Más que trágica, resulta intrigante la forma en que la vida a veces teje una maraña a tu alrededor para dejarte atrapado en situación desesperada sin atisbos de alivio; ahogado en una increíble suma de factores adversos que te fuerzan a agachar la cabeza con resignación para solo aceptar, con humildad, tu destino.
Muy lejos estaba de sospechar, y mucho menos imaginar, la terrible experiencia que aguardaba aquella tarde en que un compañero de la escuela INBA me invitara de manera jovial a «hacer música» a su casa.
De inmediato imaginé un estudio con piano, algunas guitarras, micrófonos, otros instrumentos, etc. que estarían dispersos de manera casual e invitadores para ser tocados por estudiantes entusiastas.
La escuela estaba cerca del Castillo de Chapultepec, por ello abordamos el Metro para trasladarnos hacia la «salida a Puebla» a la incipiente (y desconocida por mí) Ciudad Netzahualcóyotl, o ciudad «Neza», en aquel tiempo solo un cinturón de miseria.
El paisaje urbano fue cambiando gradualmente desde la belleza de Paseo de la Reforma y la «manicureada» avenida Chapultepec (Metro Chapultepec) a zonas urbanas en decadencia primero, para continuar con áreas suburbanas, y luego barriadas cada vez más lóbregas, desordenadas y sobrepobladas hasta llegar a la gigantesca «ciudad perdida» donde la miseria era sin tapujos cada vez más descarnada y estremecedora.
La idea de que habría una vivienda segura para hacer tareas o algo de solfeo, alguna composición a contrapunto, o simplemente repasar partituras de la orquesta, era cada vez más dudosa. Por supuesto, mi asombro crecía en proporción a la fealdad y peligrosidad del nuevo entorno.
Salimos de la última estación (Zaragoza) del Metro y abordamos un «Chimeco» con dirección al bordo de Xochiaca, que nos alejaría aún más de la familiar área urbana para, al apearnos, iniciar una caminata entre chozas de cartón y plásticos, palos y llantas donde un millón de «paracaidistas» convivían dispersos en un desierto polvoso, sin drenaje, sin agua, sin servicios, sin mencionar pavimento.
A esas alturas, comenzaba a preguntarme cómo podría existir algún refugio para tocar música en un medio tan abandonado y precario. Pero, aun así, con la alegría y desenfado de la juventud avanzábamos sorteando obstáculos callejeros.
Yo, saltaba temerariamente sobre zanjas abiertas donde correría el drenaje; estas, tenían 2 metros de profundidad y el fondo era de un lodo putrefacto de color verde que contenía basura, desperdicios y heces.
Pronto, la alegría se volvió angustia cuando resbalé y caí sentado en el fondo de una de esas cunetas. Pero lo grave no fue la gran dificultad para salir de ella sino la increíble y vomitiva pestilencia que de mi ropa emanaba.
Desesperado, pedí a mi anfitrión me dejara usar su regadera pues el único remedio era meterme con todo y ropa a lavarme por completo. Atardecía y supe de inmediato que me negarían la entrada a cualquier forma de transporte público mientras, lejísimos de casa perdía toda esperanza de dormir en mi cama esa noche.
Avergonzado y visiblemente perturbado me dijo que no tenía regadera, ni llaves, ni tinacos ni cisterna pues no había agua en ese asentamiento de más de un millón de personas. Que no podría conseguirme ni un vaso de agua.
Tampoco había electricidad, ni drenaje, ni servicios de ningún tipo. Los vecinos sobrevivían casi de milagro en las peores condiciones imaginables. Tampoco había una sola planta o árbol, o algo verde. Todo eran tolvaneras y silencio, angustia y mugre, crimen y desesperanza.
Las familias vivían en la pobreza más extrema e insalubre que había visto. Los niños traían las caritas como tiznadas con carbón, vestidos con andrajos sin forma ni color; todo parecía blanco y negro. Nadie jugaba en las calles y nadie caminaba por ellas.
Me quedé paralizado sin saber qué hacer cuando ya asomaban las estrellas. Mi amigo desapareció y yo permanecí solo en un cuarto en construcción sin muebles ni ventanas, ni alguna amenidad. Acuclillado, me preparé a pasar la peor noche de mi vida. Decidí mantener la calma y pacientemente esperar el amanecer para encontrar una solución a mi predicamento.
El hedor me hacía vomitar y lo mojado de la ropa aumentaba el frío del valle de México. Cansado de estar acuclillado, me recostaba sobre el piso de tierra ya sin miramientos, lamentando mi situación, consciente de que nada podría hacer mientras durara la oscuridad.
Fue la noche más larga de mi vida. Cada minuto era como una hora y cuando por fin empezó a clarear, estaba aterido, extenuado, adolorido, apesadumbrado porque no sabía cómo, sin agua, iba a remediar mi problema.
Me sobrepuse y comencé a deambular por las «calles» polvorientas y peligrosas en busca de cualquier vestigio de agua. Algunas señoras pobrísimas ya avivaban sus hogueras, pero cuando detectaban al monstruo informe que pasaba frente a sus casas desaparecían dentro.
Caminé varias «cuadras» cuando vi en una esquina dos tambos de plástico de 200 litros ¡con agua! Estaban al centro de un corral hecho de alambres, rocas y chatarra. El agua era de color café, pero ello no fue obstáculo para llamar a la puerta, esperanzado.
Después de insistir por algunos minutos apareció una señora recién levantada. —¿Qué quiere? —preguntó entre molesta y sorprendida, aun modorra. Traté de presentar un cuadro lo más patético (como en realidad lo era), y mi necesidad apremiante de agua. Después de observarme, incrédula y sin decir nada, desapareció en su choza.
Enseguida asomó un señor con cara de pocos amigos. —Aquí no tenemos agua, así que búsquele por otro lado—. Sabiendo que ya no había más donde buscar, pues había recorrido varias cuadras en busca de cualquier indicio de agua, le expliqué con muy pocas palabras lo que me había sucedido la tarde anterior y al ver mi facha y la angustia en mi súplica, lo convencí.
Creí leer en su cara una mezcla de asombro, curiosidad, horror y no sé qué más. Me dijo que solo podía darme una cubeta pues era toda el agua que tenían y con la que se bañaban, cocinaban, bebían, etc.
Sentí gran emoción por ese vital regalo y de inmediato me quité el pantalón para, sobre una piedra grande y con una piedra plana y minúsculos chorritos de agua ir jalando el lodo hacia abajo a las piernas de la prenda hasta lograr deshacerme de la mayor cantidad de lodo posible.
Ya casi al terminar, alcé la vista para comprobar que toda la familia se asomaba agazapada para presenciar mi ritual de limpieza. Muchos niños pequeños y algunas mujeres junto al señor miraban azorados algo que nunca habían visto: un forastero embarrado de lodo lavando medio desnudo una prenda maloliente al amanecer.
Al terminar, extasiado, calculé que ya podría ser aceptado en el transporte público y me apresuré a dar las gracias para salir de ahí lo más pronto posible. Estaba a medio discurso de despedida cuando fui interrumpido por la voz firme y bronca del señor de la casa: —Pase a desayunar —dijo— ¡ya está servido!
Mi primer impulso fue negarme y así lo hice, pero tal vez lo tomaron por modestia (la cual no sentía) pues lo único que deseaba era irme de ahí y nunca volver. Pero la señora insistió y su lenguaje corporal decía que no aceptaría un no por respuesta.
Supe que no tendría opción y accedí a pasar al cuchitril que hacía de cocina para aceptar con la mayor gracia posible ese gesto de verdadera solidaridad y compasión.
Lo primero que vi fue una estufa de petróleo que soltaba un humo negro asfixiante. Estaba colocada en una mesa rota sostenida por piedras en su base. Las paredes eran de cartón y láminas de plástico completamente negras por el humo.
La mesa del «comedor» era como de 40 centímetros de alto y las sillas quedaban altas. Toda la familia se arremolinó para verme comer. Lo último que habría pensado a esa hora era desayunar, sin embargo, tuve que agradecer y sentarme ante un plato con «huevos a la mexicana» que olía a puro petróleo.
Sabiendo que todo había sido «lavado» con el agua de los tambos de afuera hizo que mi estómago diera volteretas en protesta. Pero, estoico como lo había estado la noche anterior, decidí pasar también esta prueba si ello significaba mi pasaporte de vuelta a la normalidad, lejos de ahí.
Di los primeros bocados con tanto asco que el vómito llegó raudo. Sin embargo, lo detuve en mi paladar, y sin que nadie notara lo volví a tragar tratando de sonreír pues todos tenían sus miradas clavadas en mí y en cada uno de mis gestos, sobre todo los niños.
El señor platicaba orgulloso que su hijo mayor era carterista, el segundo zorrero, el otro asaltaba los camiones. Y todo lo decía como si hablase de un abogado, un doctor, un ingeniero, como queriendo provocar asombro o admiración de mi parte mientras yo seguía tragando mi vómito y sonriendo en apariencia.
De pronto, toda esa familia eran mis mejores amigos. Leían ellos mi sincero agradecimiento y tal vez el hecho de haber podido ayudar a un forastero sentían que les daba licencia para tratarme con familiaridad y hasta afecto.
Cuando por fin pude levantarme del desayuno, nos despedimos de manera efusiva con todo tipo de seguridades de amistad duradera e invitación permanente a visitarlos cuando yo quisiera. Eran la gente más amigable que había conocido, y la más pobre y marginada, también.
Cuando por fin pude salir de esa cocina llena de humo de petróleo hacia la mañana fría, sentí que renacía. El señor, la señora, los niños y los jóvenes sonreían de oreja a oreja agitando los brazos en el mejor despliegue de amistad, solidaridad y emoción.
Mantuve la sonrisa durante todo el acto de despedida donde hubo promesas de amistad sempiterna y (ahora) sonrisas de los niños, carcajadas de la señora y bendiciones de parte de todos.
Solo que, al momento de volverme para caminar de regreso las 5 o 6 cuadras que me separaban de la calzada principal, solté el llanto más triste que nunca había experimentado.
Ya no quise voltear atrás donde sentía las miradas de toda esa pobre familia. No quise que vieran mi cara bañada en lágrimas.
Solo hasta que estuve lejos lo suficiente, con profundísimo dolor solté un alarido que retumbó en lo más profundo de mi corazón.