Buenaventura (Colombia), 2013.
El abuso de autoridad no existe, la autoridad es un abuso.
(Pintado en negro, en un muro del Parque Rodó, Montevideo)
La fiscal Baños se levantó muy temprano con una idea en la cabeza: desplazarse a Buenaventura para hablar con los indígenas allí concentrados. Abrió el armario y echó en falta los jeans de su juventud, los mismos que llevaba puestos en la experiencia del Chiriquí. Hacía añares que se los había regalado a una sobrina después de varios intentos de encajárselos sin mucho éxito. De aquella época solo guardaba un cuaderno marrón como escudo: le ayudaba a destilar lo vivido. Las miserias humanas seguían acumulándose a su alrededor y resistía tratando de no ser inmune. La exigencia de estar despierta, alerta a todo lo que el mundo tenía que escupirle, solía ser agotadora, pero la pasividad conducía a una inercia indolente, a un estado de aletargamiento vital receptivo. Se esforzó, todavía algo adormilada, en hacer frente a su propósito para ese día. La hora en su celular le instaba a apurarse. Arropada por las prendas más cómodas que encontró se dio cuenta de que tendría que correr si quería salir en el vuelo de las siete.
Contempló el despegue de algunos pájaros metálicos y sintió el escalofrío que todavía seguía produciéndole el miedo a volar. A pesar de su empeño por mantenerlo bajo control, su vientre la precipitaba contra su ser en cada desafío de las leyes de la física. La caja de los vientos, aquella que no sabía de cronologías y mezclaba el pasado y presente, había quedado abierta con la simple remembranza de esos jeans. Después de su primer embarazo ya no pudo calzárselos más. ¿Cómo olvidarse de 1989? Llevaba a Rubén en su vientre. Cuando empezó la balacera en la calle que el cinismo denominó «operación causa justa», Lilián y Walter pululaban distraídos por la ciudad que los vio nacer. Él no dudó en tirarla al suelo y echarse encima para protegerla. Pudieron haber perdido al bebé, o formado parte de esa odiosa expresión de bajas colaterales, pero tras permanecer resguardados por algunas horas, salieron ilesos de la invasión. La masacre se materializó en barrios como el Chorrillo, donde se pensaba que vivían gran número de seguidores de Noriega que resistirían los ataques. Los americanos borraron con bulldozers las huellas de los asesinatos ante los ojos de la población sobreviviente, que ya estaba acostumbrada a callar. Aquel año, todos los infiernos parecían haber desplegado su empeño contra el ombligo del continente.
Lilián cerró por unos momentos la caja de los vientos. Era increíble contemplar cómo, a pesar del paso de los años, esa experiencia la acompañaba incrustada en la carne. Un olor a barbacoa inundó sus orificios nasales cuando intentó prender la pira, pero el fuego se consumió rápidamente. Su naturaleza no estaba hecha para hacer borrón y cuenta nueva. Todavía con la cantinela del pasado de fondo, ya sentada en su asiento, preparada para el despegue, buscó algunos nombres de los líderes indígenas y convocantes de la protesta en su teléfono celular. En el periódico había leído que las carreteras estarían cortadas por la minga nacional, donde se pediría el reconocimiento de sus tierras y denunciaría la negligencia de las autoridades en el combate de la minería sin ley. Había visto las consecuencias de la ausencia de diálogo y quería entender mejor lo que ocurría presenciando las disputas en el mismo Valle del Cauca. Nunca había confiado mucho en la prensa, demasiados intereses detrás a los que obedecer. En las últimas décadas exhibían grandes titulares de narcotraficantes, dictadores, demócratas de apariencia, magnicidios… A veces el amarillo se fundía en las páginas salmón de los diarios. Tantas historias y tantas versiones dispares… o peor todavía: una única versión dictada por otro interés. Una ya no sabía a quién creer. Si alguna causa le inquietaba, prefería buscar sus propias fuentes. A veces, la información se la proporcionaban amigos de otras partes del continente. Por suerte, el mundo parecía ahora más chiquito que en aquella época sin conexión ni información instantánea en la que trabajó para distintas dependencias del Estado en sus planes sociales de reparto de tierras y contra el analfabetismo. Omar Torrijos, personaje querido y odiado, presidía el país. Recordó que una amiga de la ACNUR siempre lo defendía por ser el único presidente de la región que habilitó un campamento en Colón para decenas de salvadoreños refugiados en Honduras. Los niños que nacieron de esa comunidad llevaron el nombre de Omar y Óscar Arnulfo en honor al presidente panameño y a monseñor Romero. Su amiga le contó que el comandante le pasó el brazo por los hombros y que ella, antes de que le ofreciera más güisqui, buscó la forma de escabullirse de su irresistible encanto.
Pasó la hora y media de vuelo adormecida en la estrechez de su asiento. Algún relámpago de vigilia acompañaba su sueño trayendo las imágenes sepia de los aviones que su madre se vio obligada a tomar durante su infancia. Toda su vida se había negado a regresar a la ciudad que la vio nacer. El trauma de su predecesora, el de la niña que entonces fue, tenía dos alas, motores y siempre sobrevolaba los alrededores del Istmo. El objetivo fue llevarla lejos de su progenitor. En aquellos cielos, su madre se sentía como una piedra fría que, aun conservando las propiedades de arder, prefería mantenerse en estado gélido. A su vejez no le quedaban reproches en su repertorio mudo, aunque sí miradas perdidas y paréntesis de ausencia. Ahora entendía mejor algunas cosas, pero no las compartía con Lilián. Su hija sabía que las motivaciones de la abuela tenían que ver con una sociedad cartagenera machista y provinciana. Le dio vergüenza que los suyos fueran incapaces de tratarla como al hombre con el que se había casado. La dominación era educada, e incluso irreverente, si no se traspasaban los límites. En el laberinto social, reconocerse mujer era bajar escalones. Pero ella quería subirlos y no cejó en su empeño. Sacó sus raíces, les puso ungüento, tiritas y veneno contra el recuerdo. Se echó a andar con su hija. Estaba decidida a no dejar ninguna huella. Menospreció la tozudez de su marido, el abuelo de Lilián, quien estiró su influencia y dinero hasta lograr encontrarla. Alquiló un avión privado para sacar a la niña de Colombia y llevarla a un internado en Costa Rica. Después las tornas giraron y fue la madre quien la arrastró. Pasó años sometida a los vaivenes de esas personalidades fuertes que, guiadas por el arrebato, la cargaron de un lugar a otro sin que pudiera despedirse de las amigas ni terminar los ciclos escolares. Educados y cultos en distintas disciplinas, luchadores contra muchos dogmas, no supieron encontrar el pozo de generosidad que hubiese permitido a su hija crecer sintiéndose más que una propiedad que disputar. El daño infligido se quedó sellado mientras recorría kilómetros en barcos y aviones por la geografía centroamericana. Hasta que cumplió dieciocho años y dijo basta: salió de casa para aferrarse a una independencia que no acabó con todos los traumas, pero que le permitió echar raíces diluyendo en otras aguas los resentimientos resbalosos hacia sus antecesores. Refugiada en su casa panameña, nunca quiso desempolvar los recuerdos cartageneros: flotaban en cielos contaminados por la ceniza volcánica o permanecían en una tierra invadida por cicatrices, entre la naturaleza enmarañada de la selva. A pesar de los silencios de su madre, Lilián había reconstruido la historia pegando granitos de relato abonados en recuerdos o conversaciones familiares, incrustados en las fotografías.
Cuando Lilián llegó a Buenaventura calculó unas dos mil personas congregadas, aunque tal vez fueran cinco mil. «La vida vale más que el oro», expresaba la primera pancarta con la que se topó. Otras hacían alusión a una minería que contaminaba el agua. Se acercó a una mesa, instalada para dar información de los planes futuros en esa región. El marketing de aquella guerra era precario. Algunos asambleístas aludieron al elevado número de personas congregadas. «Uno siente que todo lo que luchó uno por la defensa de esta causa común no fue en vano», le dijo un organizador de la protesta. Se presentó como representante wounaan, aunque entre los convocantes también había campesinos y jóvenes provenientes de otros grupos indígenas del Valle, como los embera, nasa o chamí, y numerosos mestizos. Los vecinos habían acudido a respaldar las reivindicaciones. La policía todavía permanecía en los alrededores, llevaba las armas; pero aquella era una manifestación pacífica y, de momento, se estaban respetando los espacios. «La inesperada afluencia es la prueba de que el pueblo no tiene miedo, a pesar de que acabamos de sufrir algunas decisiones del Departamento poco esperanzadoras», continuó su interlocutor. En aquellos momentos, la fiscal Baños necesitaba esas palabras más que nadie. En su batalla diaria, muchos de los frentes que estaba empujando empezaban a paralizarse: pesquisas que flotaban, sin encontrar un camino abonado; peticiones a otros organismos judiciales que quedaban sin respuesta; procesos oscuros que no se regían por el espíritu de la ley… Aquel discurso construido del campesino ayudaba a Lilián a sobrellevar su miedo, le insuflaba una fuerza anhelada para ir despacio y no flaquear ante las sombras. «El miedo paraliza y nos detiene —le decía una de las organizadoras de la protesta. El poder lo sabe, por eso de vez en cuando tiene que asustarnos, para mantenernos bajo su control». La reunión testimoniaba que las comunidades indígenas iban a seguir en pie de guerra, aunque la legislación no les fuera favorable; aunque los gigantes de hierro de la cordillera fueran en camiones y excavadoras de gran tonelaje y dispusieran de explosivos, de ese polvo loco que dinamitaba su memoria. La fiscal sabía que no jugaba sola, pero también que estaba expuesta a recibir un tiro en cualquier esquina, como ya había pasado con algunos activistas. A veces, la gente simplemente desaparecía. Lo supo cuando aceptó el puesto y con eso contaba cada día. Se diluyó entre la multitud para no sentirse en la mirilla, para ser una más. Leyó las pancartas: «No permitiremos que nos ignoren, nos avasallen, nos impongan». Eran demasiados siglos de lo mismo. Llegar y explotar, llegar y explotar, llegar y explotar… La ciudadanía quería participar en la cosa pública y así hacer frente al «monolingüismo» del progreso. Los despidos y los asesinatos a periodistas que se atrevían a denunciar la actividad minera estaban a la orden del día, así como la sustitución de maestros críticos por otros más dóciles y «coimeados». Ellos sí permitían que las visitas llegaran a las escuelas secundarias para adoctrinar sobre los beneficios de la actividad extractivista.
Dinamitar un cerro, transgredir su geografía. Atravesar la musculatura de la tierra de mineroductos. Invadir de flotas de cargadoras y Caterpillar viajando por la epidermis de las montañas. Ríos llenos de maquinaria importada de china, dragas, retroexcavadoras y dragones que dejan escenas desoladoras. Una pesca agonizante por el procesamiento de minerales. Lilián tenía las imágenes dentro de su cabeza, ordenadas, dispuestas. En sus pesadillas aparecían también, mezcladas con los largos pasillos de la fiscalía. A veces se levantaba a medianoche pronunciando discursos en valles inhabitados. Los espejismos eran escalofriantes, productos de un sentimiento de devastación de los hábitats y su cultura.
La violencia, pensaba Lilián, crecía como un monstruo amorfo que se alimentaba del contrabando resultante de la minería ilegal, el comercio de armas y el narcotráfico que recorría Valle, Cauca, Nariño y Chocó. Pero esos argumentos no eran suficientes para las elites cachacas con las que tenía que lidiar todos los días. La minería, le decían, empleaba a muchas personas y, debido a las solicitudes pendientes para explotar esta industria, los puestos de trabajo seguían creciendo en Colombia. En esas tierras convivían los miembros de bandas criminales, armados con AK 47, con gente que tan solo buscaba la subsistencia de cada jornada. Muchos de los destinos de aquellas poblaciones se negociaban en Toronto. Los trabajadores seguían perdiendo la vida en lugares como Guajira o el César, mientras continuaban los procesos que habían sido prohibidos a las empresas mineras en el norte civilizado, como la lixiviación con cianuro de sodio para separar las partes solubles de las insolubles. En algunos países de América Latina se repetían las mismas dinámicas: sobornos a los líderes comunitarios, ataques por paramilitares o matones a sueldo, negación entre los responsables de la contaminación del agua y de la aparición de enfermedades como el cáncer. A ello se sumaban los líderes políticos corruptos que cogían el dinero y hacían la vista gorda; y otros menos corruptos que veían en los ingresos rápidos el avance de las políticas sociales que prometieron. Tenían todo en contra, pero Lilián seguía buscando alianzas para que esa situación se revirtiera. En Costa Rica hacía unos años que se había votado la prohibición de la megaminería para poner los derechos humanos de poblaciones y de la naturaleza por encima de la voracidad de las grandes corporaciones.
La codicia humana es una roca fracturada por los efectos del polvo loco.
Lilián buscó entre los puestos arepas para comer. A esas horas su marido también estaría pensando en el almuerzo. De habérselo contado, Walter nunca le hubiera permitido ir allí. Sabía muy bien cuáles eran sus rutinas. Ese domingo se habría levantado temprano y tomado el desayuno leyendo el periódico en el jardín. Después siempre dedicaba tiempo al cuidado de las plantas, recortando las enredaderas, curando alguna plaga, retirando las flores marchitas... Lo llamaría por la noche desde el propio aeropuerto para preguntarle cómo había pasado el día. Todavía no sabía si se lo diría. Siempre le asustaba que anduviera sola por ahí, aunque había un mandamiento que le instaba a disimularlo. Él conocía la rudeza de la vida en el campo, de donde procedía. El alcohol y otras adicciones causaron estragos en su pueblo natal del Chiriquí. La violencia era la primera imagen que uno encontraba: hermanos que se mataban por las disputas en una partida de cartas; hijos que presenciaban palizas a sus madres o que las recibían en carne propia; asesinatos naturalizados por disparos perdidos... Su familia fue humilde, aunque su progenitora, que había sido maestra rural, le ayudó a prepararse concienzudamente para ir ganando becas que le permitieron estudiar en la universidad y, después, comenzar su doctorado. De su padre, agricultor, había heredado sus enormes manos y el gusto por el tiempo lento, por ver las plantas crecer desde la semilla, por mancharse las manos de tierra. Durante algunos años trabajó con las culturas guaimíes del Chiriquí y con la Cuna del Archipiélago de San Blas. Convivió con ellos y se sintió parte de la cadena de la naturaleza, por eso, cuando la codicia trató de invadir sus territorios, ensuciar sus ríos u océanos y dejar huellas demasiado profundas en el barro, supo cuál sería su ocupación para el resto de su vida. Estaba del lado de la causa natural y cualquiera que quisiera usurpar lo que no era suyo sería su enemigo. El poder empezó a poner a Walter en las listas de personas non gratas a la vez que Lilián iba ascendiendo en su carrera judicial. Algo se resquebrajó entre ellos en ese camino. Momentos no coincidentes que mostraron fisuras, compartimentos separados, estéticas disímiles y, aunque sus búsquedas estaban en el mismo lado, esa irrupción de necesidades dispares los distanció. Sabían que no podían estar juntos por mucho tiempo y se conformaban con lugares de encuentro que les dieran la seguridad de que el otro seguía ahí, que todavía ocupaba un espacio importante.
Se deleitó con el sabor de las arepas rellenas con queso y jamón mientras pensaba en los significados del control, extracción y exportación de bienes naturales para las poblaciones. Como el maíz que comía, aquella lucha tenía una memoria larga que, en el caso de la minería, estaba ligada a historias de saqueo y trabajo esclavo de personas procedentes de África; a violencia en poblaciones originarias durante la colonia; a relatos de barones del estaño o del cobre de etapas posteriores. Los imaginarios databan de antaño. Atahualpa había sido engañado y después los invasores mintieron de nuevo al pedir a su ejército que llenara una habitación de oro a cambio de su liberación. Acabaron matándolo. Habían pasado muchos siglos desde esa historia inca, pero el oro que se extraía quinientos años después seguía manchado de sangre. Lo que la fiscal veía ante sus ojos era un movimiento de luchas sociales que hacían de sus asambleas territorios de resistencia. Dejarían pasar los días y luego tratarían de mitigar algo del daño causado. No quedaba tiempo para la reparación: la dirección del cambio también elegía gente como la que tenía a su alrededor.
Se decidió a comer otra arepa más, con un poco de culpa por saltarse las restricciones que su nutricionista le aconsejó. El sobrepeso y la salud empezaban a dar los primeros sustos. Quiso justificarse pensando que llegaría a casa tarde y que, seguramente, no tuviera ganas de cenar. La satisfacción por esa experiencia se vio matizada por la certeza de que las demandas no serían escuchadas. Como mucho se pondría en escena la farsa de que eran tenidas en cuenta y después ganaría quien más plata supiera repartir. Helena le había contado una vez que, tras muchos años de organizar movilizaciones, se había dado cuenta de que la energía volcada no era compensada con los resultados. Lilián también lo creía así: muchas veces eran toleradas como válvula de escape porque en realidad el poder se había asegurado de que nada cambiaría. Dejaba que se protestara y concentraba todo su esfuerzo en el mantenimiento del statu quo: la explotación seguiría explotando al tiempo que los derechos continuarían siendo pisoteados; la dignidad se estiraría y se encogería sin remordimientos. Se realizarían acciones epidérmicas para salvar la imagen, por eso de que el inmovilismo tiene mala prensa. Así ocurrió en Panamá con la empresa de una filial canadiense que se aprovechaba del corredor biológico mesoamericano, realizando inventarios de especies que ellos mismos contribuirían a exterminar. También se jugaba al divide y vencerás, mientras pacientemente se esperaba a que los activistas acabasen enfrentados. En el blog de Helena ya habían aparecido disputas entre pescadores artesanales chilenos y ecologistas, casi tan acaloradas como las que tenían lugar entre la industria extractivista y la agroindustrial.
Antes de dejar el lugar de la concentración, la fiscal Baños leyó una pintada que alguien había hecho sobre un muro: «Acciones colectivas disruptivas, autónomas, no violentas y deliberativas». Aquella gente sabía que los gaviones se derrumban, aunque muchas veces con ellos también desaparecían sus mundos de vida.