La historia humana es mejor entendida en términos de revolución que de evolución. El conocimiento sea científico o artístico va hermanado con cambios radicales de paradigma que implican un «volver a cero», es decir que lo que antes servía para comprender o hacer ya no es válido o funcional. No obstante, predomina el rompimiento, no la continuidad, tanto en ciencia como en arte.
El arte en particular ha sido un reflejo evidente de los cambios de paradigma tanto en el proceso creativo, como en los modos de percepción y apreciación de este. La paradoja es que cada cambio de paradigma artístico planta las semillas de la siguiente revolución.
Por ello, es tan oportuno como relevante el renovado y creciente interés, que tiene lugar desde el 2018, alrededor del más prominente pintor romántico, Eugene Delacroix, en museos establecidos que le pueden hacer justicia por contar con sus explosivas y envolventes pinturas de gran y pequeño formato.
Desde 1963 no se había organizado una muestra retrospectiva dedicada a Eugene Delacroix. Fue hasta el 2018, que el Museo del Louvre marcó tendencia al visibilizar nuevamente su obra, vida y quehacer, llevando desde entonces a museos establecidos en Europa y Norteamérica a provocar nuevas curadurías y lecturas críticas.
La mejor forma de aquilatar la contribución de Delacroix al arte es ver su obra organizada a través de los capítulos centrales de su carrera. Que es justamente en lo que han coincidido diversos curadores, mayormente europeos.
Cuando uno recorre su obra mediante sendas retrospectivas, como las realizadas, antes y durante la pandemia, puede ganar una vista panorámica conociendo sus inicios como joven pintor, su interés en la narrativa de Byron, Goethe y Shakespeare, sus viajes a Inglaterra y al norte de África, sus murales, su imaginería religiosa, y sus diarios con autoevaluaciones y variaciones sobre su obra anterior hasta sus últimas pinturas antes de morir en 1863.
Cambio paradigmático
Delacroix nació en una familia acomodada venida a menos al colapsar el imperio de Napoleón. Quedó huérfano y sin recursos en una época de agitación económica, política y artística, lo que lo obligó a transformarse en un emprendedor tanto en lo social como en lo intelectual.
Como pintor se dio a conocer en 1820 con obras de gran formato que recibieron la aceptación del público y la crítica en el Gran Salón de Paris, y que estaban en clara oposición al Neoclasicismo. Este último surgió en el siglo XVIII para denominar al movimiento estético que venía a reflejar en las artes los principios intelectuales de la Ilustración, que se venían produciendo en la filosofía y que consecuentemente se habían transmitido a todos los ámbitos de la cultura.
Sin embargo, su decadencia coincidió con la de Napoleón Bonaparte, y el fin de su imperio. El paradigma fue sustituido por el Romanticismo del cual Delacroix se llegaría a convertir en el mayor representante, aunque su vida personal no reflejaba lo que pregonaba.
De hecho, es notable que Delacroix pusiera su pasión en su obra, no en su vida personal. Vivió frugal y castamente asistido solo por su ama de llaves. Quienes lo conocieron, especialmente sus amigos, lo describieron como una persona un poco fría, leal, sobria, confiable, recta y honesta. Delacroix era romántico solo en su obra plástica.
El término romántico, surgió en Francia en el siglo XVII para referirse a la novela, y fue adaptado a principios del siglo XIX a las artes plásticas, en contraposición al neoclasicismo que imperaba entonces. El romanticismo en la pintura se extiende desde 1770 hasta 1870 y fue de la mano con los movimientos sociales y políticos, que ganaron cuerpo con la Revolución francesa y fueron objeto de muchas de sus representaciones en la pintura.
Este movimiento enfatizaba la sensibilidad emocional del individuo, sobre la razón y la vuelta a lo clásico que pregonaba el pensamiento y el arte precedente. De hecho, Delacroix dijo que el romanticismo era «la libre manifestación de sus impresiones personales».
El romanticismo defiende la superioridad del sentimiento sobre la razón, y por ello exalta la sensibilidad, la imaginación y las pasiones. Aunque encontró en Delacroix un catalizador en la pintura, la historia lo ha visto más como un movimiento social y espiritual.
Éxito temprano
En el salón de Paris, en 1822, Delacroix exhibió su obra Dante y Virgilio en los infiernos, la visión aterradora del poeta italiano Alighieri junto al también poeta Virgilio a bordo de un bote sacudido por la tempestad acosado por las almas perdidas del infierno. Aunque la obra tiene reminiscencias de clasicismo, la atmosfera dramática es claramente romántica.
Es precisamente en estos hombres condenados en los que Delacroix muestra su maestría como pintor. Son figuras angustiadas que se retuercen en grandes escorzos, están desnudos y su sufrimiento es claramente perceptible en sus rostros que, en ocasiones, están desfigurados.
Como han dejado claro otros historiadores y críticos las figuras muestran influencia de las obras de Rubens o del Juicio Final de Miguel Ángel. Son personajes con gran musculatura, rostros expresivos y una fuerte carga dramática.
Para el Salón de 1824, regresó con una enorme tela de 426 cm de alto titulada La Masacre en Quíos que describe la matanza por parte de los otomanos de civiles griegos. La obra concebida por Delacroix casi tridimensionalmente por presentar tres escenas en el mismo plano, pero a diferentes distancias cada una crea una presencia sobrenatural.
Inflexión
Delacroix dejó su marca en casi todos los géneros pictóricos antes de cumplir los treinta años, pero también empezó a recibir las opiniones cáusticas de críticos y publico cuando, en 1827, escandalizó con La muerte de Sardanápalo una pintura de gran formato —4 metros por 5— inspirada en el drama escrito por Lord Byron y de la cual realizó muchos bocetos en pastel antes de plasmarla en el lienzo.
El tema central de esta obra es la historia del rey asirio que hizo que sus concubinas, esclavos y riquezas le acompañaran en su muerte al ser derrotado en el campo de batalla. El sádico rey manda desde su lecho a destruir todo lo que le daba placer en un acto en que el creador destruye su creación.
Lo que es sobresaliente es que esta pintura es el resultado de un concienzudo análisis reflejado en distintos bocetos al pastel de la piel humana. Distintos tipos de mujeres diferenciadas por edad y color de piel lustrosa y hombres africanos que atrapan la luz por su piel oscura.
Además, con los objetos, adornos y caballos, que le encantaba pintar, crea un caos ordenado. Esta obra fue recibida fríamente por el público y la crítica, pero marcó un giro, un punto de inflexión, en la trayectoria del pintor.
Más tarde, recuperó el afecto de una nueva audiencia cuando presentó su icónica «28 de julio de 1830: la Libertad guiando al pueblo» pintada en 1830 tras la revolución que depuso el régimen de Carlos X, hermano de Luis XVI quien recordamos que perdió la cabeza en la guillotina en la revolución precedente. Luis Felipe de Orleans lideró la insurrección en París que se extendió del 26 al 28 de julio de 1830.
Delacroix fue testigo de primera mano de esta revolución que lo inspiró a concebir esta obra. Esta conocida pintura muestra la bandera francesa que sale a la calle enarbolada por la Libertad tras haber sido prohibida y sustituida por la bandera blanca del rey.
El orgullo de los parisinos se refleja en toda la composición donde los colores del pabellón revolucionario: azul, blanco y rojo asoman en distintos elementos. Es también una obra que transmite los sentimientos contradictorios del pintor por una revolución con la que simpatiza, pero una violencia y vandalismo que le preocupan. La alegoría es completada con la libertad que se sobrepone a todo como un ideal positivo.
Visionario
Esta, como otras obras de la primera mitad de su carrera, se caracteriza por sus pinceladas gruesas y sus torbellinos de color, pero las exposiciones más recientes de su obra dejan claro con los muchos bocetos y estudios previos de sus pinturas, que su proceso creativo era meticuloso y mejorado a través de la rigurosidad de su oficio.
El empaste grueso da a las obras de Delacroix una naturaleza táctil, que invita al espectador a tratar de tocarlas.
Tanto en sus dibujos, litografías, como pinturas de distintos formatos podemos apreciar que el tema suele ser solo una excusa para la construcción meditada de la emoción que se quiere evocar a través del dibujo que sostiene la pintura y el color que comunica su romanticismo.
Pero a pesar de su técnica y concepto, Delacroix ve cerrarse el mercado para su obra tras el fracaso experimentado con La muerte de Sardanápalo y a pesar de la aceptación de 28 de julio de 1830: la Libertad guiando al pueblo.
El museo francés deja de comprarle y se ve obligado a hacer una revisión de un área donde su obra era débil: la representación de la vida cotidiana, el género de lo contemporáneo. De hecho, consideraba que lo cotidiano fuera burgués, campesino u obrero no era digno de pintarse, y menos por él.
Por ello, buscó una solución y la encontró casualmente en una misión diplomática que envió el gobierno francés para tranquilizar al sultán de Marruecos ante la colonización militar que hacían los franceses de su vecina Argelia.
En lo que constituye uno de sus escasos viajes fuera de Francia, Delacroix viajó en 1832, a Marruecos y Argelia, y quedó deslumbrado por la luz y la cultura nativa. No olvidemos, que la búsqueda de lo exótico era otro componente romántico. Este viaje, no en vano, afectó su proceso plástico al permitirle profundizar en la representación de lo cotidiano bajo una luz muy vigorosa. El resultado fue visionario.
Mujeres de Argel en su aposento, pintada en 1834, fue la primera obra producto de ese viaje que exhibió en París y que impactó a la audiencia por mostrar por primera vez la intimidad cotidiana de un hogar argelino. Por cierto, esta obra en particular obsesionó a Picasso por ser el resultado de un riguroso estudio de tintes y texturas para crear una atmosfera compuesta por la luz adelantándose al impresionismo.
Es interesante como lo describe el propio Delacroix: «Imaginar una composición es combinar los elementos de los objetos que uno conoce… con otros que pertenecen al interior, al alma del artista».
Paulatinamente, Delacroix abandona los temas que definieron su obra temprana a saber, acción, violencia, lucha y muerte. Cuando se acerca a los 50 años se enfoca en composiciones florales que parecen flotar gracias a una paleta intensa de azules, rojos y verdes y la disolución de las formas que será el norte de los impresionistas más tarde.
También produce imaginería religiosa a partir del Cristo crucificado, entre otros sujetos, caracterizada más por un espíritu piadoso que por el dramatismo emocional de algunos de sus colegas románticos.
La retrospectiva permite explicar a modo de crónica por qué Delacroix fue uno de los preferidos de impresionistas, fauvistas, puntillistas, e incluso abstraccionistas. Los movimientos pictóricos posteriores supieron rescatar la obra del pintor de las manos de los críticos académicos que solo trataron de crear nuevos convencionalismos a partir de esta.
Mover poético
El romanticismo encontró en la pintura un medio de expresión poético de sus ideas humanistas y sus creencias panteístas. A modo de ejemplo, en 1859, Delacroix presentó su Ovidio entre los Escitas que describe al poeta romano exiliado al Mar Negro, observando a miembros de una tribu de bárbaros. Uno de ellos ordeña a una yegua enorme, algo que se ha comprobado era una actividad ordinaria entre los toscos escitas.
Pintada con libertad como un borroso torrente de energía, uno ve al equino moviendo su melena en el viento, como parte de un paisaje libre con las cimas montañosas nubladas al fondo y las nubes que se desplazan. Esto debe haber impactado a Ovidio, el poeta desterrado —sujeto del cuadro— famoso por su elegante literatura. Pero como esta obra, mucha de la producción de Delacroix es poesía en movimiento.
Como bien señaló Charles Baudelaire, ferviente admirador y defensor del pintor, «una imagen de Delacroix, colgada a una distancia demasiado grande para juzgar la armonía de sus contornos y la calidad más o menos dramática de su tema, ya te ha llenado de una especie de voluptuosidad sobrenatural».
No obstante, aún de cerca como lo permiten las recientes exhibiciones, la observación estilística de Baudelaire sigue siendo correcta, el color, sobre todos los demás elementos compositivos, supera al contenido. Al fin y al cabo, el pintor romántico usa la anécdota, pero no está interesado tanto en informar o describir el tema como en comunicar el drama, la emoción, la humanidad de este.
El análisis del tema ni agrega ni quita deleite a quien se enfrenta a la obra de Delacroix. Ya se trate del cuerpo desfallecido de una ninfa, o las extremidades de un mártir torturado, si ha sido bien dibujado y pintado produce un placer en el que el tema no es decisivo.
En términos estéticos, las virtudes formales de la obra pictórica, sin caer en el facilismo, no son negociables en nuestras profundas nociones de lo que es arte. Por eso resulta, chocante que en algunas épocas lo que hoy apreciamos haya sido encasillado como perverso, decadente e incluso inmoral.
Algunos historiadores y críticos actuales que encuentran fácil descartar a pintores como Delacroix en aras de una posmodernidad dominada por la improvisación y los automatismos. También los hay «intervencionistas» que coartan la libertad del arte y tergiversan la historia creando «lecturas» antojadizas del valor temático, histórico y plástico de ciertas obras llegando al punto de «cambiar sus títulos» para no herir sensibilidades actuales afectas a lo «políticamente correcto».
Pero, Delacroix vence, como demuestra una y otra vez su obra en retrospectiva, la estrechez de almas complacientes incapaces de disfrutar una obra sin la literatura que se crea de ella a posteriori. No obstante, su color supera al tema.