Un libro reciente de Andreu Navarra, La revolución imposible,1 ha devuelto a la actualidad la figura de Andreu Nin, uno de los líderes más caracterizados de la izquierda europea durante los años treinta del siglo pasado y figura intelectual de gran relieve en el ámbito de la cultura catalana. Son ya clásicas, y gozan de un prestigio inmarcesible, las traducciones directas que Nin hiciera de grandes autores rusos al catalán; y también notorio su esfuerzo como activo propagandista de las ideas marxistas que permearon el siglo XX tras el estallido de la gran revolución de 1917.

Incluso en nuestra época, su biografía resulta tan apasionante como controvertida. Nin es uno de esos personajes que no deja indiferente a nadie: se le ama y estudia desde una radical comprensión de su obra o se le rechaza en nombre de no importa qué prurito ideológico. La actual revisión de su pensamiento, así como la serie de artículos y reportajes publicados en diversos medios de comunicación, así lo demuestran.

Digamos, pues, para empezar esta reflexión alrededor de su ensayo, que el título del trabajo del señor Navarra, en sí mismo, ya resulta polémico: La revolución imposible.

Si las transformaciones sociales, políticas y culturales en la España de los años treinta (o en la Europa de ese decenio) hubiesen sido practicables, ¿qué necesidad había de emprender revolución alguna? Una simple reforma, más o menos profunda, habría bastado para situar a España entre las primeras naciones que, en aquel entonces, parecían dirigir los destinos del mundo. Esa y no otra fue la posición de Manuel Azaña y demás personalidades relevantes de Izquierda Republicana.

Es evidente, entonces, para cualquiera que conozca a fondo el curso de la Historia, que esa posibilidad carecía de base sobre la cual desarrollarse. Como, asimismo, de posibilidad alguna carecía la Europa de 1914 de evitar una guerra imperialista que, en muy poco tiempo, se convirtió en una carnicería espantosa. Fue ese apocalipsis, desencadenado por los apetitos desmesurados de las clases dominantes de aquel universo enloquecido, el que provocó el estallido de la revolución de 1917 en la Rusia de los zares. Es decir, la feroz resistencia de unas clases parasitarias a todo cambio, la miseria, la opresión y la violencia contra cualquier clase de opositores, fueron la causa primera, el origen de todas las revoluciones y explosiones sociales que tuvieron lugar en no importa qué países.

Conviene afirmar esto frente a estudios pretendidamente «objetivos» que tratan de minimizar la importancia de cuanto sucedió en aquel tiempo, antecedente del nuestro, y sin la cabal comprensión del cual no se entiende cuanto, en la hora presente, estamos viviendo.

Asistimos, pues, a un espectáculo mediático que trata de revisar a la baja el perfil de revolucionarios que, como Andreu Nin, Rosa Luxemburgo, Juan Andrade o Víctor Serge, trataron de cambiar el mundo para que las puertas del futuro quedasen abiertas a la libertad, la igualdad y la fraternidad universales —divisas, por otra parte, de la Revolución francesa de 1789.

Que el conjunto de esas experiencias fracasara en su concreta aplicación histórica poco importa. Esa, como dijera el poeta, es «justicia de Dios» a la que no hay que hacerle ningún caso. Lo importante del terrible siglo XX es otra cosa: si el Estado del bienestar ha sido y es posible en no pocos lugares de esta tierra ha sido y es gracias al titánico esfuerzo de gentes que, como Andreu Nin, lucharon hasta las últimas consecuencias contra un doble totalitarismo: el encarnado por el espíritu del nacionalsocialismo y el de ese otro tumor, maligno, que ha minado desde dentro la esperanza revolucionaria: el del nacionalestalinismo.

Gracias, pues, a que muchos hombres y mujeres que atravesaron el pasado siglo se propusieron «lo imposible», lo posible devino realizable. Conviene no olvidarlo, ahora que tanto advenedizo pretende hacernos creer que la «democracia» siempre estuvo ahí, a nuestro lado, y que solo había que cogerla del árbol de la ciencia o del conocimiento mediante un simple gesto de la mano.

Digámoslo, pues, una vez más; para refrescar nuestra memoria y para que las jóvenes generaciones —que habrán de enfrentar cambios estructurales muy profundos en el futuro inmediato— no se llamen a engaño: nada en nuestro ser social se nos da gratuitamente; todo ha sido y sigue siendo resultado de una lucha desigual en pos de la necesidad y de la vida, de un deseo muy humano de mejorar en todos los planos de nuestra existencia. Es una guerra, permanente y prolongada, que nunca se detiene ante nadie ni ante nada.

Si hemos alcanzado cierta evolución social que nos ha permitido lograr una conciencia sensible del mundo y de la necesidad de no aplazar transformaciones que decidirán el porvenir del planeta que habitamos, es porque el horizonte que abre la «utopía», eso que algunos califican de «imposible», nos ha permitido vislumbrar todo cuanto es perfectamente practicable. Andreu Nin, y con él no pocos actores de su tiempo, eran conscientes de ello, y, si las condiciones concretas de ese período de nuestra historia no permitieron un perfil pacífico de los cambios que se avecinaban, no fue sino por causa de una cerrazón particularmente violenta: la propia de monárquicos sediciosos y militares golpistas, una Iglesia cómplice y potencias extranjeras que, como en el caso de la Italia y Alemania fascistas, ahogaron en sangre la legítima esperanza del sueño igualitario. Sin olvidar, claro está, la inhibición de las democracias que, como Francia e Inglaterra, al tomar partido por la «no intervención» permitieron el auge y la expansión del nazismo.

Sí, así fue, y así hay que transmitirlo cuando autores de artículos como el publicado por El País en su pasada edición del 25 de septiembre,2 caracterizan la obra de Nin como la propia de «un intelectual que aspiró a la conquista del poder desde la violencia».

No es esta la única perla con la que obsequia el señor Amat a sus lectores. Al parecer, y según su particular percepción, para el marxista revolucionario que fue Andreu Nin... «La vía democrática no era el camino». Y, como si no tuviera bastante con lo ya dicho, nos lo pinta como... «Uno de los intelectuales españoles que mejor encajan en la categoría de extremistas fabricados por el caos absurdo y violento desatado entre 1914 y 1918». O cuando, ya puestos, sentencia, urbi et orbi, que «El mito de Nin era fuego revolucionario que incendia la democracia», y, claro está, en esa tesitura, «rompió públicamente con el socialismo democrático».

Evidentemente, el autor de este panfleto neoliberal, Jordi Amat, posee una concepción de la «democracia» un tanto estrecha: democracia representativa, por supuesto, y controlada por los prebostes de siempre, no sea cosa (como ya dijera el comisario Conesa) que la «democracia» se nos escoñe. Como si la «democracia» fuese una conquista universal en todas partes y su concepción no estuviera sometida a los vaivenes propios de la lucha de clases.

No contento con esta y otras lindezas, solo faltaba que comparase a Nin con la casta que luego acabó con la vida de cuanto disidente se cruzara en su camino, fuera bolchevique o no. Y, ni corto ni perezoso, el señor Amat va y lo hace en esta su revelación, casi mariana: «Formaba parte de la nomenklatura de los privilegiados, vivía con su nueva familia en el hotel Lux. Pero las luces del poder se fundieron cuando optó por Trotski en la pugna por la sucesión de Lenin».

Mucho me temo que al señor Amat se le han fundido algo más que las luces del hotel Lux, con el que sueña: se le han fundido los plomos. Sobre todo, cuando, en una traca final, afirma rotundo —en el tono parroquial de un sermón digno del padre Ripalda— que… «En el caos, entre saqueos y asesinatos, Nin —puro como los fanáticos— atisbó la esperanza de una revolución liberadora cuya cruz era la violencia».

Algunos amanuenses no hacen sino proyectar la cruz de su ignorancia en la vida de otros, tal vez con la esperanza de conjurar antiguos demonios familiares para que ciertos fantasmas del pasado no retornen. Sobre todo, si esos «fantasmas» vuelven para ajustar cuentas con aquellos privilegiados que viven a costa del trabajo de los demás. Para esa clase, todo debe cambiar para que todo siga igual. Y ahí es donde agitan su particular concepción de la democracia, como si esta, al quedar definida por ellos y sus intereses, no fuera otra cosa que una verdad palmaria que no admite más precisión que la suya.

Al final, cómo no... «El discurso del partido [el POUM] seguía siendo el sabotaje democrático». Y para el señor Amat, menos mal que «una cosa eran las ideas sobre el papel, dogmáticas, y otra, la realidad de las masas»... Porque si bien las ideas (aunque dogmáticas) no delinquen, las masas sí pueden franquear el umbral de lo previsto y tolerable cuando se trata de cambiar, de raíz, el orden del mundo. Ahí es donde uno puede decir aquello de... «Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho», o, en una versión mucho más reciente y castiza, propia del tardofelipismo democrático, la ya manida frase de «Con las cosas de comer no se juega».

En efecto, «con las cosas de comer», o, lo que viene a ser lo mismo, con la Bolsa, no se juega, a no ser que sea a favor de esta y de sus intereses bastardos. Porque de jugar en contra y a favor de otro sistema cuya democracia sea muy distinta de esta que nos venden, no es la bolsa lo que podemos perder, sino la vida. Que se lo pregunten, si no, al señor Julian Assange, prisionero (sin juicio ni condena) en una cárcel de alta seguridad inglesa, por el muy democrático «delito» de revelar crímenes de Estado.

Así que no, no es colgando sambenitos ni repartiendo cédulas de «buena democracia» como conseguiremos comprender nuestro pasado para mejor encarar el futuro que nos aguarda. Un futuro en el que no es precisamente la diosa Fortuna la que nos sonríe al doblar la esquina del tiempo que se acaba. Un tiempo caracterizado por una crisis bioclimática sin precedente alguno, y que exige otra concepción de la participación ciudadana en los asuntos del poder y del gobierno.

Aún estamos a tiempo de revertir el signo fatal de las tinieblas que se nos echan encima. Pero insisto: el tiempo se acaba.

Andreu Nin, al igual que otros hombres y mujeres de su época, lucharon a brazo partido por dar a luz un mundo muy distinto; un mundo donde el trabajo no fuera una condena y donde la libertad no sea la que impone el amo en su particular dialéctica con el esclavo. Ideas de autogestión, democracia directa y participativa en todos los órganos de representación, de nacionalización de industrias básicas, de reforma agraria, de derechos y obligaciones universales para todo ser humano, estaban ya muy presentes en la mente de Andreu Nin, Joaquín Maurín, George Orwell, Kurt y Katia Landau, Víctor Serge, Juan Andrade, María Teresa García Banús, Wilebaldo Solano, Víctor Alba, Erwin Wolf, Olga Nin, Julián Gorkin, Albert Masó, Juan Cassi, Joaquim Reig, Eugenio Granell y tantos otros que fueron víctimas del fascismo y del nacionalestalinismo. Ellos denunciaron, desde el primer momento, los campos de concentración, los juicios de Moscú, los asesinatos y torturas en la Lubianka, la colectivización de la tierra impuesta por los diosecillos del Kremlin; en definitiva, la degeneración burocrática de una revolución que nació como una esperanza para la clase obrera y terminó siendo la horrible pesadilla que luego, mucho más tarde, hemos conocido por testimonios tan esenciales como los de Vasili Grossman, Víctor Serge, Alexander Solzhenitsin, Anna Ajmátova, Varlam Shalámov, etcétera.

Así, quienes se han batido en un doble frente por la consecución de una sociedad superior, más desarrollada —material y espiritualmente—, y por la creación de una cultura que comprendiera a toda la humanidad en la definitiva superación de la lucha de clases, no merecen las groseras descalificaciones de gentes que nada saben porque nada importante han vivido. No pueden, desde un confortable presente y con supuestos actuales, juzgar el pasado ignorando el contexto histórico y las relaciones sociales de ese entonces. A no ser que...

…A no ser que, sabedores del genuino valor de figuras como la de Andreu Nin, deseen, conscientemente, rebajar su intensidad de la memoria colectiva. Porque su retorno podría ser problemático para los intereses de ciertos grupos y clases sociales que no ansían sino acumular más y más capital para reproducirlo en una continua espiral hasta el final del infinito.

Todos sabemos que la caída del Muro de Berlín sumió a toda la izquierda de todo el mundo —sobre todo a quienes todavía se inscriben en la tradición comunista— en la perplejidad. De pronto, sin un disparo de fusil, todo un imperio se vino abajo, y con él las certidumbres que prometían un porvenir luminoso y duradero. Pocos, muy pocos advirtieron de verdad la mentira que escondía aquel universo: la negación práctica de cuanto venía sosteniendo en el plano de la teoría la comprobamos en Hungría y en Checoslovaquia, en Polonia, en la Alemania Oriental, en los campos del gulag, en los sanatorios psiquiátricos, en el régimen disciplinario de cualquier fábrica y en las prisiones del Estado.

Aquello de lo que algunos ya habían avisado —George Orwell, miliciano del POUM, fue uno de ellos— pudimos verlo con nuestros propios ojos muchos años después, tras la caída del telón de acero. Cayó el velo de la ilusión y emergió la terrible realidad. Con la consecuencia directa de que una parte de la humanidad se sintió, de pronto, huérfana. Ya no había referentes; a nada verdadero podía uno aferrarse. Detrás de cada personaje de ese teatro de la crueldad solo quedaba una estela de vanidad, mentira, corrupción, miedo. Y con el paso del tiempo la cosa ha ido a peor. La izquierda, o eso que pasa por «izquierda», no es más que un batiburrillo de voces sin orden ni concierto, dividida entre una socialdemocracia inoperante por débil y un comunismo que no acierta a salir de su asombro. Mientras tanto, la globalización del capitalismo llega hasta el último rincón de la tierra y los problemas que esta etapa de nuestra historia plantea no parece que tengan solución. No, al menos, de momento. Y ahí es donde una crítica conciencia ecológica se alía —o puede asociarse— con una tradición revolucionaria que cuestione ciertos pilares de nuestra civilización.

Y en tal situación, en tamaña tesitura, ¿cuáles pueden ser las referencias —teóricas y en la praxis— para quienes han decidido alinearse en la tradición de un discurso marxista, extremadamente crítico con su pasado y dispuesto a la conquista del poder a través de medios genuinamente democráticos? Evidentemente, no son muchos los nombres que podamos citar. Pero entre ellos, sin duda alguna, Andreu Nin y quienes le rodearon en su empresa prometeica ocupan un lugar central. Ellos pagaron con su vida —y, cuando esta llegó, también con su muerte— el valor que para muchos seres humanos aún representan ciertas palabras: honor, lealtad, amor a la vida y fe en las cualidades de la humanidad; respeto por el trabajo creador y por la cultura capaz de liberar al espíritu humano de las cadenas del oscurantismo y de la ignorancia.

Por supuesto, el sistema establecido no ignora la importancia de estos sus adversarios, y, en una maniobra de inteligencia digna de mejor causa, prefiere integrar antes que rechazar de plano esos iconos. Integrarlos de manera adecuada. Es decir, devaluarlos para decirnos que, en el supuesto caso de seguir vivos, ellos mismos habrían corregido el rumbo de sus propias ideas —ideas que, para algunos, no son sino quimeras.

Es evidente que, de haber sobrevivido, Andreu Nin habría reconsiderado muchos de sus presupuestos. Lo hizo cuando rompió con León Trotski, cuyo sectarismo y visión de España no compartía. Pero ello no entraña, en modo alguno, la negación de su legado: cambiar radicalmente el modelo sobre el cual se asienta nuestro desarrollo en sus ámbitos más importantes: económico, cultural, social. Pretender lo contrario supone ignorar tanto sus escritos como el recuerdo de quienes sí le conocieron y nos transmitieron su obra, así como el espíritu con el que enfrentó los inapelables retos de su tiempo.3

Notas

1 Navarra, A. (2021). La revolución imposible. Barcelona: Tusquets.
2 Amat, J. (2021). «La revolución permanente de Andreu Nin», Babelia, El País. Septiembre, 25.
3 Entre otros escritos, el lector aún dispone de dos ediciones de sus obras que seguidamente transcribo: Els moviments d'emancipació nacional, Edicions Catalanes de París, 1970. Los problemas de la revolución española, (Prefacio y compilación de Juan Andrade). París: Ruedo Ibérico, 1971.