Hace una semana hice mi primer viaje en AVE, sí, aunque parezca mentira, a mis cinc… a mi edad nunca había viajado en un tren de alta velocidad, así que estaba ilusionada con la experiencia y durante el trayecto responsabilicé al móvil para que me recordara guardar el billete en cuanto llegara a casa para conservarlo.
Intenté hacer memoria de cómo era el billete, ¿azul… tal vez gris? Y entonces recordé que lo había comprado por teléfono y que ni siquiera lo tenía en pdf para imprimirlo, era un código QR, un triste recuadro con un laberinto en su interior del que ni el mismísimo Teseo hubiera podido salir con la ayuda de una o mil Ariadnas.
Comencé entonces a tirar del hilo de mis pensamientos, que me llevaron a revisitar muchos de mis recuerdos más recientes en busca de pruebas que corroboraran que habían sido reales, que de verdad formaban parte de mi vida. No puede ser —pensé—, he visitado muchos monumentos y museos, he ido a exposiciones diversas, he disfrutado de vibrantes conciertos… pero no guardo recuerdo alguno de cómo son físicamente las entradas porque ya casi todas las reservas, pagos y accesos son digitales.
Al día siguiente de mi viaje sentí la necesidad de revolver entre mis cosas en busca de recuerdos de verdad, de esos que puedes tocar e incluso oler. ¡Uf, qué desorden! Hacía mucho tiempo que no curioseaba en mis carpetas y lo que me encontré me emocionó. Efectivamente, rescaté entradas de algún concierto de los años ochenta de Los Secretos, La Guardia o Los Rebeldes; billetes de metro que coleccioné durante un tiempo porque en el reverso tenían reproducciones de cuadros de Goya; un billete del tranvía de Lisboa; un pasaje para un barco con destino a Italia; el billete de mi primer viaje en avión a Málaga; una entrada a la discoteca de Sangüesa, mi querido pueblo navarro donde pasé las vacaciones más felices de mi vida; decenas de recuerdos convivían en esa caja olvidada durante años pero que unidos en un hilo común perfilaron años de mi vida.
Y entre mis recuerdos también encontré postales, muchas que recibía de amigos y familiares que escribían en sus fugaces viajes para dar fe de que habían estado en destinos lejanos… o no tan lejanos, daba igual, el caso es que el matasellos fuera de otra ciudad o incluso, en casos más extraordinarios, de otro país. Su contenido solía ser ligero y trivial, pero te hacía sentir bien porque sabías que en su viaje se habían acordado de ti. Ha sido una deliciosa experiencia releer esas postales, aunque algunas tuvieran letras imposibles.
También releí muchas cartas que me devolvieron a mi adolescencia y me descubrieron aspectos y pensamientos que yo misma había olvidado: cartas de mis amigas de Sangüesa, de mi amiga de Madrid desde su casa de vacaciones en Torrevieja, y por supuesto de mi entonces novio, que estaba haciendo la «mili» en Cáceres… El olor a vainilla del papel antiguo me transportó a un lugar donde fui feliz, muy feliz.
¿Y qué decir de las fotografías? Tuve que hacer un esfuerzo para recordar dónde estaban tomadas algunas, pero la verdad es que la mayoría las recordé al instante. Y volví a aquellos lugares, y compartí de nuevo esos momentos al ver las fotografías. Sí, es cierto que ahora tenemos la enorme facilidad de hacer fotos con el teléfono móvil, y personalmente hago muchas, muchísimas, pero por desgracia se quedan ahí o en la «nube» y nunca llegan a convertirse en recuerdos reales porque no las hago bajar de los cielos para capturarlas en un papel. Y como dicen los publicistas: «lo que no se ve, no existe». Eso es lo que pasa con los miles de fotografías, que se quedan en humo.
La verdad es que leyendo lo que ahora mismo acabo de escribir me siento algo «viejuna», como se dice ahora, pero soy afortunada porque tengo el privilegio de conservar muchos recuerdos, aunque solo acuda a ellos cada mucho tiempo.
Me entristece realmente que en estos tiempos de inmediatez no sea posible guardar esos pedacitos de papel que nos recuerden algún momento de nuestra vida, porque ¿acaso puede un código QR ser un recuerdo entrañable? Tal vez para las nuevas generaciones sí… pero no para mí.