Tres columnas de humo, tres antorchas arden en Sierra Maestra; las veo ascender mientras estoy sentado en la terraza de mi casa en el barrio Tivoli de Santiago. Las llamas queman desde hace seis días y seis noches arrastrando los logros de la revolución, convirtiendo en humo la dignidad de un pueblo que lucha para alimentarse.

Hoy vino Roberto, el vendedor de flores, nos visita todos los días como tantos otros vendedores ambulantes que ofrecen fruta, ajos secos, herramientas viejas, salchichas de pollo o recambios para tuberías. Roberto fue médico en la guerra de Angola hasta que una bala cruzó en su camino; ahora es un campesino de piel oscura, enjuto, triste y sus ojos muestran dolor, el dolor por la pérdida de su padre que ayer intentó salvar a sus dos gallinas. El fuego cercó al padre y murió asfixiado buscando el cielo azul de Sierra Maestra tapado por humos de otros fuegos.

En Cuba, cuando tienes que elegir entre salvar tu vida o tus dos gallinas, no es fácil.

Dulce María, su madre, ya cumplió los 86 años, es negra, alta y delgada, no llora; sus amigas la llaman Dulce. Dulce es de carácter alegre y fuerte, tiene la piel curtida por largas jornadas a caballo llevando letras y doctrina revolucionaria por las aldeas de Sierra Maestra, junto a Fidel; en aquellos montes nació Roberto, su hijo, fue médico en la guerra de Angola, ahora es solo un campesino que nació con piel oscura. Dulce está jubilada, recibe una pensión de 12 dólares mensuales1 que completa limpiando casas y planchando las ropas de otros. Ayer compró dos libras de boniatos en la Bodega del Estado, cuando llegó a casa los pesó y le faltó un cuarto; mañana buscará al vendedor, le dirá cuatro cosas bien dichas y le pedirá lo que falta. Dulce siempre está contenta, Dulce nunca llora. Bueno, Dulce sí lloró una vez: lloró cuando se levantó temprano para ver pasar, frente a su casa, las cenizas de Fidel; sufrieron 3 semanas con luto oficial —prohibieron tomar bebidas alcohólicas, prohibieron cantar, prohibieron la música, prohibieron ensayar a los músicos y a los estudiantes de canto, prohibieron cantar en las iglesias— y Dulce llora, sigue llorando.

Su primo Ramiro fue mecánico en la industria chocolatera de Baracoa, tiene 84 años, recibe una pensión de 12 dólares y los completa recogiendo botellas de plástico por las calles, primero las lava y luego las vende al Estado. Después de jubilarse volvió a la casa de sus abuelos, originarios de Haití. Su casa está en Santiago de Cuba cerca de la Catedral, en la muy transitada calle Aguilera; es de estilo colonial con la fachada pintada de azul; tiene el techo muy alto, dos cuartos y un gran balcón a la calle, pero no tiene patio. El balcón muestra cuatro columnas de madera pintadas de blanco que soportan el tejado, una larga baranda de hierro forjado y una escalera de piedra roída que lleva hasta el teléfono de acceso público colgado en su pared. Bajo el balcón corren los vehículos cuesta arriba tirando abundante humo negro y también circulan las gentes que caminan bajo el sol, por eso Ramiro abre las ventanas solo por la noche para ventilar su dormitorio, de día están siempre cerradas porque el humo de las motos y de las viejas camionetas inundan todo con carbonilla y le hacen toser mucho. Anoche abrió las ventanas para tender a secar sus ropas recién lavadas. Ramiro llora de día, hoy está triste, muy triste porque alguien entró en su balcón por la noche, robó sus ropas viejas y hasta las pinzas de colgar se llevó.

Dos tiestos con flores rojas de hibiscos adornaban la ventana, también se los llevaron.

Nota

1 12 dólares mensuales era la pensión de un jubilado en tiempos de Fidel, un jefe de personal cobraba 18 mensuales y un policía 40; el gobierno ha subido los salarios recientemente, ahora las pensiones están a 63 dólares mensuales, pero escasean los alimentos, el comercio tiende a dolarizarse y la inflación está a nivel estratosférico.