Montevideo, 2012.
Arte no es mercado.
(Pintado en el muro que protege del frío a los vagabundos del Parque Rodó)
Salió de trabajar temprano. El viento y el mal tiempo impedían el pedaleo y tuvo que usar el auto. No fue el único contratiempo del día. La coordinadora residente le había pedido que fuera discreta, pero ahora le demandaba que eligiera entre el blog y su trabajo. Se rumoreaba que Helena estaba detrás de La Cruz del Sur, una aventura que, sin estrategia bien definida, había ido prendiendo la llama de interés entre distintos activistas y organizaciones sociales y ecologistas de la región. Algunas de las últimas entradas habían sido muy polémicas: cuestiones que incomodaban a quienes se sentaban en el trono del poder porque no querían que se aireasen. Hacerlo significaba enfrentarse con parte de los votantes o de los consumidores. Quizás otros pudieran permitirse el lujo, pero —como le dijo la máxima responsable de Naciones Unidas en el país— mientras Helena continuara en su puesto, las plataformas para criticar las decisiones del gobierno y de los representantes del sector privado se habían acabado. El tono era cordial. Se lo pedía, aunque dejaba clara cierta exigencia. El asunto se enredaría más si los coordinadores de otros países llegaran a enterarse que era una trabajadora de la casa quien estaba a cargo del blog. Helena sabía que, aunque Uruguay era relativamente tranquilo, asumía riegos criminales. Hacía unos años, un compañero de Rocha había desaparecido después de denunciar, frente a un silencio atronador por parte de medios y autoridades, los efectos que las fumigaciones con agrotóxicos estaban causando en las poblaciones arroceras aledañas. Los taiperos no solo estaban expuestos a vulneración de derechos laborales, sino también a broncoespasmos, conjuntivitis, gastritis, diarrea, vómitos, cáncer y malformaciones genéticas en los niños que traían al mundo.
Cualquiera que se dedicase a temas de medioambiente en América Latina había oído hablar de La Cruz del Sur. Era un lugar donde buscar información de lo que ocurría dentro y fuera de las fronteras. Esa misma mañana había «posteado» el enlace con un cuento sobre la contaminación del agua por microcystina, que muchos expertos relacionaban con las altas tasas de cáncer del país. Había una ley de silencio a favor de lo que se llamaba «progreso». Sonaba a mundos de antaño, a muros, codicia y explotación. No sabía por qué, pero se acordó de Joseph Conrad, del discurso del rey Leopoldo; de Carpentier, del burdo abuso. Su jefa le alabó la iniciativa y le dijo que, en lo personal, simpatizaba con muchos de sus puntos de vista, pero que uno tenía que saber cuándo llevaba puesto el uniforme de soldado de las Naciones Unidas. Helena le explicó que La Cruz del Sur era un nodo de comunicación, una plataforma para facilitar el intercambio, que no admitía censura. Le argumentó que trataba de superar los cortocircuitos generados por la lucha. El silencio otorgaba aquiescencia y ella no quería callar. Era muy grande para jugar a dar la apariencia de cambio. No la compraría un puesto en un organismo internacional. Si estaba trabajando en ese lugar era porque pensaba que desde allí también se podía transformar, pero si el precio que tenía que pagar era dejar de ser ciudadana, entonces renunciaría al sueldo que la alimentaba. Era casi un deber provocar el debate y difundir la información que intentaban tapar quienes ejercían el control de la vida social en su propio beneficio. Muchos de los votantes del partido, asentados en la autocomplacencia, habían preferido ignorar cuestiones de sostenibilidad en aras de sus inamovibles esquemas marxistas y productivistas. La explotación a la naturaleza y la destrucción de la cultura a ella asociada eran mantenidas por grandes tentáculos de silencio. No, no callaría, ni dejaría de escribir en su blog ni de dar espacio a todos lo que necesitaban hacer denuncias ambientales que quedaban impunes. Salió de la oficina sintiendo una gran sequedad en la garganta, una sequedad que no pudo paliar el agua del bidón de plástico del pasillo.
Las contradicciones no eran nuevas. Miró a la Rambla, sus palmeras imposibles en aquel clima, los gomeros brillantes. Los rayos de sol aterrizaban en un suelo que se fue quedando frío. Ese no sería su primer trabajo ni el último. Se había esforzado por hacer y no siempre había recogido los frutos esperados. Todavía guardaba un sabor desagradable al recordar su empleo en el Sistema Nacional de Áreas Protegidas de Uruguay. La habían contratado para informar a los vecinos menos convencidos del departamento de Treinta y Tres de las bondades de contar con la Quebrada de los Cuervos. Lo que hizo fue apoyarse en las reivindicaciones que algunos miembros del vecindario venían reclamando desde hacía tiempo. Solo puso verbos e informó de alguna legislación nacional e internacional que podía contribuir a reforzar sus demandas. Su convicción era absoluta y, aunque los más reticentes viajaban a menudo a Montevideo para hacer campaña en contra, finalmente lograron ganar la batalla. Pero no duró mucho tiempo. El discurso hizo aguas cuando se decidió que las caleras se instalasen en el área protegida. Salió avergonzada de aquella tierra con el sabor de una victoria pírrica, trasladando a sus pesadillas los paisajes con canteras de cal, agujeros hechos a las rocas y a su piel. La codicia de unos pocos necesitaba erigirse en discurso único. Por eso mediaban paredes entre la humanidad, muros de incomunicación, de fragmentación, de cal, de voces que vertían sus ecos para adentro, de ondas que rebotaban en el granito.
El día había mejorado un poco. Si no tuviera más remedio que cargar con aquella máquina que emitía CO2, volvería caminando por la Rambla. La libertad de expresión daba miedo: no estábamos educados para aceptar las críticas. El poder había hecho todo lo posible para aparentarla, pero los hechos iban en otra dirección. Al meter la llave en el contacto, comenzó a sonar el CD que había dejado puesto. Escuchó a Lila Downs y Gilberto Gutiérrez cantando Los pollos:
Anda Lázaro Patricio tu sombrero va volando,
por el aire va diciendo que este amor se va acabando.
Anda Lázaro Patricio tu sombrero ya voló,
por el aire va diciendo que este amor ya se acabó.
Se rio por la casualidad. Le gustaba esa estrofa, pero no quiso seguir subida a esa música y prendió la radio. El día anterior había escuchado la misma emisora. Todavía estaba irritada por los comentarios de los locutores acerca de la migración. Era un tema complejo para el que la sociedad uruguaya parecía, a juicio de Helena, no estar preparada. Pero como todos, ese también era un país de emigrantes, y el movimiento de humanos era tan viejo como la existencia del homínido. Los locutores habían sido más o menos correctos hasta que uno de ellos habló de las mujeres procedentes de República Dominicana. Hubiese sido preferible que no mencionaran la palabra prostitución, pero ahondó en el recurso fácil del estereotipo. Después dieron detalles claros del club donde esas mujeres «sanas y limpias» eran explotadas. Se cuidaron mucho de utilizar ese verbo. Explotar remitía a extraer la riqueza de la mina que la contiene, sacar utilidad de una tierra que se contamina, sacar provecho de un ser humano que por trabajar se envenena. Ese país que dejó antes de irse a Colombia había cambiado muy poco: el machismo arraigado dejaba impune esa violencia. Era una de las emisoras más escuchadas del país, se vanagloriaba de hacer periodismo serio. Tantos siglos de dominación no habían pasado en vano. Se quedó pensando en llamar o escribir al defensor del oyente, pero otras noticias del día se superpusieron a sus divagaciones: «…150,000 personas han muerto desde que empezó la guerra en Siria en 2011. Más de dos millones y medio huyeron del país. Los refugiados sirios llegarán a Uruguay en dos contingentes». El presidente uruguayo había sido duramente criticado por la oposición debido a su ofrecimiento de alojar a algunas personas en la residencia presidencial de Anchorena. Era lo menos que podía hacer un país para no morirse de vergüenza ante la pasividad y la indolencia internacional. Tal vez hubiera alguna oportunidad de colaborar con esos niños y sus familias. A Helena se le prendió una chispa. Después de la llamada de atención que le había propiciado su jefa, estaba pensando en renunciar al trabajo de oficina con moqueta. Robinson contribuía cada día a que tomara esa decisión. Necesitaba suelos en los que aterrizar: tocar con los pies el piso. Eso es lo que hizo durante muchos años como asistente social del centro comunal de Manga, donde muy joven aprendió qué ocurría al otro lado de la ciudad. Fue antes de la Cruz de Carrasco. Allí conoció a Hugo, quien iba todos los días muy cerca, a una ONG de jóvenes con alto riesgo de ser seducidos por el escapismo de las drogas.
Solo unos meses atrás se había enterado de la desaparición de Nabila en Siria mientras leía un viejo artículo que Ramón había colgado en su facebook: «Arden las cenizas en los cigarrales». Helena, que resistía los embates de esa dictadura electrónica de los sentidos físicos, quiso ver de qué se trataba. El título era sugerente. Hablaba de la ciudad de Toledo, de las fincas asentadas en un área protegida y su conversión a suelo urbanizable. Los cigarrales tenían sus orígenes en los privilegios de las cúpulas eclesiales que hicieron uso de ellas desde mediados del siglo XV. No siguió leyendo el resto del contenido. En cambio, sí se fijó en los comentarios. Una de las lectoras se refería a la desaparición de Nabila, era la única vía que había encontrado para comunicar con él. Se quedó helada. Mantuvo en su mente todo el día esas palabras sin saber muy bien qué significaban. Si algo le había ocurrido a Nabila el propio Ramón se lo hubiera contado. Hacía pocas semanas que ella le había escrito para informarle de la pérdida de su madre y él le acompañó en el sentimiento. Después no obtuvo más respuesta.
Dejó el coche en el garaje de su casa y caminó hasta la heladería donde había quedado con Delfina, una amiga mendocina que regentaba una posada en Valizas, donde Helena veraneaba. Entrando al local, reconoció la música de Bajofondo: «Perseguiré los rastros de este afán...» En su biblioteca había descubierto que la primera persona que escribió sobre la costa de Rocha, aunque con alguna confusión, fue un piloto de una nave holandesa errante. Antes de llegar a Uruguay, Delfina había trabajado en el área de responsabilidad social y de relaciones con la comunidad de una empresa australiana que hacía exploraciones mineras en Santa Cruz y Neuquén. Buscaban oro y plata, pero también indio, un metal revalorizado por ser utilizado para fabricar las pantallas de plasma. Conocía de cerca los conflictos relacionados con la minería de gran porte de San Juan, Catamarca y La Rioja, lugares donde ejerció como trabajadora social. Esa experiencia, aunque le imprimió una insatisfacción pareja con los procesos y vaivenes políticos que impedían transformar la realidad, le valió puntos para ver crecer los ceros de su nómina en esa empresa minera que decía operar de otra forma. Los geólogos a cargo le habían convencido de que se podía hacer minería respetando el medio ambiente, pero las dudas no tardaron en aparecer, sobre todo después de que contrataran a un director que había recibido muchas críticas en Perú por su proceder. Delfina pidió la liquidación. Su psicóloga, quien ya le había ayudado a dejar su empleo de funcionaria, le hizo pensar en que quizás lo mejor sería abandonar la minera para poder vencer su culpa. Sufrió una crisis de autoestima. Necesitaba imprimir sus huellas en un terreno más liviano y, a ser posible, ir descalza. Las botas de montaña habían encallecido sus pies; a veces creía distinguir sus suelas en pisos de piedra. Los fantasmas que fue acumulando en esos años que trabajó para la compañía minera los dejó en un pozo de Santa Cruz.
En realidad, aquella cita se había convocado para que Delfina le contara a Helena cómo habían armado la resistencia y las asambleas populares en distintas provincias argentinas y ofrecerle la posibilidad de compartir ese conocimiento a través de la La Cruz del Sur; pero una nueva incógnita llevaba gravitando semanas sobre su cabeza: quería saber si su amiga había oído hablar de la pareja colombiana. Los Colmenero aparecían en los sueños de Helena como unos seres de manos desproporcionadas y acaparadoras: surgían de todos lados, incluso de donde menos se los esperaba. Encarnaban la canción que componía los hilos tejidos en las redes de las sombras.
Aquella sí era una telaraña espesa y rancia encajada en la corteza de un ombú podrido.
Como Delfina tardaba en llegar pidió un jugo y la clave de wifi. Las letras de su celular eran demasiado pequeñas para su presbicia. Sacó sus lentes y abrió el primer correo: una campaña de Greenpeace para evitar la explotación de una reserva minerales bajo el hielo del Ártico. El segundo era de su amiga Lilián, un mensaje escueto que convirtió en fuego el resto de la tarde: «Conexiones de Colmenero con la Fundación Latch, de los multimillonarios estadounidenses, en América Latina». Junto a sus palabras había un enlace, pero al pincharlo solo encontró tres palabras: «page not found».
Cuando Delfina llegó, la mirada de Helena yacía en el interior de un glaciar ártico a punto de derretirse. Las cenizas también eran transportadas desde el fuego al hielo e impedían que la luz del sol se reflejara.
Se aceleraba el deshielo, se aceleraba el deshielo.