donde juega con las figuras y fondos. Una vez con la teatralidad de un escenario como en el Secreto del cortejo realizado al óleo sobre tela en 1927 y otras ahuecando los cuerpos para rellenarlos con elementos naturales como La perspectiva amorosa, óleo de 1935.
«Cuadro y ventana» es la sala siguiente en el recorrido que se inspira en la tradición clásica que equipara el plano pictórico con una ventana y procede gradualmente a su invisibilización. Magritte no llega completamente a consumar la desaparición del cuadro que busca metafóricamente ser ventana, ya que detiene súbitamente la prometida ausencia sembrando la duda en quien mira. En palabras de Magritte:
Coloqué ante una ventana vista desde el interior de una habitación un cuadro que representaba exactamente la parte del paisaje ocultada por ese cuadro. Así pues, el árbol representado en ese cuadro tapaba el árbol ubicado detrás de este, fuera de la habitación. Para el espectador, el árbol estaba en el cuadro dentro de la habitación y a la vez, por el pensamiento, en el exterior, en el paisaje real. Así es como vemos el mundo; lo vemos fuera de nosotros y, sin embargo, solo tenemos una representación de el en nosotros.
La llave de los campos de 1936, propiedad del Museo Thyssen-Bornemisza, es un ejemplo patente de la intención del artista en este particular. El cuadro desaparece por un impacto desconocido, pero sin duda provocado para revelar con un dejo de misterio una superficie pintada. La evidencia de la desaparición de la pintura está en los fragmentos de cristal.
Casi dos décadas después, Magritte completó una serie de marcos dentro de los marcos en Los paseos de Euclides donde los componentes figurativos de un bote de tela, la ventana y las cortinas provocan separación de los planos en varios grados.
La quinta sala se enfoca en los rostros y figuras encubiertas que emergen en su producción temprana y que se han vuelto lugar común al pensar en este artista. La figura de espaldas originada en el medioevo se vuelve el protagonista desconocido de sus paisajes, pero transforma al espectador en un participante. El personaje cuyo rostro desconocemos nos invita a contemplar dirigiendo nuestra mirada al horizonte profundo al tiempo que nos hace conscientes del acto de mirar en perspectiva como en su obra El gran siglo, realizada al óleo en 1954.
Pero el creador juega simétricamente, también, cuando coloca una figura de espaldas y otra de frente cuyo rostro oculta como en su obra El principio del placer, de 1937 o en su desnudo del año anterior Ejercicios espirituales. Otras veces el rostro desaparece completamente y el cuerpo deja asomar la piel como en su serie «perspectivas» donde retoma la antigua práctica de los memento mori para burlarse de la muerte de grandes figuras. Viene al caso In memoriam Mack Sennett, un óleo de 1936 donde el armario evoca un ataúd.
Otro notable ejemplo, es Violación, de 1945, un óleo donde la cabellera enmarca la figura semidesnuda que sustituye el rostro.
Para Magritte el descubrimiento es su nutriente principal, y la pintura un medio consciente para comunicarlo. Por ello afirmó que:
He encontrado una posibilidad nueva que tienen las cosas, la de convertirse gradualmente en otra cosa, un objeto se funde en otro objeto distinto de sí mismo… Por este medio obtengo cuadros en los que la mirada «debe pensarse», de una manera completamente distinta a la habitual.
De lo que habla, indudablemente, es de metamorfosis que durante la Segunda Guerra se convertirá en el reducto de sus invenciones pero que inició realmente en París en 1927 con la obra Descubrimiento. El cambio inicia en el propio cuerpo de la mujer desnuda representada como un germen que se extiende de adentro hacia afuera de su piel.
El cambio puede producirse de manera inversa también. A veces lo descubrimos en la forma que permanece, pero cuyo color cambia. Muchas sus obras exploran la transición entre mundos, figura y aire, tierra y cielo.
El color, sostenía Magritte, es un elemento del pensamiento que puede consistir en un cuerpo de mujer que tiene el mismo color que el cielo azul como ocurre en El sueño, pintada en 1945. Las aves son otro elemento que despliega con frecuencia en su producción. Las capacidades miméticas de estas son interminables como en El regreso, completada en 1940, donde el ave se transforma en cielo para afirmar la paradoja de que el ave es visible a partir de su ausencia.
Otro abordaje, a partir de la inversión del fondo y la figura en composiciones entrelazadas se evidencia en La firma en blanco, de 1965, donde una amazona y su caballo se ven y no se ven al representarse recortados en segmentos simétricos verticales entre los árboles. Al respecto Magritte explica su experiencia: «Cuando alguien pasa a caballo en un bosque, primero los ves (al jinete y al caballo), luego no los ves, pero sabes que están ahí… Nuestro pensamiento engloba lo visible tanto como lo invisible».
La última sala se ocupa de lo opuesto al mimetismo bajo el título de «Megalomanía». A la disolución óptica aparente, Magritte explora finalmente en su madurez, inspirado en Lewis Carroll, la emancipación del cuerpo creando objetos progresivamente gigantes como una rosa, una roca o una manzana. Delirios de grandeza de 1962 muestra, por ejemplo, un torso compuesto de tres segmentos huecos distintos como una suerte de mamushka rusa o un catalejo.
El artista despliega este agigantamiento mediante la forma, la levitación o la distancia. El objetivo es extrapolar al objeto de su contexto para asignarle un nuevo significado que lo hace verse diferente. El arte de la conversación, completado en 1963, es un excelente ejemplo de este acercamiento. Los hombres con bombín que conversan en el aire expresan lo elevado de su conversación de forma paradójicamente burlona.
La descontextualización y ampliación del objeto o su levitación en el espacio nos hace irremediablemente conscientes de que lo que vemos no es real porque contradice el sentido común y la naturaleza. Sin embargo, quedamos enganchados a la composición porque la ficción de la pintura crea esa consciencia de la paradoja.
Al pensar que la piedra debería caer —escribió Magritte— el espectador tiene una sensación más fuerte de lo que es una piedra de la que tendría si la piedra estuviera en el suelo. La identidad de la piedra se vuelve mucho más visible. Además, si la piedra descansara en el suelo, uno no se percataría del cuadro en absoluto.
Poesía mental
Magritte desarrolla una obra consistentemente consciente y poética a la vez, una metapintura, ajena al automatismo creativo que defendía Bretón como un dogma, excomulgando a los que se apartaban de su línea. Sin embargo, Bretón se rinde parcialmente en 1928 al conciliar tal práctica:
La mancha no automática, sino al contrario, plenamente deliberada de Magritte, apoya por otro lado desde este momento el surrealismo. Es el único de esta tendencia que ha abordado la pintura en el espíritu de las cartillas escolares y, desde este punto de vista, ha instruido el proceso sistemático de la imagen visual, subrayando sus deficiencias y marcando su carácter dependiente de las figuras de expresión y de pensamiento.
El punto de partida del lenguaje que construye Magritte no son las palabras, sino los objetos «perturbadores» generados según el artista por un proceso de alejamiento que se revela en los sueños como una suerte de poética. Cada objeto, no obstante, se convierte en una pregunta a la que el pintor trata de encontrar respuesta mediante su práctica artística.
Los problemas o preguntas que sugieren los objetos a Magritte en su obra fueron enumerados por él mismo, a saber: la puerta, el fuego, la ventana, el árbol, la casa, el mar, la luz, la montaña, la mujer, el zapato, el miembro viril, la lluvia y el caballo. No se trata, sin embargo, de categorías para un sistema cerrado, sino todo lo contrario, ya que las preguntas por su valor heurístico llevan a continuas operaciones con resultados distintos. En sus palabras:
Cualquier objeto, tomado como pregunta de un problema… y la respuesta exacta, encontrada por la búsqueda del objeto secretamente ligado al primero… proporcionan reunidas, un conocimiento nuevo.
El artista ilustró el proceso con una experiencia propia. Una noche se despertó en una habitación donde había una jaula con un pájaro y un «magnífico error» le hizo ver «que el pájaro desaparecía y era remplazado por un huevo». Su obra Afinidades electivas, un óleo de 1933 inspirado en la novela del mismo título de Goethe evoca ese sueño. De manera similar, también lo hace la obra en exhibición El terapeuta realizada tres años después por Magritte en la técnica del gouache sobre papel.
La reflexión constante del artista sobre la pintura como representación bidimensional que se piensa le llevaron a nutrirse en las fuentes del arte europeo del siglo XVI en adelante. De hecho, la ventana, el espejo, el cuadro dentro del cuadro eran objetos del arte de antaño, pero la diferencia con Magritte estriba en que sus procedimientos perturban la relación entre lo real, el espacio pictórico y la consciencia del espectador. Este último se ve envuelto en la escena representada causando desde malestares hasta vértigos como apuntaba en 1964 el historiador de arte, André Chastel.
No obstante, la metapintura se vale de todos los recursos pictóricos para demostrar la ficción de lo que representa, ahora la materialidad de su elaboración, ahora la visibilización del autor y su proceso creativo, ahora el involucramiento del espectador como componente de la representación y el cuadro como objeto en la producción artística.
Ciertamente, el modernismo se enfocó en los mecanismos de la representación y de la significación, pero la figura mental de la paradoja, para el caso de Magritte que nos ocupa, ha logrado como pocas minar nuestra fe para siempre en la realidad representada por el artista.
Indiferente al ruido y la fama, discreto y prolijo, y sin pretensiones, René Magritte, influyó mucho más de lo que se benefició de su carrera artística. Fue un pintor enfocado en las imposibilidades concretas que nunca contó realmente una historia, aunque provocara buscarla. Murió en 1967 de cáncer de páncreas a los 68 años, tan solo dos años después de establecida su notoriedad y legado como creador.
En las décadas siguientes, su popularidad no ha dejado de crecer y sus imágenes han sido asimiladas tanto por el medio artístico como por la cultura popular al punto de volverse referencia obligada de los posmodernistas y de los conceptualistas fascinados por su metalenguaje y visiones mentales.