Lo que puede proteger al mundo de la violencia (…) es la compasión frente al dolor que los hombres experimentan por la humillación, la perdida de dignidad, y la violencia. Pero esta compasión podremos aportarla si hallamos un acceso hacia nuestro propio dolor.
(A. Gruen)
Te escribo esta carta en medio de una realidad que nos habla de incertidumbres y cambios, de aumento de violencia y deshumanización, de individualismo, y falta de espacios de socialización, de emociones contenidas que no podemos procesar y nombrar del todo, te escribo en medio de este tiempo que habla de la perdida de vivencia de la temporalidad como la conocíamos, un tiempo de ritmo acelerado que no respeta tiempos ni procesos y que nos invita a alienarnos, en vez de seguir siendo humanos. Te escribo desde la consciencia de alerta permanente y malestar en el que están miles a nivel mundial, te escribo desde la distancia social impuesta que nos aleja y nos lleva a involucionar, te escribo desde un mundo que nos enseñó de forma previa que la expresión emocional es símbolo de vulnerabilidad, que la diferencia y singularidad debe foco de violencia, y los vínculos afectivos algo que se puede remplazar por una máquina, y no como lo que son, el motor de nuestro desarrollo como personas humanas. Te escribo porque tengo una esperanza, si hacemos las cosas distintas esta vez.
No voy a negar que no es fácil sostener la esperanza en este invierno (como diría Camus) que llamamos sociedad desarrollada en medio de la peor ola de salud mental que hemos vivido, pero yo nací en invierno y la resiliencia nace desde las narrativas, desde la autoconciencia, del trabajo interior, desde nuestros vínculos, de saber que este problema que vivimos es un problema sistémico y que este mundo que vivimos solo cambiará en la medida que cada uno de nosotros cambiemos entendiendo nuestra interdependencia, ya no desde una ideología, sino desde nuestra naturaleza.
Para llegar a decirte esto parto por decirte que tuve que pasar por mil muertes emocionales, y aun sabiendo de los imposibles dados por otros, puedo decirte que si yo estoy aquí, viva y escribiéndote eso no es un milagro, eso se llama resiliencia y no ocurrió gracias a la tecnología, ocurrió gracias a los vínculos, los mismos que quiero levantar como bandera por los niños y jóvenes que hoy engrosan las cifras de suicidio y depresión, y también por los adultos, los mismos vínculos que Maturana nos enseñó que eran los que nos habían permitido desarrollar nuestro cerebro y el habla, Bowlby el motor de nuestro desarrollo y evolución, y Bauman los que se veían afectados por esta sociedad líquida, los mismos que pueden ser el paso hacia una sociedad distinta que hoy parecen devaluados ante este modelo que vivimos que naturaliza la desafección, normaliza el individualismo y hoy con la actual pandemia, normaliza la distancia social. No nos vemos, y no nos tocamos y cuando no nos vemos ni nos tocamos terminamos deshumanizándonos.
Un entorno que nos invita a olvidar que, como seres dependientes de los afectos, los vínculos humanos son el principal motor de nuestro desarrollo, y aparecen como un factor protector clave, y a su vez transversal a nivel de la mayoría de los procesos más complejos vinculados a la regulación emocional, a la autoimagen, al manejo emocional, a las habilidades de vinculación afectiva e incluso desarrollo cerebral. Aparecen como algo clave cuando pensamos en los mismos como espacios de protección ante la adversidad y motor y base para el desarrollo de la resiliencia.
Sin embargo, para que esos vínculos puedan darse de forma óptima, los mismos dependen de características biológicas y psicológicas de cada sujeto que compone la relación, pero a su vez pueden verse condicionados por el entorno en el que se establecen. Con respecto a este punto cabe señalar que existen factores que pueden tener mayores probabilidades de afectar el establecimiento de vínculos y que hoy estamos naturalizando como es el caso del estrés, depresión, situación de desempleo, situación de vulnerabilidad económica, entorno amenazante, entre otros.
Si los adultos no estamos bien, y nuestra atención está en la supervivencia, si nos invitan a su vez a vivir desconectados de nuestro mundo emocional, si normalizamos que el vivir en sociedades exitistas e individualistas implique negar nuestra naturaleza afectiva y emocional e incluso singularidad, no es de extrañar que la disposición de la sociedad a poder acompañar, acoger y ayudar a catalizar las emociones que hoy viven los jóvenes sea baja, finalmente la forma en que vivamos nuestra emocionalidad tiene que ver con la forma en que nos han acompañado en la vivencia de esa emoción, en lo micro, la familia, pero también en como la sociedad genera o no un espacio para vivenciar esa emoción particular y catalizarla, elaborarla. Hoy por hoy aún seguimos hablando de emociones negativas, me pregunto, cómo vamos a nombrar la pena, la rabia, la frustración, el dolor, la sensación de valer nada o poco, etc., si nuestro espacio de dialogo parte por un juicio con respecto a nuestra emocionalidad.
Tenemos que preguntarnos, porque hoy los niños y jóvenes encuentran más calma (chute dopaminérgico, gratificación inmediata) en una pantalla que en un rostro humano, vínculo, o abrazo (oxitocina), quizás tenga que ver con que los adultos que podrían sostener a nuestros jóvenes y niños, muchos, también están sosteniendo el teléfono (chute dopaminérgico) para sobrevivir, o están presentando depresión, incompatibilidad de roles por jornadas laborales extensas, o enfermedades asociadas al estrés, entre otros, y a esos mismos adultos les decimos que deben seguir adelante con todo y a costa de todo, ignorando que todos estos aspectos y las características del tiempo en que vivimos inciden en la calidad de los vínculos que seamos capaces de establecer y claramente en su bienestar.
Mientras escribo este texto pienso que me cuesta normalizar una sociedad que nos invita a negar nuestra naturaleza, construimos un imaginario de belleza y bienestar deshumanizado, una adultez estandarizada que tiene que funcionar, que no se rompe, no se quiebra, que le cuesta expresar lo que siente, que está mal pero no lo dice, que trabaja para dar, pero al parecer algo está pasando en el contener, en el expresar nuestra emocionalidad. Esto último me recuerda que en la última charla que di en una universidad de chile hablando de prevención del suicidio y bullying, con la Fundación Summer, previo a la pandemia, donde pregunté, a un aula de 100 o más universitarios, cuántos consideraban que mostrar sus emociones era símbolo de vulnerabilidad, la mayoría levantaron la mano. Más del 80% de ese auditorio estaba de acuerdo con esa idea. Que nuestros jóvenes estén pensando esto es un riesgo, pero también un síntoma, ¿cuál es el espacio social que les estamos dando para nombrar su vulnerabilidad y emocionalidad?, ¿cuál es el espacio que nos estamos dando nosotros como adultos con nuestro actuar frente al mundo emocional y vincular propio?, o a través de los modelos de publicidad y referentes de medios que levantamos, o el espacio que en nuestra cultura tienen las emociones, tenemos que preguntarnos sobre esto, porque contrariamente a lo que pensamos, expresar lo que sentimos en entornos de confianza y con capacidad de contenernos, puede fortalecernos porque permite elaborar esa emocionalidad y la consecución de estados de conexión y calma, además de muchos aspectos más.
Soy de la idea que debemos dejar atrás la vida es como una especie de vitrina, donde si miramos las redes lo plástico ya salió del mall tapando singularidades, esa vida donde les estamos enseñando que exponerse es existir, que el tener que rendir por sobre todo está por encima de su bienestar, que mostrar las emociones es ser vulnerable, tenemos que dejar la distancia física en casa y la falta de tacto, en nuestras parejas, familias, mundo, tenemos que cuestionar el normalizar que el tener que luchar contra el otro que es piensa o siente distinto es la ley, el like que se presenta como cúspide de un mundo emocional debido a la escases de te amos, me importas y de valoro, de la vivencia de amor incondicional que tenemos en la vida no digital, cuestionar el lugar de la pantalla como un espacio donde encontrar a un otro permanente que estará para escucharlos, o aliviarlos con gratificación inmediata, pero que no les está enseñando a abrir una mirada hacia sí mismos y el otro, a gestionar sus emociones ni a vincularse, ni a ser del todo. Eso que quizás le está faltando aprender contigo y desde el vínculo.
Los vínculos entre otras cosas calman y sostienen, pero esa falta que estamos dejando, esa ausencia de cohesión social y amor nutrición que facilita en lo micro y macro, de aprender a vincularnos al entender la importancia que conlleva como regulador emocional y evolutivo, es el espacio que la que la tecnología hoy viene a aprovechar, ya que como afirma la psiquiatra Marian Rojas Estape, la tecnología está hecha para aumentar nuestra dopamina, darnos chutes, y por tanto, gratificación inmediata.
Además de considerar nuestra transversalidad como sujetos biopsicosociales, vinculares y afectivos de cara a promover la intervención en factores de riesgo, tenemos que hilar más fino hacia nuestras vivencias y narrativas, conversar, abrir espacios al diálogo, a conocer esos mundos emocionales y vinculares, que estamos habitando y hemos habitado, dar espacio a nuestras experiencias, porque como afirma Valentina Supino-Viterbo, existen «sufrimientos menos perceptibles, y más solapados, como el sentimiento de no ser comprendido, de no ser respetado, escuchado, valorado. La intensidad de este dolor y el desgaste que provoca en un individuo concreto no están en relación a la gravedad del traumatismo, si no con la historia y sensibilidad individuales».
Tenemos que considerar que el peso que cumple la calidez y el afecto presente en nuestras relaciones vinculares significativas es enorme, en cuanto la misma parece moderar la respuesta al estrés y hacer seamos más resistentes a las dificultades (Moreta 2003), pero también los vínculos afectivos levantan la importancia de reconocer que el ser humano como ser social, se moldea y se construye a sí mismo en la relación y comunicación con otras personas, grupos, instituciones y referentes significativos de su cultura (Shonkoff & Phillips, 2000).
Si considero que cuando hablamos de emociones los vínculos actuarían como el principal regulador emocional, tenemos que atender a que hoy por hoy, algo está pasando cuando el mundo está hablando de dolor que se expresa en forma de violencia, depresión y suicidios, finalmente violencia hacia nosotros mismos o hacia otro, comienza a ser una tendencia marcada.
Son muchos los autores que han dado cuenta de que la capacidad de vincularnos con otros y nosotros mismos de forma respetuosa, pasa por el grado en que las personas hemos tenido o no acceso a figuras significativas que nos proveerán de afecto, escucha, sensibilidad y capacidad de respuesta ante nuestras necesidades, refuerzo del sí mismo y reconocimiento, entre otros. En este sentido, hablamos de que las bases de las competencias sociales y emocionales de las personas se construyen en los primeros años de vida y pasan por el apego. A día de hoy sabemos que las experiencias afectivas de vinculación con los primeros modelos de autoridad y afectividad tienen un impacto emocional no sólo durante la infancia sino también durante la adultez (Sable, 2008), sin embargo, no estamos hablando de modelos fijos, ya que al largo de la vida, los mismos se van modificando gracias a nuevos insith y el acceso a nuevas experiencias de vinculación significativas (pareja, amigos, profesores, etc.), como a situaciones que ocurran en el entorno, y características y condicionantes del entorno.
Si entendemos que a vernos y respetarnos desde la emocionalidad se aprende en la vivencia, de ser respetados, entendiendo que el desarrollo de habilidades socio emocionales, aun siendo características propias de lo humano, para la expresión de su potencialidad, depende de los vínculos y funcionamiento que estos tengan (entre personas y sistemas) y de las características del entorno donde esos vínculos se dan, entenderemos que tenemos como sociedad una responsabilidad enorme, no solo frente a las nuevas generaciones, también por nosotros y los que vienen.
Desde la psicología del desarrollo, sabemos el crecimiento humano se despliega en profunda articulación con lo interpersonal, vincular y socioafectivo, hasta lo cultural y colectivo (McCartney & Phillips, 2006; Shonkoff & Phillips, 2000), como sabemos que la forma en que enfrentaremos las adversidades dependerá del grado en que sentimos que contamos con las herramientas internas y red como para superar esas adversidades. En este sentido es importante considerar que la capacidad de resiliencia frente a eventos estresantes que ocurre en la madurez, es influida tanto por el patrón o el vínculo que los individuos desarrollan en los primeros años de vida, como por el impacto de las posteriores relaciones significativas que vamos estableciendo.
Si partimos por comprender que es la vivencia del amor lo que nos invita a vernos, a mirarnos a conectarnos, a interesarnos por lo que le pasa a otro, a verlo humano, pero cuando no hay amor, y no hay cercanía, nos desconectamos no resueno con el otro, tendríamos que preguntarnos ante la deshumanización que vivimos, que nos está pasando en los vínculos y en los factores que pueden facilitarlos. Según Cyrulnick la falta de amor es la agresión que más se está dando en este planeta, siendo el maltrato más perjudicial para el desarrollo, ya que produce daño físico, emocional y cognitivo.
Pero ese amor, del que hoy quiero hablarles, no apunta a responsabilizar a los padres, no apunta solo a una función paterna o materna, ni tampoco hablo de un amor romántico, sino del amor que puede brindar una sociedad que facilita la función social «maternizante», la función nutricia, y las funciones parentales, y entiende que es responsabilidad de todos asegurar que ningún niño ni joven viva violencia, abuso o abandono, y de cara a los adultos fomentar la prevención y espacios de reparación. Porque para nadie es duda que la familia constituye un núcleo fundamental en el desarrollo humano, pero para que esta pueda cumplir su función, es necesario que cuente con una red que sostenga y vaya en la misma dirección. Necesitamos construir una sociedad nutricia con lo humano, sostenible, porque si ayer y hoy, construimos un mercado y una sociedad a base de cortisol, hoy necesitamos oxitocina.
Si consideramos lo anterior, la violencia tiene que ver con nuestras historias vitales a nivel vincular y afectivo, pero también tiene que ver con un contexto que facilita la frustración, desigualdad, y bajo desarrollo emocional y social, con el grado de violencia al que somos expuestos, o vivenciamos en nuestra sociedad.
Lo que estamos viendo, demanda cambiar la mirada hacia nuestra sociedad, pero también cambiar en nuestro corazón reconociendo que cada uno de nosotros puede ser semilla de vida si reconocemos nuestra interdependencia. Bowlby, el iniciador de la teoría de apego, solía decir que «la gente tiende a tratar a los demás como ha sido tratada y es en este sentido que me pregunto, cómo estamos permitiendo que se trate lo humano, como nos estamos tratando como seres humanos, incluyéndonos como adultos desde el modelo que vivimos, para que nuestros niños y jóvenes estén optando por tratarse tan mal al punto de quitarse la vida o llevar a otros a quitársela».
La vulnerabilidad a la que nuestros jóvenes están expuestos debido a factores previos a la pandemia, sumada a la distancia social que ha contribuido a agravar la fragilidad de los vínculos que hoy vivimos y la distancia emocional, la ausencia de espacios de socialización en periodos críticos, sumada a la falta de red y calidad en nuestros vínculos, nos pone en mayor riesgo, siendo el fortalecimiento de los mismos el principal factor protector que podemos impulsar, porque conectar desde lo humano alivia la tensión y el sufrimiento, observándose en cambio que la soledad y la desesperanza profundizan la vivencia de dolor, intensificando la sensación de desconexión emocional. En los vínculos está en sí el problema, pero también la solución.
Como afirma Barudy, el bienestar infanto-juvenil es el resultado de un proceso, que es más que la suma de los aportes y las responsabilidades individuales de los padres y de los miembros de una familia, comprenderemos la urgencia de establecer esfuerzos y recursos coordinados al servicio del desarrollo integral de los niños y jóvenes. En este sentido, si queremos cambiar esta cultura que nos deshumaniza, tenemos que comenzar a reconocer el impacto negativo que puede tener el ambiente social y cultural adverso para la salud y el desarrollo, en este sentido, como afirma Jiménez, reconocer «por una parte, el papel nocivo de los entornos sociales plenos de carencias, resultado de la pobreza y exclusión social. Por otra parte, se insiste también que, los entornos caracterizados por la acumulación de las riquezas materiales presentan el riesgo de transformar las relaciones familiares y sociales en meros formalismos, que privan a los niños de la afectividad y el apoyo social que necesitan para crecer sanamente, porque tanto si hablamos de amor paterno y materno filial, como de amor social, tenemos que tener cuenta que podemos violentar desde la falta de amor (no consideración de factores protectores), pero podemos violentar también desde el exceso de amor, el camino del desarrollo humano requiere mínimos (factores protectores) pero también un espacio para caminar y descubrir nuestros propios recursos. Por eso la cultura de la escasez, como del dime lo que quieres y lo tienes, de la cultura de la inmediatez es finalmente a mi parecer también la negación de la posibilidad de un desarrollo optimo. «Ni tan lejos de ti que te abandono y te hago vulnerable ni tan cerca de ti porque te constituyo», no permitiéndote aprender a caminar y diferenciarte, en este sentido el afecto implica reconocer al otro como otro y legitimar esa diferencia.
Con dolor, observo y escucho a diario en mi consulta como donde antes existía deseo de explorar, socializar, jugar… pulsión de vida, hoy acampa la pulsión de muerte, y me pregunto si somos felices, porque entre tanta conexión digital y distancia social, se nos está olvidando la importancia de la conexión humana, la importancia de la calidez, el afecto y los vínculos, en nuestras relaciones y forma de hacer sociedad… se nos olvida incluso el que los vínculos son la gran escuela de regulación de emociones, la puerta a la posibilidad de pensarnos y sentirnos y lo que también nos ha llevado a evolucionar de verdad a nivel psicológico, biológico, social, afectivo y vincular. ¿Podemos seguir estando lejos y deshumanizados?, no lo creo porque necesitamos de las relaciones para evolucionar.
Desde el no reconocimiento de nuestra naturaleza biopsicosocial, estamos construyendo un mundo que nos muestra que la violencia entre iguales y las conductas auto punitivas en nuestros jóvenes van en aumento, dentro de un contexto en el que a su vez, se observa ausencia de formación en aspectos socio emocionales vinculados al desarrollo de herramientas internas a nivel de población general, donde el acceso a redes de apoyo y establecimiento de vínculos son cada vez menores, las posibilidades de interacción en periodos críticos escasean y la normalización del individualismo en sociedades tendientes al desarrollo no es considerada una luz de emergencia si consideramos la naturaleza social de lo humano, tampoco los retrocesos a nivel de habilidades socioemocionales y de lenguaje que se están observando debido a la pandemia y falta de interacción, ni los factores de riesgo que hoy por hoy están llevando a que nuestra raza humana estar como estamos en términos de salud.
Nuestros jóvenes y niños se están matando y enuncian con ello una sociedad profundamente enferma, es importante recordar que, según el psicólogo Álvaro Jiménez: «El suicidio es sobre todo la ruptura de un lazo social (…) pero sobre todo la ruptura de un diálogo consigo mismo y el otro». Hablamos de que el suicidio por tanto es un problema vincular y las relaciones son el tejido que sostiene al sujeto. Y como afirma la Psi, María Paz Mino, de la red de resiliencia Humanízate, el intento de suicidio es una enfermedad del vínculo donde suele existir precarización de la red de apoyo.
En este sentido, la violencia y suicidio infantil y adolescente es un fenómeno complicado y sistémico, y para comprenderlo hay que considerar que existen distintos niveles: individual, familiar, escolar, social, cultural y político, en todos los niveles hablamos de una representación de las relaciones y un concepto de lo humano que subyace. Cada uno de estos niveles de análisis está relacionado entre sí, por lo que lo que ocurre en la escuela la mayoría de las veces es un reflejo de lo que ocurre en la sociedad y en la familia. En este sentido, Arno Gruen afirmaba que la evolución de nuestras sociedades depende de lo que hagamos con nuestras historias de violencia, y hoy me pregunto qué vamos a hacer, porque negar nuestro dolor lo perpetua, la falta de conexiones nos otorga la vivencia de vulnerabilidad y amenaza y el estrés dificulta nuestra capacidad de aprendizaje y adaptación. Si normalizamos el entorno amenazante y las relaciones como una guerra, nos olvidamos que la experiencia de seguridad es el objetivo evolutivo del sistema de apego, que es, por tanto, primero y por encima de todo, un regulador de la experiencia emocional (Bowlby,1969) que nos ha ayudado a evolucionar y sobrevivir, y es en este sentido, que podremos comprender la importancia de intervenir y considerar estos aspectos en el desarrollo de una educación emocional y en la definición de políticas sociales y de administración que sumen a solucionar el problema.
Con respecto a esto, no podemos olvidar que la historia de la resiliencia dice que para que ella se desarrolle, tenemos que haber tenido en nuestra vida al menos una persona que nos reflejara una imagen positiva de nosotros, que nos permitiera ser desde nuestra singularidad, pero también acogernos desde nuestra vulnerabilidad, alguien que se mostrara disponible para acudir en caso de que lo necesitáramos, para sostenernos, para apoyarnos, para ser espejo de autoconfianza invitándonos a explorar, escucharnos, sentirnos, vernos. Alguien que estuviera ahí para ayudarnos a levantarnos cuando nos caemos.
Pero también, no podemos olvidar la segunda parte, la que tiene que ver con nuestras redes y la generación de relaciones intersistemas que pueden ocurrir en una sociedad, a través de las cuales podemos generar un útero enorme que contenga y sostenga, o un infierno enorme también en el momento en que funcionamos de forma individualista, normalizamos situaciones de violencia y deshumanización, en el momento en que normalizamos sociedades que no siente el dolor humano ni tienen la capacidad de empatizar con el mismo, una sociedad que en vez de acoger nos está enseñando a pulso a desconectarnos, a creer que la vida es competencia en vez de colaboración y crecimiento, en el momento en que impulsamos una sociedad que nos empuja a creer que la vida humana del otro desconocido, lo que le duele o afecta no nos compete ni nos impacta. Una gran utopía si consideramos que somos seres sociales e interdependientes.
En este sentido, la resiliencia, no es una cualidad estática, un rasgo o característica inmutable ni individual, sino que es un proceso dinámico y cambiante que implica una suma de factores, como lo es nuestra capacidad de evolucionar. Si queremos una sociedad amorosa con lo humano, y con capacidad de superación, tenemos que recordar que como afirma Gruen, la fuente de toda animadversión y violencia reside en una cultura, que pone los logros y la posesión por encima de todo y que apenas hace posible a los hombres desarrollar una identidad basada en la confianza y la compasión. Sólo si tenemos en cuenta los complicados entrelazamientos recíprocos de la estructura social y las biografías individuales podremos entender por qué la violencia es omnipresente».