Cuando llegué aún no era muy tarde, no más de las doce y media creo, pero sabía que no estaría levantada aún. Abrí la puerta intentando hace el mayor ruido posible, estuve a punto de ponerme a tocar el timbre como un poseso, pero… hubiera sido demasiado obvio. Muéstrate tranquilo cuando quieras molestar, convincente y despreocupado en tu intención clara de aparecer por casualidad en el peor momento, porque esta es también mi casa. ¿O no?
—Hola mamá —dije abriendo la puerta de golpe— ¿Levanto la persiana?
—Sí, pero ¿qué hora es?
—Más de las doce —sonreí, muy a pesar mío.
—¡Pues no sé qué me ha podido pasar!
Quiero decir algo que es ajeno a toda prudencia, y ese es el motivo de que mantenga el pico cerrado.
—No me han cogido.
—¿Te pusiste el traje?
No la estaba escuchando, permanecí de pie ante la ventana mirando el deambular ruidoso, solo en mi cabeza, de los transeúntes que iban calle arriba, calle abajo… Tac, tac, tac. Es como estar en una realidad paralela donde los detalles son cruciales.
—¿Y la corbata?
Sí, el mundo se divide entre los que se ponen traje y corbata y los que no. Me acababa de quedar claro.
—Han dicho que el puesto estaba cubierto.
—¡Joder, y para qué coño te llaman!
La señora de refinados modales e impoluto vocabulario es Clara, y su estado de ánimo es variable. Varía de la histeria absoluta a la histeria planificada, siendo esta última la estrategia más utilizada en sus experiencias vitales.
—¿Y ya está? No vas a contarme nada, ¿verdad? No me importa, hace tiempo que sé que no debo preguntar. Me lo trago y ya está, soy así.
—No tiene importancia, mañana tengo otra entrevista.
—¡Y a mí qué me importa! —ladró de repente.
—Puedo prepararte algo de comer.
—Vale, de acuerdo, dime qué ha pasado esta vez… aunque me lo imagino.
Llevaba varios días sin montar el numerito de la madre sufridora, falsamente interesada por la vida de su retoño. Y yo sabía que era por algún motivo, uno carente de toda nobleza.
—Mamá, no debes preocuparte, ya saldrá algo. El viernes iré al banco.
Ella se echó a llorar y hubiera jurado que eran lágrimas de alegría. Un escalofrío subió por mi espalda.
—Hijo —intervino serena—, ya está bien de dramas. ¡No sé por qué te pones así! La vida es algo más que trabajo.
Bueno, ¿qué os dije? Y de un saltito se puso en pie y se calzó sus elegantes zapatillas de estar en casa, cien por cien de fieltro, con cuña y unos remaches de hierro extremadamente pretenciosos. ¡Una monada, clase, pura clase!
—Sí, hace un día estupendo para completar mi libro de sudokus. Me levanto en un momentito…
Ahora lamento de veras no haber prestado más atención al apasionante mundo de los sudokus. No me sorprendería que hubiera trabajadísimas tesis doctorales que versen sobre «la importancia de los sudokus como base de una sociedad plenamente consciente de la relación entre el individuo y su entorno».
—Bien, vendré luego por si necesitas algo.
—Y eso, ¿qué significa?
Por qué la gente interpreta las palabras como entes con algún significado. Solo estoy hablando, no intento comunicar nada.
—Adiós mamá.
Al salir tropecé con una de esas personas que insisten en saludarte efusivamente cuando te ven, porque creen conocerte. Como de costumbre, debía ir mirando al suelo para evitar todo contacto visual con el género humano, cuando escuché un grito estridente que, estoy seguro, se me metió en el oído interno haciendo vibrar mi cráneo peligrosamente.
—¡¡¡¡Eeeeeeyyyyyyyyyy tú, dónde vaaaasss!!!!
Pues sí, sabía quién era el de los berridos.
—Hola Frankie.
—¿Algo te divierte? —preguntó mientras me miraba de manera desconfiada.
Frankie era un viejo colega de trabajo, y hasta donde yo recordaba un gilipollas muy comprometido con tarea de perfeccionarse en ello.
—No —contesté de manera cortante.
—Me había parecido ver una sonrisa en tu cara, da igual… Sabía que eras tú, esta mañana en Sandros. ¿Qué tal te ha ido con Alberto?
Rebobina Carlos, este tío trabaja allí y te ha visto hablando con el memo del traje azul. Veamos, aquí hay una oportunidad para sacar el encanto a pasear.
—¡Pero cuánto tiempo Frankie, me alegro muchísimo de verte!
—Bueno, ¿cuándo empiezas?
Conozco muy bien la manera de pensar de esta clase concreta de ejemplar de nuestra especie, los he padecido desde que tengo uso de razón. Es como cuando mi madre fingía no oír el timbre de la puerta durante horas y me dejaba en la calle —hijo mío, por qué no has llamado, con el frío que hace… ¡Anda, ven aquí que te arrulle!—, decía ella.
Estoy convencido de que mi currículum contará para la próxima vacante.
—Así que, no te han cogido. No sé qué te habrá dicho nuestro director de recursos humanos, pero te aseguro que hace falta gente en edición. Te diré algo… yo podría recomendarte.
Aborrezco todo tipo de conversación superficial y agotada desde el inicio, pero estoy dispuesto a soportarla si eso hace feliz a mi prójimo.
—¡Bueno, eso es… muy interesante! El caso es que estoy seguro de que me llamarán de ser así.
—Ya… No creo, ¿sabes?
—¿Y eso?
—Hay que estar relacionado para entrar en Sandros. Es una empresa familiar.
A medida que Frankie se iba haciendo el interesante, aparecía ante mí una evidencia; mi aplomado excolega no debía pintar nada en la empresa, pero sin duda se la estaba chupando a alguien muy requetebién.
—Se nota que has encajado a la perfección con ellos.
—¿Qué me dices? ¿Te interesa? —se apresuró a decir.
—El caso es que estoy en plena búsqueda activa de empleo y, si las condiciones no son muy malas…
—Chico, todo se negocia.
Noté por su vigoroso modo de afirmarlo que le hubiera ofrecido sus contactos al primer idiota con el que se hubiera encontrado. Y ya es la segunda vez del día en que mis destrezas sociales quedan en evidencia. Aunque esta vez solo ante mí.
—Te escucho —asenté algo irritado conmigo mismo.
Debo introducir aquí un dato. Soy un profesional consumado en la edición de textos ajenos. Los propios me resultan infranqueables por exceso de apego, soy incapaz de quitarles o ponerles una coma. Y así, defectuosos y sin pulir, permanecen en la pila de manuscritos que corona la mesa de mi cuarto.
Este es un patrón que se reproduce en todos los aspectos de mi vida, pero… ya es suficiente, suelo dejarme llevar por entusiasmo cuando hablo de mí mismo.