Este es un relato de docuficción. No existe la tal carta ni el tal autor o autora. Pero sí existe lo que el texto manifiesta.
Sé que al escribir esta carta —que más bien es una denuncia— se me puede ir la vida. Pero mi ética no me permite seguir ocultando algo que, a todas luces, es una inmensa tropelía, una injusticia con un descaro inconmensurable, una cosa realmente repugnante. No he de firmarla, pero cualquiera que sepa de la reunión que voy a presentar ahora, podrá colegir rápidamente quién es su autor o autora. Dejo, de todos modos, el anonimato como mi pretendido paraguas cobertor. Si saben quién la escribió, por supuesto que soy persona muerta. Pero eso no me preocupa. Como dicen que dijo Aristóteles en su intercambio con su genial maestro ateniense: «Soy amigo de Platón, pero más aún lo soy de la verdad».
Quiero tener total claridad y transparencia, y si lo que digo aquí sirve para que más de alguien pueda abrir los ojos y reaccionar como debe ser, me alegraría muchísimo. Lo digo abiertamente, sin pelos en la lengua: estamos ante una monstruosidad espantosa, ante la posibilidad de que el gran poder de la primera potencia capitalista del mundo, Estados Unidos de América, nos maneje de una forma brutal, absoluta, pero con la mayor de las sutilezas, a tal punto que no podríamos darnos cuenta de la artera maniobra en juego. ¿Qué quiero decir con esto? Que el grado de sofisticación que se está teniendo en las nuevas guerras que libra el sistema capitalista para defenderse e intentar perpetuarse, nos deja estupefactos. Es de destacarse que quien lo hace en grado sumo, es ese país, de momento líder del capitalismo mundial, con una saña y una sangre fría que asustan.
Todo el mundo o, al menos, la pretensión de trabajar sobre la mayor parte de la humanidad que le sea posible, es el objetivo que se traza la gran potencia. ¿Para qué? Para seguir manteniendo su papel de hegemonía planetaria absoluta. Sabemos que, a fines del pasado siglo, entre 1980 y el 2000, los geoestrategas de Washington formularon los tristemente célebres Documentos de Santa Fe. Los mismos, esas cuatro piezas sin desperdicio que escribieron esta gente sin escrúpulos, patéticamente conservadora y retrógrada, no tienen color partidario; es lo mismo si quien está en la Casa Blanca es demócrata o republicano —por último, para la política exterior de Estados Unidos eso no importa: todos los presidentes responden por igual al nefasto complejo militar-industrial quien es el que, efectivamente, fija los criterios para la geodominación global. Esos documentos, como es sabido, tienen como objetivo básico lograr que el siglo XXI siga siendo, al igual que el siglo XX, dominado por el país de los vaqueros. «Por un nuevo siglo americano», se titulan. Eso lo dice todo.
En ese contexto, en su denodada lucha para evitar que aparezca otra potencia que le haga sombra —para el caso China o Rusia—, el proyecto de la clase dirigente de Estados Unidos es hacer todo, absolutamente todo lo posible para seguir manteniendo el liderazgo mundial. Y cuando decimos «todo», queremos decir exactamente eso. Cualquier cosa está justificada: guerras nucleares limitadas, manipulación del clima y provocación de catástrofes supuestamente naturales, sistemas de espionaje planetario total que terminan con la privacidad de la población, banco de datos de la población mundial para saber cómo piensa cada quien, magnicidios, guerra química y bacteriológica a niveles inimaginables, guerra mediática llevada a cotas esquizofrénicas, centros de tortura con la más alta tecnología, militarización del espacio sideral, sabotajes salvajes, preparación de mercenarios sin la más mínima contención ética, y un largo etcétera que escandaliza. Para todo ello, para seguir manteniendo ese «nuevo siglo americano» —así lo establecen esos documentos sin el más mínimo reparo— está dispuesta a emprender cualquier cosa, más allá de todo límite moral. Me permito decir —pues la experiencia así lo demuestra— que en esto de mantener los privilegios, cualquiera que detenta una cuota de poder, sea cual fuere, actúa siempre de la misma manera: los defiende como fiera enjaulada, con toda la brutalidad y saña posibles. ¿Quién acaso cede gentilmente, con simpatía, con benevolencia, sus privilegios? ¿Los varones ceden amablemente sus privilegios ante las mujeres? Por eso se sigue manteniendo el patriarcado; ya no hay cinturón de castidad, pero el machismo insultante continúa. ¿Los blancos ceden su poder sobre los no-blancos? ¡Ni pensarlo! De ahí el repugnante racismo que sigue marcándonos. ¿Los propietarios ante los desposeídos acaso? Pero razonar sobre estos tópicos nos llevaría por caminos escabrosos, y no es esa mi intención con esta breve misiva. Además, creo que no me dan mis fuerzas intelectuales para hacerlo. Por eso, vuelvo a lo que, más modestamente, quería transmitir.
La clase dominante de Estados Unidos, decía, autoproclamada poseedora de un presunto destino manifiesto, se siente dueña y dominadora del planeta. Desde la extinción de la Unión Soviética y la emblemática caída del Muro de Berlín, la dichosa «cortina de hierro», como oprobiosamente se le conoció, ese grupo de super poderosos, representado por el elenco gobernante que dirige desde la Casa Blanca de Washington —por cierto, varones blancos, ya que estábamos hablando de patriarcado y racismo—, se ha entronizado y ensoberbecido. Como ningún imperio en la historia, se siente omnímodo, intocable, absoluto. Dicho en otros términos: unos dioses. Aunque —y esto es lo importante a destacar— en su fuero íntimo sabe que ni es tan omnímodo ni tan intocable. Nuevas fuerzas han venido surgiendo últimamente en el mundo, las cuales fuerzas le comienzan a disputar esa hegemonía. Como leí por ahí: «El amo tiembla horrorizado ante el esclavo, porque sabe que el esclavo, inexorablemente, en algún momento se rebelará, y el amo tiene así sus días contados». Es por eso por lo que, para no perder sus privilegios, ese grupo de ensoberbecidos ricachones puede hacer cualquier cosa.
Pero el mundo se mueve, cambia, se transforma. La clase dominante de esta gran potencia ya ve venir su ocaso. Si el dólar se ha estado manteniendo por espacio de siete décadas como la divisa obligada de la humanidad a base de desembarco de marines o de bombas inteligentes, hoy por hoy esa supremacía comienza a ponerse en entredicho. Eso la tiene tan, pero tan inquieta. Y lista para accionar.
La República Popular China, con un complejo sistema político que, desde Occidente, se nos hace a veces muy difícil entender, eso que se llama «socialismo de mercado» —capitalismo con un Estado comunista que dirige férreamente y planes a un siglo-plazo— en estos últimos años ha pegado un salto cualitativo fabuloso. Ya no es el taller del mundo donde se fabrican juguetitos de mala calidad o chucherías descartables; ahora es una super potencia científico-técnica, con desarrollos que obnubilan. Según revistas especializadas, la investigación científica china ya aventaja a la estadounidense. Un sol artificial producto de la fusión nuclear que generaría energía limpia infinita, la computadora cuántica más rápido del mundo, trenes de alta velocidad que dejan estupefactos, obras de ingeniería tan osadas que ni Le Corbusier hubiera podido imaginar, inteligencia artificial y robótica impresionantes, tecnologías 5G y 6G para las comunicaciones únicas en el mundo, investigación espacial que ya comienza a superar a rusos y estadounidenses, un vehículo interplanetario en viaje hacia Júpiter, misiles hipersónicos que apabullan al Departamento de Estado norteamericano, todo eso marca que este país toma la delantera de la humanidad. Su economía, no basada en el dólar, está marcando el rumbo. Y como van las cosas, lo seguirá marcando cada vez más, desplazando al imperio americano.
No cabe dudas que el capitalismo ha dado grandes frutos, resolviendo problemas ancestrales de la humanidad. O resolviéndolos en parte, al menos. Los irlandeses que desembarcaron en la costa este de Estados Unidos hace algunos siglos en el legendario Mayflower, además de matar muchos indígenas norteamericanos y de haber traído cantidades de población negra del África como esclavos a su territorio, definitivamente crecieron. Si bien fueron, desde el inicio, unos reverendos… bueno, ustedes me entienden… además de eso, desarrollaron un sistema económico que, al menos a un grupo de población en el mundo, le dio resultado. Estados Unidos creció y obtuvo grandes logros científico-técnicos. Eso es innegable. Tanto, que dejó atrás a Europa, y andando el tiempo, llegó a dominar buena parte del globo terráqueo. Para la postguerra del 45 producía una tercera parte del producto global con tecnologías de avanzada, y con una población que es el 2% de la población planetaria total, consumía el 25% de todos los recursos del mundo. Un trabajador yanki podía sentirse opulento, porque realmente lo era comparado con otros trabajadores del mundo.
Como es sabido, para después de terminada la Segunda Guerra Mundial —que, en realidad, fue ganada por la Unión Soviética, quien puso 25 millones de muertos y una infraestructura nacional casi aniquilada en su totalidad en el enfrentamiento—, Estados Unidos, que no recibió ni un balazo en su territorio, quedó como líder absoluto del planeta. Con Europa devastada y reconstruida con el infame Plan Marshall —que convirtió al así llamado Viejo Mundo en su rehén—, con un nivel de confort para sus habitantes único en todo el globo y, en aquel entonces, el monopolio del arma nuclear, Estados Unidos se sintió dios. Pero se les fue la mano en su altanería, en su narcisismo hedonista. Empezaron a consumir locamente, más de lo que producían. Recuérdese el derroche monstruoso de las décadas de los 50 y los 60 del siglo pasado, cuando era común que un trabajador estadounidense tuviera un automóvil de 8 o de 12 cilindros, quemando petróleo en forma incontrolada. Vehículo que —eso es el consumismo— cambiaba periódicamente, sin que fuera necesario.
Ahí comenzó la decadencia, igual que le pasó al Imperio Romano ensoberbecido por sus grandezas. Sin ningún lugar a dudas Estados Unidos se convirtió en superpotencia, viendo en la Unión Soviética su archirrival, que presentaba otro modelo de sociedad, quizá más austero… ¡o más racional! Norteamérica fue el punto máximo del capitalismo, donde todo es negocio, donde lo más importante es «hacer dinero», y consecuentemente, consumir. La llamada obsolescencia programada vino a entronizarse: fabricar cosas para que se rompan rápido y haya que renovarlas, así no se detiene nunca el ciclo económico. Pero justamente ese consumo desaforado, ese despilfarro loco, sin límites —todo se compraba por docenas; se usaban una o dos cosas, y el resto se echaba a la basura, todo había que cambiarlo rápido, la sed insaciable por lo nuevo y lo que está de moda se impuso con frenesí enfermizo—, esa forma de comerse el mundo comenzó a pasar factura. Como alguien sabiamente dijo: «comenzaron a cagar más alto que el culo», y eso es insostenible. Se consume lo que se tiene, si no, se entra en deuda. Exactamente eso pasó en este país: la deuda de cada familia —todo el mundo endeudado con hipotecas y varias tarjetas de crédito—, y las deudas federales, ya sea la fiscal o su deuda externa, se fueron haciendo cada vez más abultadas. En términos técnicos: impagables. Repitamos: consumen más de lo que producen, y eso no es sostenible. Las facturas, tarde o temprano, hay que pagarlas. Y en este caso, ese consumo desaforado y voraz de ese 2% de la población planetaria, ha destruido buena parte del medio ambiente, comiéndose una enorme cantidad de recursos no renovables. Se produjo así una catástrofe medioambiental que afecta a toda la humanidad, siendo que muchísima gente en el mundo jamás consumió ni la milésima parte de lo que consume un ciudadano estadounidense. ¿Saben ustedes cuántos litros diarios de agua consume un Homero Simpson? Más de 100. ¿Y saben cuánto consume un africano subsahariano? ¡Solo un litro diario! ¿Quién paga esa factura entonces?
¿Cómo se mantuvo Estados Unidos y siguió siendo superpotencia? Como hace el grandote del barrio: en base a bravuconería, aprovechándose que no tiene rival de peso. Con los socialistas de la Unión Soviética, aunque en un primer momento inmediatamente después de terminada la guerra en 1945 hubo hipótesis militares para destruirla con armamento atómico, no se atrevieron. Y rápidamente el primer Estado obrero y campesino del mundo tuvo también sus misiles nucleares, llegando a equipararse, o incluso a superarlo: recordemos la bomba de hidrógeno soviética. Ya sabemos lo que eso significó: una Guerra Fría, con amenazas y bravatas de ambas partes, que se peleó no entre los dos gigantes sino a través de sus países satélites, de sus zonas de influencia. Así, Medio Oriente, África, Centroamérica pusieron los muertos, mientras las dos potencias se amenazaban con armamento cada vez más letal, sin atreverse a disparárselo entre sí. Por supuesto, para el complejo militar-industrial de Estados Unidos, eso era una ganancia fabulosa, estratosférica. Para la URSS, su derrota.
La Guerra Fría terminó, y Estados Unidos fue el ganador. Pero antes ya había comenzado el declive. Aunque no lo quiera reconocer, el país hace tiempo que ya viene desacelerándose. Podría decirse que se echó a dormir en sus laureles. Lentamente fue perdiendo la delantera en muchos aspectos. Por ejemplo: un emblema de la industria norteamericana, un símbolo de su hiper desarrollo, la General Motors Company, que fabricaba siete marcas de vehículos y ocupaba a miles y miles de trabajares en el mundo, terminó quebrando, y fue el Estado quien salió a su rescate —por supuesto, con fondos públicos, que pagaron los mismos ciudadanos. Los vehículos japoneses, menos consumidores de petróleo, más baratos, la hicieron hundir. Sin dudas Estados Unidos sigue siendo una potencia, pero lentamente fue deteniendo su velocidad, su empuje. Vivir endeudado no es buen negocio para nadie. Lo cierto es que en estos últimos años le aparecieron sombras por varios frentes. Aunque caído el Muro de Berlín se alzó como superpotencia unipolar, su dinamismo ya estaba perdido. Su economía, cosa de la que la prensa capitalista prefiere no hablar, se empezó a mantener en muy buena medida gracias a las inyecciones financieras japonesas y chinas. Siguió siendo el hegemón indiscutido, aunque ahí fueron apareciendo China, como ya dijimos, y Rusia, ensombreciendo su futuro. De la mano de un exagente de la KGB convertido en el nuevo mandatario, el país euroasiático renació política y militarmente. En este último ámbito, desarrolló armamento que hizo palidecer al Pentágono, superándolo en términos de poder de fuego, sacándole algunos años de delantera en el desarrollo del armamento más sofisticado. Gracias a la venta de petróleo y gas, Rusia logró acumular ingentes cantidades de divisas, de las más grandes del mundo. Hoy por hoy, ambos países de este nuevo eje de poder: China y Rusia, son la sombra de Washington. Y en verdad se la están poniendo bien difícil. ¿Se imaginan lo que va a pasarle a la nación americana si se destrona el dólar? Todo indica que hacia ahí vamos. Por eso su clase dominante, que ahora vive en muy buena medida de la especulación financiera y de la fabricación de armas, es decir, de la fabricación de guerras, está algo nerviosa. Nadie quiere perder sus privilegios, ¿verdad?
Pero no quiero extraviarme. Vamos a lo concreto, al punto que me hace escribir esta carta. Aunque no voy a revelar mi identidad —los servicios de inteligencia muy probablemente me terminen identificando— he de decir que fui una de las 60 personas convocadas por una Fundación del país del norte —una forma elegante de enmascarar una iniciativa de su gobierno— supuestamente para darnos una capacitación. En realidad, se trató de una forma de introducción —pretendidamente sutil— sobre las nuevas armas que están desarrollando. Como todas y todos los convocados tenemos que ver, de modo directo o indirecto con el tema, la idea fue ponernos al corriente de estos nuevos ingenios, para que nosotras y nosotros nos vayamos familiarizando y, con discreción, propagandizarlos.
La susodicha reunión tuvo lugar en un lujoso hotel en alguna isla caribeña, esos lugares de ensueño reservados solo para millonarios. Supongo que quisieron darnos un trato especial, magnífico, para hacernos sentir parte de un todo, de una familia, de un proyecto compartido. Yo, sinceramente, a esta altura de mi vida ya no puedo compartirlo.
Cuento en dos palabras por qué. Fui muy pobre en mi infancia en algún país latinoamericano —que, por razones obvias, no he de mencionar. Con madre viuda a corta edad, sin papá, me tocó hacer de sostén de la casa desde muy pronto, atendiendo a mis dos hermanos y asistiendo a mi mamá, que tuvo demencia senil siendo bastante joven. Tengo facilidad con los idiomas, por lo que llegué a manejar con mucha fluidez inglés y francés, además de español, mi lengua materna. Eso, más mi formación universitaria —estudié con beca completa toda mi carrera y mi maestría en una prestigiosa universidad privada— me permitió llegar a un puesto relacionado con la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, más conocida como USAID, por su sigla en inglés. Sin falsa modestia, puedo decir que soy muy capaz —nunca desaprobé una clase en la universidad, siempre con las mejores notas. Descollé desde un primer momento en la empresa contratista que trabajaba con fondos de la AID, laborando ahí en mi especialidad —tiene que ver con la comunicación, y perdón si no doy más datos específicos. Espero sepan entenderme. Es por mi seguridad. Todo el mundo me tomó como alguien afín a los dólares, alguien que se vende por un buen puesto en una de estas parasitarias empresas que se llenan la boca hablando de desarrollo y usan un lenguaje políticamente correcto, mientras son la contracara —la cara amable, se diría— de la nefasta CIA. ¡Sí, sí: de la CIA! Lo digo sin cortapisas, porque en mi trabajo me fue tocando cada vez más verme con oficiales de la Agencia. Hasta ahí les cuento quién soy. Yo no soy de la CIA, no soy estadounidense, ni lo quiero ser, amo a mi patria en la sufrida Latinoamérica, y veo que el dominio de esa clase privilegiada del gran país del norte es infame. Si hasta hace poco, sabiéndolo o no, trabajé para ella, ahora digo basta, ya no más. No puede seguir tolerándose su altanería, su arrogancia y prepotencia. O, dicho más claramente aún, su violencia infinita. No debemos olvidar nunca que fue el único país en la historia que se permitió usar armas atómicas contra población civil no combatiente en Japón, cuando la guerra ya estaba terminada, solo para mostrar al mundo su músculo. ¿Sabían que muchos, cuando no todos, los militares asesinos y torturadores que tenemos en nuestras tierras fueron preparados por estadounidenses? Si pueden, lean un manual de contrainsurgencia de esos que usan en esas clases: van a caer de espaldas.
Aclaro rápidamente que, aunque tuve que relacionarme en forma creciente con esta gente, nunca estuve de acuerdo con ellos. Reconozco, no sin vergüenza, que «poderoso caballero es don dinero», por lo que los sucios y asquerosos billetes verdes me obnubilaron en un primer momento. Para alguien que más de alguna vez se tenía que acostar con el estómago vacío en su niñez y adolescencia y que veía a sus hermanitos descalzos porque no había para zapatos, tener en la mano cada fin de mes cuatro o cinco mil dólares, era una cosa increíble. Eso atrapa, fascina, nubla la mente, debo reconocerlo. No se imaginan ustedes la sensación de triunfo inconmensurable que tuve cuando pude comprarme mi primer teléfono inteligente. Me sentía en la cima. Así me pasé varios años. Como era muy competente en mi trabajo —no me avergüenzo de lo hecho, porque lo mío era puramente técnico, yo no tomaba decisiones políticas— fui escalando posiciones. Y consecuentemente: salario. Pero lo recién sucedido me asqueó de tal manera que decidí renunciar. Y, además, me decidió a hacer público todo este disparate. Mas no digamos disparate. Digamos lo que efectivamente es: ¡esta mierda!, ¡esta loca aventura hija de puta de unos millonarios ávidos de poder que se sienten superiores al resto de los mortales!
Sin extraviarme en pormenores, entonces, diré que en la susodicha reunión había médicos psiquiatras, psicólogos sociales, comunicadores, diseñadores de campañas publicitarias y propaganda política, ingenieros en informática, más los cinco facilitadores, que eran estadounidenses. Se habló solo en inglés. Todo lo logístico fue de primera: se nos trató como reyes. ¿Qué se buscaba con ese encuentro? Asumiendo que toda persona que estaba allí es directamente un defensor/a del american way of life, la idea era motivarnos para trabajar —tal como dicen los Documentos de Santa Fe— por «un nuevo siglo americano». En otras palabras: mostrarnos los «progresos» de la ciencia yanki, haciéndonos partícipes de esta. ¿Y para qué eso? Para que seamos divulgadores de esas «maravillas», que permitirán —al poder de Washington, obviamente— manejar las mentes de la humanidad. Eso es lo que están tramando. Yo no quiero ser parte de ese plan, me espanta, me horroriza. Por eso ahora tomo la pluma para denunciarlo.
Parece de ciencia ficción lo que estoy relatando, ¿verdad? Una de esas malas películas, viejas películas en blanco y negro, de un científico loco que pergeña alguna criatura extravagante en su laboratorio, un ser terrible y sanguinario que responde solo a la voz de mando de su creador. Pues bien: eso no es ciencia ficción. Si escribo esta carta pública es para hacer saber al mundo que la clase dirigente de Estados Unidos, a través de su gobierno de turno, está preparando ese engendro maquiavélico, monstruoso, patético, con el que piensa asegurar la continuidad de su hegemonía mundial. Me refiero a las llamadas neuroarmas.
¿Qué es eso? Dicho rápidamente: armas que sirven para influir directamente sobre la conducta humana a través de la alteración de funciones del sistema nervioso central, manipulado procesos cognitivos y emocionales, influyendo abiertamente sobre ciertas capacidades humanas tales como la percepción, el razonamiento, los valores éticos o la tolerancia al dolor. Ello se deriva de los fenomenales avances en el campo de las neurociencias. La idea de base es poder intervenir directamente en los procesos cerebrales, estableciendo lo que las personas deben pensar y/o sentir. Esas neuroarmas pueden darse bajo la forma de agentes biológicos, o de armas químicas, así como de energía dirigida. Todo ello puede maquillarse, presentándose como mejoras en el campo de la biotecnología, con altruistas fines humanitarios para atender determinadas enfermedades, dizque promoviendo el bienestar general. Se puede hablar así del diseño de dispositivos útiles para expandir o mejorar las capacidades cognitivas y comunicativas de la gente y mejorar la salud y sus capacidades físicas. Dicho así, obviamente, suena bien. ¿Quién podría oponerse? En realidad, más allá de toda esa pomposa parafernalia discursiva, se busca la más repugnante manipulación. Con estas neuroarmas se logrará hacer pensar y/o sentir lo que determinados centros de poder quieren que se piense o se sienta. Por supuesto, de más está decirlo, el guion lo escribe la superpotencia, a su favor, claro está.
En este bendito encuentro del que hablo, nos mostraron las posibilidades que las mismas abrirían. Todo indica que sí, efectivamente, se puede manipular a gusto la voluntad de la gente. Si desde hace más de un siglo con un bombardeo de publicidad nos obligan —digamos que sutilmente— a tomar Coca-Cola, sin que entonces se usaran las llamadas neurociencias, ¿qué no lograrán estas acciones basadas en preceptos científicos? Si es posible manipular el pensamiento con inducciones, mucho más lo será con técnicas específicas, desarrolladas y probadas en laboratorios, con impactos tan profundos que no se pueden ver, pero que actúan en forma demoledora a nivel de corteza cerebral. ¿Recuerdan los experimentos de publicidad subliminal de décadas atrás, prohibidos en su momento? Pues bien: esas cosas son juego de niños comparado con lo que ahora se viene. Pávlov, con sus perros de experimentación, moriría de placer al ver estos logros de condicionamiento.
Puede parecer novelesco todo lo que aquí expongo, pero aseguro, y doy fe de ello, que esas manipulaciones ya existen. Se nos convocó en la ocasión para mostrarnos esos avances: nanochips que se implantan en el cerebro, manipulación de ondas cerebrales, artificios que parecen sacados de una película de terror, pero que ya se han probado. Y lo peor: ¡son efectivos! Convergen en todo esto distintas disciplinas, que pueden ser interconectadas, como la nanotecnología, la biotecnología, la informática y las llamadas ciencias cognitivas. En ese lujoso hotel, mientras comíamos opíparamente y podíamos disfrutar de una paradisíaca playa privada, con ranchitos modestos no muy lejos de allí donde vive el personal que nos atendía, se mostraron experiencias filmadas, por ejemplo, de soldados manipulados de esta forma, con lo que se logra hacerlos inmunes al miedo y al dolor, carentes de todo sentimiento y traba moral, listos para cumplir cualquier misión. Rambos a la medida de lo que se desee. Es decir: un humano absolutamente robotizado, manipulado, llevado como marioneta. De esa manera, con esto que se llama neuroarmas, esos soldados, esos seres humanos más bien dicho, se convierten en terribles armas letales, más devastadoras que las armas nucleares. Seres manipulados hasta sus entrañas, transformados en autómatas libres de ataduras éticas y sin umbral de dolor ni miedos paralizantes, listos para cumplir cualquier cosa. «Máquinas de matar», en el más cabal sentido de la palabra, sin asco, sin remordimientos, sin frenos. Y lo mismo se podrá hacer con la población civil: ¡piense esto, no piense tal cosa, sienta esto otro, no sienta tal otra cosa! ¡¡Patético!!, ¿verdad?
Como todo esto me resultó infame, repugnante, alevoso, sin ser yo precisamente de pensamiento comunista, entiendo es mi deber hoy hacerlo de conocimiento público. Si esta carta sirve de algo, me alegraría mucho. Por favor, divúlguenla.