Nadie me advirtió, hasta que encontré en un tomo avanzado, la indicación de que no se admiten voluntarios, lo que acabó con mis pretensiones de aprendiz de brujo y que dejó bien claro que la única forma de ingresar al mundo de la adivinación y la brujería es solo siendo señalado por el «poder».
Tampoco estuve sobre aviso de que ese mismo poder sale a tu encuentro de la manera más abominable y monstruosa cuando detecta que intentas inmiscuirte, aunque sea con las mejores intenciones, en el mundo de los brujos sin haber sido invitado.
Hube de encontrar situaciones sacadas del infierno para al fin entender que no era bienvenido en su mundo; que solo había sido seducido por este, embelesado por pasajes descriptivos de increíble belleza y desbordada imaginación que además prometían poderes solo imaginados por los «humanos comunes», pero también, a cambio, la insondable y aterradora oscuridad donde moran seres abominables.
Supe, en carne propia, que el precio a pagar es demasiado alto si no se tiene «permiso» para abandonar lo humano (el tonal) antes de optar por algo tan oscuro y traído a la mala como lo es la brujería (el nagual).
Que pertenecer a ese mundo no es opcional ni volitivo y solo es señalado quien, por su constitución «aural» y ninguna otra cualidad distintiva es apto: lo es por la luz en forma de globo que emana de su cuerpo físico que puede ser doble o cuádruple; (solo los «cuádruples» pueden ser naguales: los «dobles» solo comparsa). Los hombres «cuádruple» son líderes natos. La mayoría de los humanos tienen una sola luz, luz que es vista solo por ellos, los «llamados», y tal condición unitaria deja al resto fuera de la jugada.
Yo soy uno de ellos. Encontré que no estaba dispuesto a abandonar la seguridad que rodea la mortalidad común de los no elegidos; que no tenía lo necesario para enfrentar ese feroz viento que golpea la oscuridad sin sentir un terror que supera todos los miedos y que a la larga redunda en muerte. Me di cuenta de que estaba tan inerme como una hoja en un vendaval circulando por los pasillos tétricos de lo desconocido y lo «diabólico».
Supe que deambular solo, como una oveja en terreno de lobos, encarando a los seres que ahí habitan equivale a suicidio espiritual para el hombre común, carente del propósito y constitución de los hechiceros en su secreta misión ultraterrena y milenaria.
La lectura a la que hago referencia es el recuento del aprendizaje, contenido en doce tomos, que narra en primera persona un antropólogo californiano quien cayó en manos de un anciano hechicero, indígena Yaqui de inexplicable poder y habilidad, habitante del desierto de Sonora, México.
Mediante ingeniosas tretas, fue engatusado por el nagual para fungir como aprendiz de hechicero, pues lo señalaba el poder, contra su voluntad, y sin que este se percatara de haber sido reclutado para engrosar las filas de aprendices bajo su tutela, la tutela del nagual, con la finalidad de convertirlo, a él mismo, en nagual sucesor.
Estos naguales lideran, instruyen y entrenan a grupos de aprendices indígenas mexicanos señalados por el poder, con cualidades distintas para lograr una meta común que reta a la muerte y los lleva a trascender la existencia. Para ello han desarrollado técnicas prácticas que desafían el sentido común y la condición humana, perfeccionadas a través del tiempo, incluso desde mucho antes de la Conquista de México.
Durante siglos, estos estuvieron en búsqueda de una finalidad objetiva, pero desperdiciando el tiempo en prácticas viciosas para eludir a la muerte. Esto los había llevado a un estancamiento (algunos aun llevan una vida lánguida después de 2,000 años vagando en busca de conservar el poder acumulado con ayuda de su séquito) sin ninguna ganancia tangible, ignorando a dónde los podía llevar el dominio de ese poder misterioso que no fuera permanecer en la Tierra, feneciendo eventualmente, debilitados, como cualquier mortal.
Pero, hace algunos siglos llegaron por fin los nuevos hechiceros con la buena nueva de un cambio de dirección. Estos descubrieron que perpetuar la vida (aun a costa de vidas inocentes) no los llevaba a ningún lado, y que su práctica se había vuelto estéril y vacua; que habían llegado a un callejón sin salida donde no había ganancias tangibles que redundaran en un beneficio compartido, final y eterno. Que debían modificar sus prácticas y objetivos si querían descubrir, por fin, qué secretos guardaba ese poder, de dónde provenía, de qué estaba hecho, y a dónde conducía.
Ello, los llevó a reenfocar sus propósitos y rituales. Confirmaron que la existencia en la tierra es efímera para toda forma de vida. Que sus logros no estaban a la medida de ese monumental poder. Que sus hallazgos hasta el momento eran fútiles y que no había futuro.
Ese cambio de dirección fue un «segundo aire» para los brujos. Descubrieron a través de la «ensoñación» que sus metas no eran terrenas, que sus alcances irían más allá. Encontraron que ese poder, equivale a lo que los humanos comunes llaman instintivamente Dios, pero, de acuerdo con ellos, un Dios estéril y quieto, mudo y ausente. El contraste es abrumador con la interacción, más bien apabullante, que los adivinos tienen con él «a cada momento de sus vidas» y al cual llaman simplemente el poder, el cual «rige cada uno de sus movimientos» de manera drástica e inequívoca.
Lo entendieron (o vieron), e interpretaron, como: «un águila en pleno vuelo la cual contiene en un aletazo todo el registro del tiempo desde que hay vida». Encontraron también, que, mediante el esfuerzo común de todo el grupo, que por cierto se compone de varias nacionalidades y no solo la mexicana, podrían finalmente unirse al águila en su vuelo, lo cual se convirtió en un pasmoso descubrimiento y en su meta última.
Pero no es fácil. Es, de hecho, la actividad «humana» más precaria, riesgosa y rigurosa. Deben seguir docenas de rituales y preceptos aplicados a procedimientos minuciosamente establecidos donde la concentración, el denuedo, el valor, la paciencia, el discernimiento y el sacrificio no tienen parangón en ninguna otra actividad mundana.
Estúpidamente, empecé a poner en práctica algunas instrucciones y rituales que interpreté como métodos de superación por su exigencia, rigidez, dificultad y riesgo, sin imaginar siquiera en lo que me metía. No conozco algo más terrorífico, caótico y profundamente espantoso que lo que encontré cuando empecé a ver «resultados». Los «diablos» de las religiones son santos comparados con lo que se ve ahí afuera.
No recomiendo a nadie tratar de ponerse en contacto con ese poder. Mejor, seguir insistiendo con plegarias que a nadie hacen daño, aunque haya o no respuesta, pues las respuestas que vienen del poder son imposibles de soportar por quienes no han sido señalados.
Y aun los señalados. Deben ellos enfrentar todo ese horror, ese rigor, confrontar huestes demoníacas hasta domeñarlas en su beneficio, con el constante riesgo de fenecer, como sucede a menudo, pues de otro modo no podrían ser nunca «uno con el águila».
Y todo ello en el más absoluto secreto mientras discurren sus vidas como seres comunes entre la gente común, evitando toda sospecha, aun de sus familias, sobre sus íntimas maquinaciones, fraternidad oculta, aquelarres lubricados con peyote, (o mitotes) y todas las hazañas que conlleva el arte de «ver» o ensoñar.
Deben acatar los designios que el poder impone. Un poder invisible para el resto, pero inexplicablemente asequible para algunos; como si éste dijera: «Ahora que han descubierto que su naturaleza particular les permite ir a donde nadie debe ir, les dejo abierta la puerta bajo su propio riesgo a lo pasmoso, lo indecible, al horror que conlleva husmear donde se cocina la vida en los universos y volar junto a mí. Los dejo hacer, pero mis condiciones son duras, y espantosas, y el riesgo es no solo perder la vida, sino el alma toda en el intento».