Uno de los rompimientos más dramáticos en la historia de la escultura fue marcado por las vanguardias artísticas a principios del siglo XX, por la introducción de nociones radicalmente diferentes sobre la construcción, uso del espacio o vacío y el equilibrio entre el objeto y el espacio.
No hubo evolución, sino revolución paradigmática. Cuando comparamos La piedad (1498-1499) de Miguel Ángel con su volumen lleno y Cabeza y cola (1965) de Alexander Calder con su volumen vacío, es claro que no hablamos de continuidad sino de disrupción. Lo compacto ha cedido a la construcción de espacios en la escultura moderna.
En esencia, el arte ha correspondido a la revolución científica de la física cuántica que niega la existencia del vacío o la inexistencia del vacío entre seres y entidades orgánicas e inorgánicas, con una propuesta de equilibrio entre la llenura y el vacío, el exterior y el interior.
El espacio público arquitectónico se ha convertido en el campo de batalla para confrontar una nueva sensibilidad estética a partir de un lenguaje compartido mediante el cual los autores se diferencian más por sensibilidad que por estilo.
Materia, forma y espacio son los recursos al alcance del nuevo escultor para comunicarse con una audiencia a veces filosóficamente existencial a lo Sartre y otras veces social a lo Heidegger.
Esta ruptura fue necesaria para coadyuvar en la afirmación de una propuesta universal a partir de un reencuentro con la identidad cultural propia. Tal es el caso del movimiento escultórico gestado en el país vasco español a partir de los cincuenta, principalmente, por medio de creadores como Jorge Oteiza, Agustín Ibarrola, Nestor Basterretxea y Eduardo Chillida.
Todos fueron, primero que todo, investigadores de la cultura y los medios artísticos de expresión y, luego, nacionalistas vascos creando arte bajo un sistema autoritario: el régimen franquista. De hecho, se estima que la mayor contribución del país vasco a la cultura en el siglo pasado fue mediante la escultura.
El más conocido de todos sus creadores fuera de las fronteras de España, es Chillida, pero no por su originalidad, ya que tomó prestado de muchos de sus maestros y colegas, sino por su sensibilidad y tenacidad. Su obra se encuentra públicamente expuesta en la geografía española y europea, principalmente.
Eduardo Chillida (1924-2002) fue portero de fútbol antes de encontrar su vocación como artista. Hizo carrera en el equipo Real Sociedad de San Sebastián, Guipúzcoa, hasta que una lesión lo obligó a alejarse del deporte. Fue entonces, que se acercó al estudio de la arquitectura en la Universidad de Madrid, pero abandonó los estudios en 1947, en favor del arte cuyo estudio y práctica profundizó en París a partir de 1948. Regresó dos años después a Gipuzkoa donde se casó y empezó su familia. Luego se estableció definitivamente cerca de Hernani donde abrió su taller con el apoyo de un herrero local cuya fragua empleó para sus creaciones antes de contar con su propia forja para la escultura en hierro.
Préstamos y sensibilidad
La obra monumental expuesta en el espacio público refleja un proceso plástico a lo largo de cinco décadas, especialmente tras su reconocimiento público en la Bienal de Venecia, en 1958.
El éxito le acompañó temprano en su carrera, especialmente, en el ámbito internacional al adoptar una estrategia mercadológica, bastante conocida, consistente en colocar obras de gran escala en espacios públicos de muchas ciudades y países.
Otros escultores, que adoptaron dicho modelo, cayeron, con frecuencia, en la redundancia y atrofiaron su creatividad, pero no parece haber causado mella en Chillida. En su caso, cada obra en el espacio público se transformó en una oportunidad para que realizará esculturas elegantes y poéticas.
Al observar en retrospectiva su legado, a veinte años de su fallecimiento, se observan con claridad las influencias, y abundantes referencias a otros creadores más allá de lo que él bautizó «homenajes» como en el caso de la obra de 1979 dedicada a Alexander Calder, y otras dedicadas a artistas con los que se relacionó en la plástica, la literatura y la política.
La obra de Chillida debe mucho a la escultura en hierro ibérica y en particular al escultor catalán Julio González (1876-1942) cuyas creaciones en ese medio inspiraron a Pablo Picasso y a numerosos artistas.
Como González, el escultor vasco usó el hierro no solo para construir formas masivas y sólidas sino también obras vitales, ópticamente ingrávidas, y de diseño lineal las cuales tenían tanto que ver con el volumen vacío como con el componente material sólido.
Simplicidad
El hierro forjado, como se evidencia en su quehacer, fue el medio dominante mientras sus formas primarias fueron bloques, romboides conectados, arcos robustos y formas cúbicas abiertas.
Como dibujante y escultor tanto en papel como en hierro, alabastro y hormigón, estos fueron los elementos primordiales en su expresión sumados conceptualmente a un lenguaje simple, casi minimalista, libre de toda confusión mental.
Es cierto que Chillida conoció al filósofo alemán, Martin Heidegger (1889-1976), durante la Bienal de Venecia de 1968 e incluso ilustró al año siguiente su obra Arte y Espacio, pero a pesar de su interés por las ideas del pensador sobre el ser y el tiempo su obra plástica no ganó, con la relación, visos existenciales, ni tuvo un giro hacia lo lingüístico.
Su obra no busca respuestas espirituales o filosóficas. Antes bien, atiende problemas que encontraba como incipiente arquitecto y escultor perseverante. Chillida preguntaba, por ejemplo:
¿Qué es lo que manda? ¿el hueco o lo que lo delimita, lo que envuelve ese hueco? El arco es sólo límite, perfil; lo que cuenta es el volumen que surge dentro, el espacio, lo vacío.
Su uso de los planos, descansos o recovecos, escalones y formas curvadas y adinteladas han sido en parte inspirados por el arte decorativo vasco del siglo XVI, pero también por los espacios cerrados del juego tradicional de pelota vasca o frontón que proliferan en toda la región y que surgió en el siglo XVIII. Esta última fuente es en la que abrevó también el escultor vasco Jorge Oteiza con el que, a menudo, se le compara.
Por otra parte, las formas y masas engranadas de muchas de sus esculturas en piedra están en deuda con la arquitectura inca del Cusco, de donde la tomaron los españoles durante la conquista. Chillida aprovecha cada préstamo para facilitar un diálogo lento y personal entre los componentes geométricos que contienen sus espacios.
Es claro que hay diferencia entre la escultura y la arquitectura ya que el espacio envuelve y rodea a la obra, en la primera, mientras que la arquitectura encierra y acota el lugar, en la segunda. Chillida, no obstante, fomentó la integración entre la escultura que es volumen y masa y la arquitectura que es vacío, hueco.
Contención para espacio público
Chillida siempre hizo un dramático uso del entorno público, mezclando y contrastando sus creaciones con el paisaje como evidencia la serie de Peine en el viento No XV (1976), su más celebrado conjunto, consistente de dos esculturas sobre peñascos confrontado las olas en la línea costera de San Sebastián, su ciudad nativa.
La obra en cuestión es fiel reflejo de la claridad con que Chillida enfrentaba su quehacer como escultor abstracto. Era consciente de sus límites, tal vez por su deuda intelectual con otros creadores y, se sentía cómodo, en el marco de su identidad cultural vasca, aunque continuó expandiéndolos más allá durante toda su carrera para sentir y conocer más.
Por ello, siempre permitió que el público tocara sus obras y penetrara en ellas para escuchar su «musicalidad». No obstante, sus esculturas en general son muy personales a pesar del lenguaje prestado, y su poder depender del efecto íntimo que produce sobre el cuerpo de su audiencia y entorno.
El objeto escultural es lo que importa
Para el creador vasco es el objeto escultural y el volumen dentro de este lo que sostiene el espacio, lo orienta y lo crea. Es el objeto individual y la vida dentro de este, no el entorno el que importa más. Esto no contradice para nada el que buscará crear un espacio arquitectónico alrededor de sus esculturas que les permitiera relacionarse tanto con la audiencia como con la naturaleza.
El mejor ejemplo de esto fue su último y cuestionado proyecto público: un polémico y vasto cubo al cual se llega a través de un túnel de 80 metros en la montaña de Tindaya en Fuerteventura, Islas Canarias.
El mismo pretendía perforar la montaña sagrada de Tindaya que alberga la mayor concentración de podomorfos (grabados aborígenes de pies descalzos) del mundo, y que es un espacio natural protegido —es tanto un bien de interés cultural como geológico—, para habilitar en el interior una gran sala cúbica de 50 metros de lado con un túnel de acceso a media ladera y dos chimeneas verticales de iluminación.
El pretencioso proyecto sucumbió finalmente a los cuestionamientos de ecologistas y arqueólogos que veían el proyecto como desubicado.
En criterio de Chillida el origen del proyecto que, tal vez, nunca se complete se basa en que «los trabajadores de las canteras sacaron las piedras de la montaña, sin darse cuenta de que estaban llenándola con espacio».
La forma rotunda, completa e independiente en que fue concebida y realizada su obra en oposición a un sinnúmero de circunstancias adversas ha convertido a este artista en un símbolo de la resurgencia de la cultura vasca pero ha traído consigo, también, un efecto colateral inesperado al fenecido creador.
Veinte años después de su fallecimiento, a pesar de ocupar un lugar indiscutible en la historia del arte de la segunda mitad del siglo XX, ha tenido poca o ninguna influencia en su propia generación, así como en las siguientes dentro y fuera del país vasco español.