Son horas las que llevan caminando sobre los durmientes de madera. Van agarradas de los brazos y, a pesar del cansancio, se contonean coquetamente sin que los rastros de las decenas de kilómetros recorridos les quiten algo de lo poco que les queda: femineidad. Han esperado varias horas, a veces dormitando en los rieles, otras avanzando lentamente junto a las vías.
Por fin se escucha el silbido del tren. Al avanzar retumba el suelo y el corazón de las hondureñas. La adrenalina sube conforme se aproxima la máquina de acero 4041 de Ferromex a cuarenta y cinco kilómetros por hora sobre las vías de Huehuetoca. Van con rumbo al estado de San Luis Potosí, luego más al norte.
La mirada de las mujeres está fija en cada uno de los acoples del ferrocarril. Hacen cálculos. Esperan que llegue el momento preciso para treparse. Uno, cinco, diez metros. Corren con todas sus fuerzas. Una logra asirse a una varilla, pero no se siente segura y se suelta. Otra carrera. Se agarra con mayor fuerza al metal, mece los pies y con la mochila al hombro, que guarda todas sus pertenencias, logra estabilizarse. Está arriba. Busca a su compañera. También va en el tren.
Los pantalones de mezclilla están desgastados y sucios. La camiseta de algodón tiene manchas en las axilas del sudor penetrante que se ha mojado y se ha secado en varias ocasiones. La piel morena está cubierta de tierra, los labios resecos y deshidratados. Las ampollas en las plantas ya se reventaron. La carne está viva. Los dolores de pies y piernas son agudos. Pero ya están arriba.
Se acomodan en el hueco que hay entre los vagones. Por lo menos ahí el sol no les cae de frente. Una se quita la chancla y se soba los dedos. La examina. La suela ya se despegó.
—No la tires —le dice su amiga que adivina sus intenciones—, espérate a que consigas otras. Si la avientas ¿qué te vas a poner? Te vas a reventar los pies.
Pina se acomoda la chancla otra vez. Se le sale el dedo gordo del pie. ¿Dónde voy a conseguir otras?, piensa. El Pájaro le quitó los últimos cien dólares que le quedaban. «Pinche negra, hija de puta ¿no más esto trais?». La encañonaron y le dieron un planazo en el ojo izquierdo. Pensó que se la iban a llevar. La dejaron ir encima del otro tren.
A Luisa la bajaron tres veces, no pagó. Se esperó, dejó pasar tres ferrocarriles. El tercero fue el bueno, pero tuvo que brincarse el punto de Coatzacoalcos para no tener que pagar. La caminata le llevó dos días. Le quitaron el último billete en Aguas Blancas. Antes, en el punto de Medias se treparon los mareros, traían machetes y pistolas. Le quitaron quinientos pesos que se ganó trabajándose a un policía. Aprieta los ojos para borrarse el recuerdo. Aprieta la mandíbula para que no se le salga el llanto.
Y ella fue la de la buena suerte. A los que sí pagaron los tiraron uno a uno. Bajaron a los hombres a machetazos. Dejaron a las mujeres. Las violaron a todas. Las golpearon. A unas las mutilaron y luego las aventaron. A otras las secuestraron. Las encerraron en una casa por más de quince días y luego las mandaron a trabajar de a gratis en los ranchos para cuidar la marihuana. Cuando ya no sirvan, les echaran tierra encima. Irán por otras.
Pina y Luisa se encontraron en el comedor de San José Huehuetoca. Ahí les dieron de comer, les regalaron los pantalones y las camisetas. Les dieron permiso de bañarse. Salieron huyendo. Esa noche balearon el refugio. Los curas habían rescatado, justo aquella tarde, a varias mujeres que eran esclavas sexuales de El Pájaro. Fue una advertencia para que los curitas no se pasaran de listos. Fue un aviso, porque a la gente de El Pájaro no le gusta echar de balas a los de sotana.
Los plomos les pegaron a más de veinte migrantes. Muchos se quedaron reclinados sobre su plato de sopa. No les dio tiempo de moverse. Brincos, empujones, llantos. Pina y Luisa se salieron juntas. En la confusión encontraron tirado un monedero con setecientos pesos. Gastaron cincuenta en una botella de agua, una torta de jamón y guardaron el resto para pagarle al guardia del tren. Les dijeron que cobran de doscientos a trescientos pesos para permitirles el ascenso, y si tienen suerte no las tirarán después a las vías.
Lo bueno es que este tren es el 4041 de Ferromex, los de Kansas City son más caros. Los guardias son más malos. José, un hombre robusto de piel muy oscura, de casi dos metros de estatura las vio subir al tren. Se apresura a llegar junto a las mujeres. Apenas la semana pasada aventó a un muchacho, que muchacho, a un niño. Se quebró todo. No se le sale el ruido de la cabeza. Cayó como un costal de cemento. Le rebotó la cabeza. Se partió en dos. Nunca dejó de mirarlo. No se le sale de la cabeza.
Aventó a muchos otros. A tantos. Vio los brazos y las piernas. La carne molida entre las ruedas. La sangre sobre la lámina de acero. A veces le salpicaron la cara. En los días de sol intenso, les cerraba la puerta de los vagones. Los dejaba en el techo. Al llegar a San Luis Potosí ya estaban bien fritos. Pero hoy, el muchacho no se le sale de la cabeza.
—Ahí viene —advierte Pina.
Luisa aprieta la mandíbula, toma de la mano a Pina y vuelve la mirada al cielo. Antes de la travesía no se conocían. Una vendía ropa en Honduras, la otra fue niñera en Phoenix, pero la deportaron. Extraña al güerito que cuidaba. El güerito la extraña a ella. El papá del güerito trabaja en la oficina del alcalde, la mamá le ayuda a uno de los republicanos. Están de acuerdo con la ley SB1060. No les gustó quedarse sin niñera.
—¿Pa’que hacemos todo esto? —se pregunta Pina.
—Pos pa’ser felices. Allá no éramos felices. ¿Y, si no estás contenta, de qué sirve? —contesta Luisa con pesadez.
—Allá no había forma —concluye Pina y recuerda que en Honduras tiene una casita, pero allá no había forma.
José escucha el silbido del tren. Al avanzar por los vagones retumba el suelo y el corazón del cuidador. La adrenalina sube conforme se aproxima al hueco de uno los vagones de la máquina de acero 4041 de Ferromex. No se le sale el muchacho de la cabeza.
Abre la compuerta.
Luisa le extiende el fajo de billetes. Son seiscientos pesos, susurra. José siente que la 4041 está acelerando. Hay veces que gana más velocidad que otras. Las vías del tren pasan muy rápido. El silbido, el costal, los latidos. Más de cuarenta y cinco kilómetros por hora. No dejó de mirarlo.
A las cinco cuarenta y cinco horas de la tarde, en San Luis Potosí y con el tren 4041 de Ferromex distanciándose sobre las vías, un par de hondureñas van agarradas de los brazos. Se contonean. Se contonean coquetamente sin que los rastros de las decenas de kilómetros recorridos les quiten algo de lo poco que les queda: femineidad.