Muchas veces, luego de una crisis amorosa, se cae en un vacío inconmensurable, una vulnerabilidad espantosa que provoca la perdida de todas nuestras certezas. Al improviso te encuentras en una punta afiladísima de iceberg, donde el más mínimo movimiento significaría caer al desconocido abismo de la inseguridad. Es como quedar a oscuras en un corte de luz improviso sin los instrumentos básicos necesarios para iluminarte ni siquiera para encontrar una linterna o fósforos.
Pierdes en ocasiones, familia, amigos, casa, trabajo, proyectos y sueños. Tu mundo maravilloso se desmorona delante de tus propios ojos y no puedes sujetarlo porque no te dan las fuerzas o porque, tal vez, no te sientes merecedora de nada. Todo esto sucede cuando te han enseñado que cosas, personas, situaciones y relaciones son eternas e inmortales.
Cuando la tradición, la sociedad, la religión te dicen que sin la persona amada no eres nada, quiere decir que no te han enseñado a tolerar la frustración, ni a desarrollar la autosuficiencia, porque a todos les beneficia tu dependencia y sumisión.
Comienzas así un camino doloroso, pero a la vez reconfortante de reconocimiento propio, poco a poco, algunas mujeres en breve tiempo, otras en más, se dan cuenta de que hay una fuerza interior desconocida que las hace levantarse día a día porque son más que una esposa, madre o compañera.
Inicias entonces a utilizar nuevos vocablos: amor propio, autocuidado, redes de apoyo, luto, por el término de uno de los proyectos, hasta ese entonces, más importantes de tu vida: la pareja. Dejas el «nosotros» para iniciar a conjugar los verbos en primera persona y te parece tan extraño, pues demasiado tiempo ha pasado desde que no lo hacías. Se te acusa de egoísta, egocéntrica y te recalcan que el mundo no gira alrededor de ti, pero tu vida y opciones por mucho tiempo las hiciste entorno hacia ese sol que las iluminaba y contenía en su dependencia de seguridad.
Pasó lo que, con Ícaro: ese omnipotente sol, te quemó las alas, porque la libertad que te daba siempre fue relativa y el costo era a veces inalcanzable.
Fue curioso descubrir que, aunque tú misma pusiste punto final a esa relación, vives también un duelo, pues tu proyecto del «para siempre» se desvaneció en la ruptura y con él, el sueño de la eternidad de un amor.
Te hablan de «redes de apoyo», extraña expresión que oíste, por primera vez a algún psicólogo, pues sí, a algunas mujeres la culpa las lleva a una gran oscuridad. ¿Cuál culpa se preguntarán ustedes? Pues la de romper una relación que a ojos de todos se veía «tan perfecta» pero que a puertas cerradas te iba consumiendo el aire imperceptiblemente hasta el punto del sofocamiento.
Estas redes, no siempre son la familia, al contrario, muchas veces es esta misma la que impone culpas heredadas que jamás se terminarán de pagar, ¡como el pecado original! Es así como sorpresivamente aparece el más conservador de los conservadores: tu padre, quien dice «no serás ni la primera ni la última» reencontrándote con ese padre apañador que siempre soñaste y se dan la oportunidad de ejercer nuevamente sus roles de padre e hija. Al mismo tiempo te llevas la sorpresa de la vida: tu madre, la que siempre fue tu confidente, no te acoge, no entiende, te acusa de debilidad por no saber superar las dificultades que «siempre han existido en las parejas». Te abandona, te juzga y no logra entender «cómo dejaste a un hombre tan bueno, que nunca te fue infiel y que además nunca te pegó».
Son los parámetros que tienen nuestras madres, quizás hoy ya menos, que dejaron de ser ellas para convertirse en esposas, madres o dueñas de casa, porque así debía ser. Comienza aquí otra lucha, la de dejar de ser el espejo en el cual ella mira a la mujer en la que tal vez, siempre quiso convertirse pero que retrógrados paradigmas se lo impidieron viviendo en una perenne frustración.
Es el momento en que miras hacia el lado y comienzas a ver a otras mujeres iguales a ti, en la misma procesión, llevando la misma cruz de la culpa sobre los hombros y sientes que la vida se te ha acabado. La Iglesia te castiga y aunque gran parte de tu vida serviste a sus obras de bien, sin piedad te saca de sus filas.
Otros te ven como una valiente por dejarlo todo y comenzar de nuevo, pero en tu mente no reconoces esa valentía, más bien la ves como «sobrevivencia» pues el aire ya estaba por acabarse y comenzaba a nublarse tu mente y el miedo a hundirte en esa oscura profundidad, te hizo ocupar desesperadamente el último respiro para asomarte a la superficie y salvarte.
Te repites incansablemente, «no puede terminar así, no puede ser que esté condenada a vagar en la infelicidad por haberme alejado del mundo ideal». Recuerdas en ese instante que hubo alguien que después de vivir una horrible muerte, resucitó; que un ave renació de sus propias cenizas y que un sumo poeta luego de visitar el infierno, ¡alcanza la gloria al llegar al paraíso!
Surgen a tu alrededor otras mujeres que han convertido sus cruces en puentes, en escaleras, en sillas si el cansancio lo ameritaba, pero es solo para reponer fuerzas y seguir, seguir este gran camino del redescubrirse fuertes, inteligentes, a las que la vulnerabilidad asusta, son tantas que se sostienen unas a otras y logran iluminarse hasta en la más profunda de las oscuridades porque su luz no se extingue nunca.
Por fin comprendes lo que significa una red de apoyo: es la contención, es la valentía de las que lograron encender su luz interior, de las que te potencian, te levantan, creen en ti, aunque te vean en esa profundidad oscura, porque ellas se descubrieron a sí mismas y traspasan su luz perpetua.
Has dado el gran paso hacia la recuperación del «yo», no te detengas, suelta el pasado, deja solo lo que te sirva para continuar, así tu nueva travesía será liviana y fluirás. Te sorprenderás de la fuerza interior que tenías guardada, de la gran guerrera en la que te has convertido.
Te sentirás tan plena que dirás, esta vez sin culpa: «no conozco mis límites porque no los tengo». Tu luz hará brillar a las que vengan después de ti, iluminarás su oscuridad y el miedo desaparecerá, esto es la sororidad.