Parece ser que existe un género literario compuesto únicamente por protagonistas neuróticas, agorafóbicas, al borde del colapso nervioso, incapaces de relacionarse con el mundo sin sufrir graves consecuencias. Incapacitadas, constreñidas por una sociedad patriarcal que no las reconoce como seres completamente independientes con deseos propios, estas protagonistas buscan establecerse como dueñas de sí mismas por todos los medios posibles, desde un control absoluto sobre sus cuerpos (a través de desórdenes alimenticios, autolesiones, etc.) o apartándose de la sociedad «de bien» para crear una protosociedad en la que la mujer pueda disfrutar de cierta autonomía. Siempre hemos vivido en el castillo, la última novela completada de Shirley Jackson, es un ejemplo radical de esta tendencia a explorar la angustia femenina.

La novela empieza con la narración de su protagonista, Mary Katherine «Merricat» Blackwood, que nos explica que su familia fue envenenada seis años atrás y solo sobrevivieron ella, su hermana mayor Constance y su tío Julian, que ha quedado física y mentalmente incapacitado. Desde entonces, los Blackwood, que ya de por sí eran una familia elitista y ermitaña, se han recluido aún más en su castillo, y solo Merricat se adentra en el pueblo dos veces a la semana para conseguir lo esencial: comida y libros de la biblioteca.

La muerte del patriarca y la incapacitación del tío Julian significan que el poder absoluto, inherente al patriarca, ha sido transferido, ya de buenas a primeras, a las chicas Blackwood. Tradicionalmente, las mujeres del clan Blackwood solo han tenido una función: cocinar, por lo que todas ellas han demostrado ser excelentes cocineras, con una única excepción, la madre de Merricat. La señora Blackwood, fría con sus hijas, esnob con los habitantes del pueblo, era una terrible cocinera, más preocupada con acumular objetos de valor que con añadir su contribución a la colección de conservas de la familia. Esta incapacidad de la señora Blackwood de alimentar, literalmente, a sus hijas, es solo un síntoma de su incapacidad de ejercer de madre. El papel de cocinera y de madre de Merricat le toca a Constance, convertida en la sirvienta de la familia por ser la hermana mayor. Por otro lado, Merricat, que se niega a ser dominada como su hermana, que se revela contra el poder absoluto del patriarca, no encuentra su lugar en la familia y es constantemente apartada (literal y metafóricamente) del núcleo familiar, castigada constantemente en su cuarto sin cena. La muerte del clan Blackwood permite reestructurar las dinámicas de poder: Merricat, relegada siempre a la periferia, se permite ocupar el centro, recibiendo las atenciones continuas de Constance, su persona favorita del mundo. Ahora solo tiene que competir con el tío Julian, siempre con un pie en la tumba. La posición que ocupa Constance es más ambigua, en tanto que preserva, con sus actitudes, las tradiciones del linaje Blackwood: cocina, cuida de la familia, añade continuamente conservas a la despensa familiar; sin embargo, por otro lado, las sospechas sobre su colaboración con los asesinatos de su familia la hacen partícipe de la ruptura con el «orden natural» de las cosas. Sea como fuere, Constance pasa a ocupar oficialmente el rol de madre y cabeza de familia: sus normas son las normas de la casa, su comida y su cariño los alimentos que nutrirán a Merricat.

No podemos afirmar con absoluta certeza que Constance colaborase en los asesinatos, pero hay pruebas suficientes en el texto para hacerlo plausible. Al final de la novela, se nos revela que la verdadera asesina es Merricat que, a los doce años, harta de ser siempre castigada sin cenar, relegada a un segundo plano, y negado cualquier cariño por parte de sus familiares (excepto por parte de Constance, la única que debía sobrevivir a la catástrofe), decide envenenar el azúcar y mezclarlo con arsénico. Pero Merricat no podría haber actuado ni triunfado sin la tácita colaboración de Constance: es Constance quien le enseña a su hermana a distinguir y usar distintos venenos, Constance quien compra el arsénico para matar ratas, Constance quien no llama al doctor hasta que ya es demasiado tarde, Constance quien se deshace de las pruebas del crimen al lavar la azucarera...

My niece Constance washed it [la azucarera] before the doctor or the police had come, and you will allow that it was not a felicitous moment to wash a sugar bowl. The other dishes used at dinner were still on the table, but my niece took the sugar bowl to the kitchen, emptied it, and scrubbed it thoroughly with boiling water. It was a curious act.

«There was a spider in it», Constance said to the teapot (Jackson, 2016 36).

Constance incluso admite frente a la policía que su familia merecía morir, apartando aún más las sospechas de su hermana (aunque no hubiera sospecha alguna para empezar, puesto que nadie habría podido imaginar que Merricat, una niña de doce años que pasaba totalmente desapercibida en el pueblo, fuese la responsable) y haciéndole evidente al lector que su aparente docilidad esconde una ambivalencia moral y un rencor hacia la estructura familiar mucho más profundo de lo que se podría percibir en un primer momento:

It was Constance who saw them dying around her like flies —I do beg your pardon— and never called a doctor until it was too late. She washed the sugar bowl.

She told the police those people deserved to die.

She told the police it was all her fault (Jackson, 2016: 37).

Con la muerte del clan, las hermanas Blackwood son capaces de conquistar algo de poder, pero la realidad que viven dentro del castillo es muy distinta a la realidad del pueblo, aún regida por la ley del patriarca. Que los Blackwood sean la familia más prominente del pueblo ya es una ofensa, pero que encima esa riqueza pertenezca exclusivamente a dos mujeres ya es el colmo. Con la intención de restablecer el antiguo orden y devolver todo a su sitio, varios agentes intentarán convencer a Constance de que lo mejor para ella y su hermana es que encuentren ambas un marido. El primer asalto vendrá de la mano de Helen Clarke, que apelará a la juventud y hermosura de Constance, convenciéndola de que a ya nadie le importa el pasado; el segundo asalto, más potente, lo encabezará el primo Charles Blackwood, que intentará casarse él mismo con Constance para hacerse con la fortuna familiar. El pueblo y, en específico, los hombres del pueblo, formarán una alianza con Charles, un Blackwood a pesar de todo, porque es preferible tener a un Blackwood desconocido y evidentemente mezquino en el poder, que una mujer Blackwood libre. Queda claro que la única forma de que las hermanas Blackwood puedan disfrutar con total libertad de su fortuna es permaneciendo solteras y, por ende, alejadas de una sociedad que las presionará hasta obligarlas a sucumbir al matrimonio.

Es precisamente esta reclusión en el castillo lo que les da un aire misterioso; eso, ligado a las acusaciones de asesinato, a los extraños comportamientos de ambas hermanas, a la crueldad que demuestran al regocijarse ante la incomodidad de cualquiera que les dirija la palabra al mencionarse los asesinatos; unido al hecho de que las hermanas sobreviven (en cierta forma) a un incendio y a una lapidación (castigos que solían sufrir las mujeres acusadas de brujería) es el cóctel perfecto para que en el pueblo se cree un clima de terror. Si no las acusaban de brujería al principio, terminarán por hacerlo al final.

La propia Merricat demuestra, en varias ocasiones, ansiar el poder de un ser sobrenatural y sus pequeños rituales de protección no son más que un síntoma de la frustración que siente al saberse indefensa. Como dice Janeway (1972), «The witch role permits the woman to imagine that she can exercise some sort of power, even if it is evil power». Al final de la novela, cuando ya solo queden ellas dos, veremos a Constance rechazar al primo Charles por última vez, rechazando así también cualquier posibilidad de reinsertase en la sociedad y vivir como una mujer común. Merricat y Constance viven en la periferia de la sociedad, desafiando las ataduras patriarcales, acompañadas de un gato negro como eterno compañero, objeto de fascinación y terror de los demás habitantes del pueblo.

Libres, por fin, dejarán de ser mujeres para convertirse en leyenda.

Notas

Jackson, S. (2016). We Have Always Lived in the Castle. New York: Penguin Books.
Janeway, E. (1972). Man’s World, Woman’s Place: A Study in Social Mythology. New York: Delacorte PR.