En estos tiempos de la Covid-19, donde la incertidumbre parece ser la única certeza y el futuro había pasado a llamarse «nueva normalidad» sin que quede muy claro qué significará eso, apareció una nueva variante del coronavirus, bautizada como Omicron y detectada en Sudáfrica, que prendió todas las luces de alarma en el mundo, estremeció los mercados bursátiles y derrumbó los precios de las materias primas industriales.
Las cuarentenas y el distanciamiento social se presentaron desde hace más de año y medio como la mejor arma para enfrentar el virus. Y así, la depresión y la soledad, ya en niveles muy preocupantes, se han disparado con la misma rapidez que el virus, al igual que el hambre y la inseguridad alimentaria.
El hambre en América Latina y el Caribe está en su punto más alto desde 2000, con sesenta millones de habitantes que padecen hambre y 267 millones que sufren inseguridad alimentaria. Entre 2019 y 2020 aumentó 30%, casi 14 millones, el número de personas que enfrentan inseguridad alimentaria, alertaron varias agencias de la ONU. En sólo un año el número de personas que viven con hambre ha crecido en 13.8 millones, para un total de 59.7 millones de personas.
La producción de alimentos que se pierden o se desperdician representan anualmente más de ocho por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero en el mundo. La pérdida de alimentos se refiere a la disminución de la masa de comida que tiene lugar las primeras etapas de la cadena de suministro, desde que se cosecha y produce hasta que se distribuye. Los desperdicios, en tanto, son las pérdidas que suceden cuando los alimentos se comercializan y se consumen.
Pero mucho de los alimentos desperdiciados son codiciados por aquellos que deben recurrir a los desperdicios de otros para alimentarse. De todos los alimentos que se producen en el mundo, 14 por ciento se pierde y 17 por ciento se desperdicia. Para los especialistas resulta inaceptable que se pierdan esos alimentos cuando en la región (y en todo el mundo) el hambre y la inseguridad alimentaria siguen siendo un enorme desafío.
Si bien el coronavirus representa su propia amenaza para la salud, las consecuencias económicas de la pandemia también han significado alacenas vacías. Los meses de cierre y las restricciones a los viajes han afectado especialmente a los trabajos informales, en una región en la que faltar al trabajo un día puede significar tener poco que comer al día siguiente.
Durante la primera ola de la pandemia sucedió la activación del «todos juntos» para salir de la peste; después, cuando parecía que se había superado, llegó la segunda ola y el impacto psicológico fue importante, por la sensación de que todo lo que se había hecho no había servido de nada. Sin duda, el efecto acumulativo tras más de año y medio, es un peligro, ya que se han disparado mucho los trastornos en personas que no los sufrían y se han agravado los trastornos obsesivos.
Y en esta evolución, el factor económico es «clave», porque aumentó el desempleo, cayó la seguridad social, el cierre de negocios dejó sin ingreso a familias enteras, crecen las colas de hambre y las ollas populares solidarias. Los sicólogos dicen que son repercusiones que se están empezando a ver ahora, que no aparecen de forma inmediata.
La pandemia no terminó y ya entramos en la cuarta variante. Somos conscientes de que continuará hasta que todos los países accedan a la vacunación masiva, la que impiden las grandes empresas farmacéuticas transnacionales que sólo piensan en la lógica capitalista del lucro. Ahora emergió una nueva cepa que pone en riesgo el avance logrado hasta ahora en el mundo.
También nos avisa del riesgo de jugar con el miedo con cada variante. La consecuencia es que puede pasar como ocurre en el cuento de Pedro y el lobo y que, de tanto que se diga que una variante es más peligrosa, cuando realmente llegue ya nadie se lo creerá.
La nueva variante es efecto del acopio de vacunas de los países ricos y amenaza a Occidente a las puertas del fin de año. Aún se conocen muy pocos datos y habrá que esperar varias semanas para analizarlos y tener conclusiones. Pero de lo que se preocupan los medios hegemónicos es sólo de las caídas bursátiles y de los precios del petróleo. ¿La vida no vale nada, querido Pablo Milanés?
Si bien la variante Delta monopoliza el paisaje internacional de infecciones, una nueva variante, denominada Omicron (B.1.1529), enciende las alarmas de la comunidad científica. Reportada por primera vez el 11 de noviembre en Botsuana, ya fue identificada en Sudáfrica y en países de otros continentes como Hong Kong, Israel y Bélgica. Tiene más de 30 mutaciones en su proteína Spike (S) y se propaga con velocidad en África. Según la OMS, es una variante de preocupación.
Macondo II
Miles de personas alrededor del mundo han descubierto durante la crisis del coronavirus que la peste del olvido que castigó a Macondo, el pueblo ficcional de Gabriel García Márquez, es también el relato presente de sus vidas.
Álvaro Santana señalaba en The New Times que, en estos tiempos, cuando parece que vivimos en un Macondo global, muchos acuden a Cien años de soledad como si fuese un libro de profecías para comprender el mundo en el que vivimos y sobre todo en el que viviremos tras la pandemia. Rodrigo García, hijo del escritor, contó en una carta a su padre que no pasa un solo día sin cruzarse con una referencia a la peste del insomnio o alguna de sus variantes.
El confinamiento físico es también para millones una cuarentena emocional. Un doble encierro que a muchos nos ha arrojado a esa soledad que aquejaba a los habitantes de Macondo. Pero ni en los momentos más fatales de la peste, los habitantes de Macondo se quedaron solos. Se reunían. Se contaban historias. Se hacían compañía. Ayudaban a su comunidad. Pero en la peste de Macondo no murió nadie.
Tan antiguas como las pestes son sus efectos sociales. El temor, el miedo que roza y se disfraza de pánico, la desinformación sobre lo que pasa en realidad –tarea de las trasnacionales del terror mediático-, la discriminación hacia los enfermos y quienes los cuidan, la incompetencia de las autoridades para contener la enfermedad, las diversas teorías de la conspiración sobre el origen y la naturaleza de la pandemia.
Pero lo único cierto es que la incertidumbre colectiva crece con el paso de los días, junto al brusco aumento de la pobreza y el hambre aquí y acullá también.
Los expertos advirtieron ya en 2020 sobre el carácter acumulativo de los efectos psicológicos de la pandemia. También sobre la forma en que la salud mental y el estado anímico influyen sobre el sistema inmunológico y sus respuestas. No hay dudas acerca de la relación entre aislamiento social y empobrecimiento de la salud mental.
La revista Time se preguntaba si la Covid-19 estaba empeorando aún más la epidemia de soledad que ya afectaba a Estados Unidos. Antes de la pandemia, un 60% de los estadounidenses decía experimentar algún grado de soledad; sus consecuencias sobre la salud se han asimilado al efecto de fumar 15 cigarrillos por día.
En pandemia, un trabajo de Social Pro determinó que un tercio de los estadounidenses, en todos los grupos etarios, se sentía más solo que antes de la llegada del coronavirus. Entre los más afectados figuraba el segmento de 24 a 39 años: el 34% decía padecer esta sensación siempre o frecuentemente, mientras que un 47% lo hacía algunas veces.
Ministerio de la Soledad
El aislamiento y su agudización por el Covid-19 tienen en alerta a varios países, entre ellos Reino Unido y Japón que han puesto en marcha dos dependencias gubernamentales para atender lo que pronostican será la próxima pandemia a enfrentar en el mundo: la soledad. Es que en pleno confinamiento para evitar contagios de Covid-19, aumentó la tasa de suicidios, principalmente en mujeres solas.
Para los adultos mayores, ser considerados como grupo de riesgo durante la pandemia tuvo un gran impacto: debieron adaptar sus rutinas, limitar sus contactos, dejar trabajos y ocupaciones y, en muchos casos, someterse al aislamiento.
El Ministerio de la Soledad no es un invento japonés: el Reino Unido ya creó esta cartera en el 2018, bajo el gobierno de Theresa May. Fue una forma de reconocer que el aislamiento social de las personas se estaba convirtiendo en un grave problema de salud pública.
Fue en febrero de 2021 que Japón creó su primer Ministerio para la Soledad, con la encomienda de atender de manera urgente una situación que, de acuerdo con sus datos, provocó que 21 mil personas se quitaran la vida en 2020. Japón es punta de lanza de diversos procesos sociales, como la desazón provocada por el capitalismo (acentuada por la pandemia que se vive) y que la obra del pintor Tetsuya Ishida describió en toda su crudeza.
Ishida nació en junio de 1973 y murió a los 32 años, en 2005, en un accidente de tren que posiblemente fue un suicidio. Durante una década, el joven artista pintó lo que consideraba escenas de la vida cotidiana: un Japón atrapado en la desolación de la vida moderna y las exigencias del capitalismo salvaje.
Estos tiempos de pandemia nos invitan a superar el humanismo construido sobre la deshumanización de la mayoría y la explotación de la naturaleza. El mundo será diferente tras la pandemia. ¿Comenzará otra colonización cultural? Los Estados, tras el párate, carecerán de recursos y deberán decidir entre pagar deudas o alimentar a sus ciudadanos. El presente –y sobre todo el futuro próximo- será de desempleo masivo y hambre, de depresión y soledad.
Hoy la desesperanza, el temor, el hambre, la soledad, se han mudado también a los murales de América La pobre, donde se describe en colores el sentir de nuestros pueblos.