Montevideo, 2012.
Ningún pibe nace cholo.
(Facultad de Comunicación, Universidad de la República, Montevideo)
Esa noche, Helena soñó con cuatro jóvenes a quienes dejaba entrar a su casa. Sabía que se arriesgaba a que le robaran, pero no creía que fueran más lejos. Durante muchos años fue testigo de las historias de exclusión que padecían las y los adolescentes en los barrios que quedaban a los márgenes de la ciudad. Casi se sintió aliviada de que por fin algo le sacara de su quietud burguesa y la ligara a su pasado. Les ofreció refrescos y comida, pero parecía transparente a sus ojos. Fueron recorriendo cada estancia de su hogar: tocaban y probaban, se vestían con su ropa, encendían aparatos que solo habían visto en anuncios, retozaban en sus edredones de plumas, se envolvían en cortinas de satén, cortaban las flores del jardín, lanzando improperios contra esa clase que amontonaba a costa de la pobreza de otros. Helena los seguía impotente, mientras la culpa se le agolpaba en algún lugar de la espalda; trataba de hacerles entender que aquellos lujos que veían no eran tales, herencias con las que tuvo que cargar. Les juró estar al lado de la juventud sin atención ni soporte. Seguían sin escucharla mientras se reían comparando aquellos salones y cuartos amplios con las estrecheces húmedas de sus asentamientos; los muebles rústicos y brillantes de Helena con los bidones y cubos donde apilaban trastos; la limpieza de los suelos con la porquería desperdigada en el piso de tierra de sus casas; la ropa doblada y colgada en perchas de los armarios con los trapos amontonados en estanterías deshechas. No ejercían contra ella ningún tipo de violencia física, pero le torturaba el hecho de ver en su propio hogar el peso de las diferencias. Las oportunidades que hicieron de Helena una profesional también habían despojado a los chicos, en su ausencia, de una vida más digna. Su sueldo la situaba en los estratos más altos de la sociedad uruguaya, aunque ella no siempre era consciente de lo que eso implicaba.
Helena, harta de gritar por los pasillos de su laberinto, cansada de la falta de atención de la prole de desarrapados que habían ocupado su casa, se sentó en una silla. Seguía repitiendo su relato en busca de oyentes, aunque su voz había mutado a susurro cuando los chicos se fueron acercando. Permanecieron a unos pasos de distancia, desconfiados. Ella relataba su trabajo como asistente social años atrás, cuando la proliferación de cantegriles avivó su compromiso con el entorno. Les narró el apoyo a mujeres recién paridas para que cuidaran sus cuerpos y a sus bebés. La formación la realizaban sobre mantas, al lado de las montañas de desperdicios en la usina de basura de Chacarita de los Padres. También compartía su tiempo con las adolescentes iniciadas en la responsabilidad de ser madres, o con madres que atendían día y noche a familias larguísimas; con chicos que chambeaban desde antes del alba en faenas inmundas a cambio de un sueldo de miseria; o con hombres a quien buscaba medias y ropa de abrigo para que pudieran ir a trabajar en invierno… Contó historias de violencia y alcoholismo. Le bastaron algunas palabras mágicas para que los jóvenes cambiaran su actitud. La realidad que relataba no les era ajena. Helena, dentro de su sueño, describió las estrecheces de su pasado, la tarea que en solitario realizaban los coordinadores de distintos centros barriales de extrarradio, la muerte de su padre a mano de los milicos. Los chicos se acercaron un poco más, concentraron su atención. Eran jóvenes, pero la palabra dictadura abría puertas una vez pronunciada. Habían escuchado, protegidos por el presente, historias de quejas y justificaciones; asesinatos y desapariciones. Sació su curiosidad cuando le preguntaron, involucrados en esa sacudida.
Helena aprovechó la atención volátil para corresponder con la visita. Abrió su bolso, que había permanecido camuflado tras una chaqueta, y les entregó el dinero que guardaba en su cartera, celular y otros aparatos electrónicos recién adquiridos que casi nunca utilizaba y que no sabía muy bien cómo nombrar. Los adolescentes le habían lanzado un cable a tierra: sus vidas eran representativas de lo que acontecía en el país. Se quedaron en silencio, aturdidos. No esperaban esa reacción de Helena: a sus ojos una rica más de un barrio opulento, una pituca sin preocupaciones verdaderas. Aquello les superaba: ellos también eran reducidos demasiado a menudo a un estereotipo. En el barrio donde Helena vivía los llamaban planchaditos. Intercambiaron miradas de vergüenza y resignación, hasta que una de las chicas empezó a depositar sobre la mesa lo que no le pertenecía. Llevaron el resto de la comida a la cocina e hicieron el ademán de recoger las cosas que habían dejado tiradas, ya solo balbuceando algunas palabras inconexas. Olvidaron las bolsas que habían ido llenando con objetos que anhelaban y se encaminaron hacia la puerta pensativos, esbozando disculpas con las manos. Pero Helena no quería que se fueran, quería conocer más sobre sus vidas: de qué barrio procedían, cómo había sido su infancia, cómo estaba compuesta su familia… Les suplicó que se quedaran o que al menos se llevaran algunos enseres como recompensa. Una chica le contestó que eran de Jardines de las Torres, pero el resto del grupo desaprobó con la mirada su respuesta, como si hubiese traspasado una línea roja. Aquel lugar había sido un asentamiento hacía cuarenta años, pero ahora intentaba ser un barrio más de la ciudad. Por un momento la realidad penetró en su sueño para darse cuenta de que esa era la procedencia de las doce hermanas que, alternándose, llamaban cada domingo a su casa pidiendo ropa o comida, cuadernolas y lapiceras para la escuela; caravanas o pulseras. Helena trató de que alargaran la información haciendo alusión a esa familia, pero no logró pronunciar ninguno de sus nombres. Habían desaparecido de su cabeza como se borraban los asentamientos para el resto de la ciudad. Los chicos abrieron la puerta. Prefirieron no prolongar ese encuentro.
La impotencia, pensó Helena al despertarse. No era extraño ese sueño. Siempre había visto las vulnerabilidades y exclusiones que su ciudad escondía; quería borrarlas, pero no estaba en su mano y cualquier intento había terminado sabiendo a frustración. Demasiados proyectos inacabados; fondos que eran desviados para actividades dudosas; incompetencia institucional; ineptitud humana. El miedo, azuzado por un individualismo que anulaba las aspiraciones de la comunidad, se había instaurado en la sociedad y a la juventud le tocaba ejercer de chivo expiatorio. Chicos apenas recién salidos de la niñez cuya presencia en las calles «amenazaba» a los adultos. La irresponsabilidad de algunos políticos y la ignorancia de conveniencia de los medios de comunicación también habían contribuido. Las viejecitas cambiaban de acera cuando un grupo de adolescentes se cruzaban en su camino, los guardas jurados de los comercios apuntaban las matrículas de sus motocicletas y no quitaban ojo de sus mochilas sospechosas donde guardaban su ropa de deporte, los libros del liceo o la ceibalita. Psicosis colectiva, ciega a las amenazas reales que impregnaban la campaña política por la presidencia del gobierno. Algunas jóvenes resistían con inteligencia el embate de haber salido de su pubertad y, sin todavía saber por dónde agarrar camino, defenderse de una hostilidad financiada por muchas de las grandes fortunas del país. Los adultos les hablaban siempre en un tono de desconfianza, parecían no querer escuchar todo aquello que tenían para decir. Eran las mismas adolescentes a quienes se les legaba un planeta devastado, sucio y con apenas lugares para respirar aire puro.
Helena miró, todavía perturbada por la visita nocturna, a través de la ventana de su dormitorio y vio un hurgador con la cabeza metida dentro de la basura, leyendo un periódico de algunos días atrás. Parecía no incomodarle la postura ni el olor. Al menos lo prefería a salir afuera, a ese ambiente de barrio de clase media alta, mucho más limpio y lindo que el suyo. Pasaban transeúntes con ropa planchada y nueva, sin olor a sudor y basura. Los enormes contenedores, que encerraban en depósitos de metal los desechos urbanos, habían sustituido la opción de dejar las bolsas en la vereda. Ahora era más fácil la inmersión completa. Todo se mezclaba, lo útil y lo inservible, se volcaba en ellos lo que sobraba en las casas sin conciencia de reciclaje. El anonimato amparaba. Pero Helena sabía que la pobreza lo acabaría revolviendo todo: pondría las inmundicias a la vista de la ciudad. Lo contemplaba con sus propios ojos cuando dejaba la parte cómoda y opulenta y se deslizaba a los barrios que habían sufrido todas las crisis y descalabros del país y que todavía no habían podido levantar cabeza, recuperarse de todas las resacas que hicieron pesados los huesos y desgastaron las articulaciones. Muchos lo hubieran llamado bajar a los infiernos, pero Helena lo recordaba como el cielo, el lugar donde aprendió que no todas las familias ni escuelas eran como la que ella había conocido y que el no garantizar el bienestar a las niñas y jóvenes que crecían en esos barrios era una vergüenza social. El vaso no dejaba ver el agua fácilmente: ese era el poso de una sociedad cobarde que hacía lustros que transitaba la senda de la recuperación tras años de dictadura, pero que no quería o podía llegar al fondo, a la ciénaga, al reducto de desigualdad e indiferencia difícil de permear.
La inacción le causaba pavor. Ese sueño había sido provocado por la llamada de Baldemar. Le había pedido ayuda para conseguir fondos para los chicos que se habían quedado fuera de las actividades del centro. «Estoy buscando lugares en los equipos de por aquí, para ver si el fútbol les dota de rutinas y obligaciones. La alternativa es que caigan en la pasta base. Si logro que alguno enganche, esos hábitos les ayudarán con su vida». No se veían desde su partida a Colombia. Llevaba años como timonel del proyecto. Le había instruido en la cultura del cante, en la cumbia, en todo lo que ella siempre había visto con sus ojos de clase media. Los periódicos seguían diferenciando entre jóvenes y gurises según fuera su procedencia social y Baldemar se empeñaba en darles el mismo estatus empezando por lo más básico: mirándolos a los ojos y escuchándolos. Él conocía bien el barrio, había crecido allí. Su padre recayó procedente de Galicia cuando todavía era un erial. Trabajaba en la fábrica de «El maestro cubano», y recordaba verlo partir temprano todas las mañanas hasta Larrañaga. Su madre, que había nacido en Cerro Largo y desde muy joven se dedicó al servicio doméstico, también vivía en la zona. Eran tiempos de andar por la calle y los emigrantes se reunían a intercambiar recuerdos, reales o fantaseados, de sus lugares de origen. Había cambiado mucho la fisonomía del barrio desde entonces, le dijo un día Baldemar. Su madre le ayudó a conseguir una beca para continuar con los estudios. Le gustaba ir al cine y algunos fines de semanas viajaba en autobús hasta 18 de julio y Rio Branco, donde se encontraba la sala York. Desde el entrepiso del Palacio Lapido pilotaba a otros mundos y tiempos, encontrando relatos que le hacían dudar. La realidad del barrio seguía allí, en la pantalla, pese a parecer que había quedado lejos.
Baldemar acompañó a Helena por callejones y corredores vedados a los viandantes. Desde hacía un par de semanas merodeaba un coche con vidrios ahumados. Sus cuatro ocupantes parecían vivir allí, pero no ocultaban sus pistolas a la luz del día. Habían llegado para saldar una cuenta pendiente con un vecino que estaba en el mismo rubro que ellos: el tráfico de armas robadas. Algunos policías habían sido procesados por adquirir fusiles en Uruguay y venderlos a grupos de narcotraficantes en Brasil. Pero aquellos no eran tiempos de batirse en duelos reglamentados. El abuelo materno de Helena lo había hecho al negarse su bisabuelo a que se casara con su hija. El más joven acabó con el que hubiera sido su suegro. Los enamorados tuvieron que escaparse y el resto de la familia la repudió. Se quedó sin padre y, de alguna manera, sin madre y hermanos. Entonces las heridas eran como los ríos del Sudamérica, caudalosos y largos. Ahora, detrás de las pistolas, había un mundo oscuro que dinamitaba como un queso gruyer la tranquilidad de la sociedad. El centro que dirigía Baldemar estaba situado en el resultado del olvido. Las facturas de la luz se habían disparado durante los meses de invierno y menguado el exiguo presupuesto que manejaba para hacer de aquellos muros un hogar para niñas y adolescentes. En ese espacio de contención pasaban horas reunidas, dialogando, compartiendo, haciendo las tareas, alimentándose, planeando viajes que convertían en realidad el mundo que Baldemar solo había llegado a ver en el cine y en los libros. La educación más precaria quedaba para los barrios con menos recursos. La escuela pública pauperizada no contribuía a la igualdad de oportunidades que promulgaba la democracia, a pesar de que las ceibalitas quisieran cerrar una brecha.
Helena trabajó durante años en ese proyecto. Se preguntó qué habría sido de Martín, Karen, Ramón, Evelyn y Manuel. Deseó volver muchas veces, aunque temió encontrarse con veinteañeros desesperanzados. No siempre fue fácil, intentaba entenderlas, escucharlos, incitarlas a mejorar sus conocimientos, compartir con ellos valores que no los llevaran a olvidar sus sueños. Los políticos decían que se reducía la pobreza, pero para las más jóvenes salir de aquel círculo era difícil. Todos habían tenido bisabuelo pobre, abuela pobre, padre o madre pobre. Una realidad agravada por la llegada de la pasta base, la droga de quienes tenían menos recursos: en poco más de seis meses podía destrozar la salud para siempre. Baldemar le contó la devastación que produjo y cómo intentaban aminorar el temporal. Había visto casos de chicos que desde los ocho años consumían drogas porque se las daban a probar sus hermanos mayores. Muchos pasaban al bazoco, una mezcla de la marihuana y la pasta base. A veces las cosas sucedían porque alguien tomaba una decisión sin calcular los efectos que tendría para otras personas. Los chicos del barrio no habían oído hablar del Plan Colombia, pero aquel combate del narcotráfico en el país caribeño había provocado, ante la ausencia de precursores, que los cárteles sacaran del país la sustancia en una etapa temprana de procesamiento. El arribo de la pasta base coincidió con la crisis económica. Más de diez años después, en esos barrios todavía se estaba saliendo de los estragos causados por esas dos espadas. Los narcotraficantes siguieron en el negocio de matar. Fue entonces cuando los consumidores de crack lo sustituyeron por la pasta base. Baldemar había conocido a niños que con nueve años ya consumían merca, a chicas que se prostituían por conseguir su dosis, que llamaban chasqui. Los caranchos, aves carroñeras que hasta entontes no se habían visto en la ciudad, empezaron a sobrevolar sobre Oncativo. El deterioro de las relaciones entre los vecinos no se hizo esperar. A aquellos que ejercían la rapiña dentro del barrio los tildaban de rastrillos: prendas tendidas, maceta en el alfeizar de una ventana, cuerdas, flores, bicicletas, árboles arrancados de raíz para vender la leña... Todo se lo llevaban. La vecindad se había cubierto de un color terroso, casi gris. Las cooperativas cercaron sus viviendas con alambres de pinchos. Las puertas a los bloques quedaban entreabiertas para que la entrada y la salida se vieran dificultadas. Ya no podrían pasar los carritos de los niños, lo que hacía todavía más complicada la vida de las madres adolescentes. Se habían construido muchas cooperativas en los últimos años en toda la ciudad. En el Borro los habían llamado palomares. Pero el bienestar no llegaba solo con el acceso a una vivienda. Había otras necesidades básicas insatisfechas y si no se atacaban juntas los efectos eran visibles: personas que destrozaban las casas a las que habían accedido con ayuda del Estado. Lo mismo ocurrió cuando repartieron las ollas para cocinar. Se olvidó que había familias que no sabían cómo elaborar platos calientes y acababan vendiéndolas por unos pesos con los que compraban un par de emparedados. Helena aprendió lo más importante trabajando con Baldemar. Había que estar allí para conocer lo que realmente significaba padecer carencias, pero la mayoría de los políticos que adoptaban soluciones no ponían nunca sus pies en los agujeros de la ciudad. La huella de la desigualdad no podía resolverse en dos minutos ni tampoco con la mejora material de algunas condiciones. Los hilos invisibles para construir la socialización de esas personas estaban rotos, sin asideros, y además vinculados en muchos casos a dependencias con aquellos que almacenaban los derechos y suministraban droga. Helena, junto con sus compañeras de la Universidad de la República, ideó armar un recetario durante los años de la crisis a partir de entrevistas a las vecinas del barrio de La Teja. La puesta en común de las comidas que elaboraban daba ideas a las otras para maximizar las proteínas consumidas y aprovechar las propiedades de los alimentos asequibles.
En el barrio todo el mundo sabía dónde estaban las bocas de venta. Los capos de la pasta base distaban mucho de ser los más poderosos de la ciudad. Los clientes pagaban con lo que habían podido robar, mientras que los narcotraficantes importantes obtenían los ingresos en bancos o en maletines negros que ya sabían cómo y con quién lavar. Se movían en Punta del Este, no en Camino Carrasco, en las esferas de los grandes negocios, del blanqueo de dinero, de los agujeros negros de insolidaridad y abuso llamados paraísos fiscales. Trabajar en la cocaína, que consumían las clases más acomodadas, permitía firmar cheques y vivir en los barrios más vistosos de la ciudad, en casas de seis dormitorios con baños en suite. Manejaban autos del año que apilaban en los jardines y que nunca transitaban las rutas inciertas de los distritos más peligrosos. «Pero aquí —le contó Baldemar— la gente se despierta tarde porque trasnocha. A partir de las once de la noche se hacen los intercambios. A oscuras funciona mejor la venta de lo que por el día se afana en el resto de la ciudad. Si te fijas bien, verás que muchas casas ponen lazos rojos contra la envidia. Algunos vecinos empiezan a salir del bache, aunque no todos los hacen de la misma manera».
Todavía inmóvil sobre su cama se acordó de la sensación de tristeza asida entre las manos que sujetaba en su sueño cuando salió a despedir a los chicos. Era necesario una catarsis que calara hasta los tuétanos.
Cargaría por siempre esa cruz, estuviera donde estuviera.