Antes de dedicarle tiempo a estas líneas, debe entender la función de este texto: trata poco o nada de mi ego. Es más bien un ejercicio necesario y honesto sobre mi relación con la poesía. Empiezo por declarar que no tengo una respuesta convincente para explicar mi distancia con este género. He tenido amigos y conocidos con inclinaciones poéticas, devotos de esos apellidos que mencionas y causan una inhalación profunda en los demás, como si desearan llevarse lo dicho a lo más profundo de su ser: García Lorca, Pizarnik, Benedetti... A mí eso no me ocurre.
Mi desinterés no debe confundirse con desprecio, idea que cruza la mente de muchos fanáticos cuando no le prestas tu tiempo a eso que les consume horas. Es solo que nací sin ese nervio sensible a la poesía. Jamás diré que es una vena, porque por ahí solo van desechos. Tal vez sea una neurona, ¿o un órgano? Los de Les Luthier la llamarían la poetripa de ser así —teniendo en cuenta el gulevache, aquel idioma que inventaron y que se puede apreciar en su ópera Cardoso en Gulevandia—. Bueno, lo admito, no tengo poetripa.
Traté, sin éxito, de buscármela en ejercicios de colegio y cartas adolescentes. Para mi suerte, la época exigía bailar y no escribir cartas desgarradoras a mis desvelos amorosos. Mi cadera reemplazó, para esta función, a la poetripa. Benditas posmodernidad y herencia caribeña que me obligaron a seguirle el ritmo a Daddy Yankee y a Don Omar, y no a Jose Asunción Silva, precursor bogotano del modernismo.
La poesía tampoco tuvo espacio en mi vida desamorosa. Siempre recurrí a los mares de lágrimas ajenas hechas melodía. Si Juan Gabriel me podía dar un recto al corazón con Hasta qué te conocí en unos minutos, ¿por qué debería rebanarme el cerebro buscando la palabra justa? A veces, las notas dicen más que las letras; o, en términos más propios de esta confesión, la poetripa no es más importante que el martillo, el yunque y el estribo.
He leído poemas. No sé cuántos, diría que los suficientes. Y libros de poesía, solo uno: A cor do invisible de Mario Quintana. Lo leí en portugués porque era una tarea. Aquellos versos entraron en mi cuerpo y debieron seguir algún conducto en busca del órgano que realizaría el proceso digestivo poético correspondiente. Así yo generaría al fin la sustancia que me llevaría a inhalar como los demás. Es una lástima que cayeran en el vacío, no había poetripa al final del túnel.
¿Nacerán mis hijos con poetripa? Ante la ausencia, deseo que para ese entonces exista un trasplante o una artificial. Lo importante es que los niños salgan enteros, que no les falte ni un dedo, así podrán dedicarse a lo que sea, incluso a inhalar apellidos de poetas o poetisas.
Mientras el futuro me responde, prometo no claudicar en mi esfuerzo por acercarme a la poesía. Ya di un paso: en la terminal de autobuses de Querétaro —estado donde hay varios viñedos como atracción turística—, un señor se acercó para vendernos sus poemas relacionados con el vino. Mi esposa, luego de revisarlo, me hizo ese gesto que traduce llevar a cabo una compra. Desconozco el valor literario del libro, pero si bailé reggaetón antes, no veo por qué negarme a seguir el ritmo de unos versos envinados.