Roberto se consideraba un «nativo digital». En realidad, no sabía con exactitud qué significa eso…, pero le agradaba cómo sonaban las palabras. Vagamente las asociaba con «aborigen», con «primitivo”. Los «nativos», según su parecer, eran siempre gente sana, pura. En este caso, esa pureza estaba asociada con el desarrollo. Confusamente, sin mayores disquisiciones, la mezcla en cuestión le parecía fabulosa: alguien «que no contamina el ambiente», pero con «actitud de progreso, que usa inteligencia artificial».
Todo esto lo había ido escuchando por ahí. A su modo —fragmentario, por cierto— sabía que todas esas cosas (no contaminar el planeta, respeto hacia los diferentes, desarrollo sostenible, tecnologías de la información y la comunicación), aunque no pudiera explicar bien qué significaban, no podían dejar de mencionarse en un discurso correcto. ¿Esa «corrección» era el progreso? ¿O lo era el uso de las tecnologías de punta? No se lo cuestionaba mucho, en verdad. En realidad, aunque era un fiel representante de la cultura digital que lo envolvía, no hubiera podido jamás dar una definición convincente de «progreso». Ni de «domótica», que era lo que hacía su padre, de la que solo sabía que implicaba «muchos botones para oprimir…». Es más: mucho de lo que hacía, no sabía por qué lo hacía. Simplemente, «así son las cosas» se decía, y esa explicación le bastaba.
Lo poco que sabía sobre estos temas, muy escasamente lo había extraído de alguna precaria lectura; de hecho, casi no leía. Igual que todos sus compañeros de clase (estudiaba tercer año de Administración de Empresas en esa universidad privada de aquella ciudad de país subdesarrollado), lo más que leía era algún documento digital (corto) y eventualmente fotocopias de partes de capítulos de algunos libros técnicos. Cuando hacía esto, sonreía y nunca dejaba de decir socarronamente: «estas prácticas del pasado». Literatura ni siquiera sabía bien qué era; vagamente, también, la asociaba a aquello de «los molinos de viento, el flaco alto y el gordito simpático» que había visto alguna vez en alguna de sus numerosas pantallas (¿del televisor?, ¿de la computadora familiar?, ¿de su tabla?, ¿en el teléfono celular?, ¿en la agenda electrónica que tenía instalada frente al inodoro de su baño?) La biblioteca de su abuelo (más de tres mil ejemplares) le parecía algo inconcebible. ¿Cómo se podía leer todo eso?
—Abue, ¿y por qué leíste tanto en tu vida?
—¿Tanto? Si yo casi no he leído nada, m’hijo.
—¿¡Cómo que no!? ¿Y esa biblioteca gigante?
—¡Ojalá fuera gigante! Es una modesta bibliotequita, Roberto. Me voy a morir sin haber leído ni la mitad de lo que hubiera querido.
—Pero ¿cómo, abue? ¿Me vas a decir que no leíste nada? ¡Si es impresionante la cantidad de libros que hay aquí…! Esto me hace acordar lo que alguna vez papá me contó en comunicación en tiempo real y tres dimensiones sobre esos genios del pasado que pasaban su vida entera leyendo. Por ejemplo, ese escritor uruguayo, o argentino, no recuerdo, tan famoso…. Borgia creo que se llamaba.
—¡Borges! Jorge Luis Borges.
—¡Ése! Sí… Papá me contaba que este Borges, solito, leyendo en su casa, aprendió a hablar chino mandarín. El mismo endemoniado idioma que yo ahora estoy aprendiendo con el nuevo programa de Linux 45, versión 8.0, y que en realidad no me está resultando tan difícil. ¿Cómo habrá hecho este fulano sin computadora?
—Eran otros tiempos, Robertito.
—Sí, claro… La verdad que a veces me pregunto cómo haría esa gente. O el tal Freud, el psicólogo ese, judío creo, de Suiza me parece, que aprendió a leer español también solito, con un diccionario. ¿Cómo hacían eso, abue? ¿Eran más inteligentes?
—¿Más inteligentes? Mmmm…, no creo. ¿O acaso hoy la gente, o los jóvenes, son más tontos que antes?
—Bueno…, creo que no. No sé…, no estoy muy seguro. Yo diría que no, porque hoy nadie necesita ponerse a estudiar un idioma extranjero solo, en su casa, luchando con un diccionario. Los programas de e-learning te lo facilitan todo. En tres meses se puede aprender a la perfección cualquier idioma. Y para fabricar esos programas no hay que ser muy tontos que digamos, ¿verdad? …
—Es cierto, ¿no? Yo, te lo confieso, jamás en la vida usé uno de esos… ¡Soy de otra época! Pero me parece que son útiles, claro que sí.
—¡Of course, abue! Yo, que de verdad no me considero ninguna lumbrera, hablo ya siete idiomas gracias a estos programas interactivos. ¡Son buenos! Deberías probarlos.
—¿Y para qué a esta altura de mi vida, con más de 70 años?
—Bueno, no sé…, para no estar out. Pero retomando lo que decíamos: creo que no somos más tontos ahora. No sé si seremos más inteligentes…, pero no veo por qué seríamos más estúpidos solo porque no leímos tanto como ustedes.
Para el septuagenario lector, connotado intelectual de su medio, militante de izquierda de toda la vida, la lectura era una pasión. Si bien no era refractario a la explosión tecnológica que había visto precipitarse en la segunda mitad de su vida, no se sentía fascinado por ella. Al contrario, guardaba una cierta distancia con todo eso. De todos modos, el audífono de última generación que portaba —tecnología japonesa fabricada en China— le había hecho cambiar bastante su punto de vista sobre estos aspectos. Ahora sí escuchaba…
—En un tiempo se decía que «las armas las carga el diablo…, y las descargan los tontos». Pues bien, Robertito: con la tecnología llevada a estos extremos como se ve hoy día, podríamos parafrasear y decir lo mismo.
—¿Cómo? ¿Las computadoras también las carga el demonio? ¿Y tu audífono, abue?
—Eh…, no es exactamente así, claro... Quiero decir que…
—No te justifiques, abue. Yo sé que ustedes, los de otra generación, nos ven como unos tontos consumistas, banales, superficiales, a todos los que nos pasamos la vida ante una pantalla.
—En realidad, yo no dije exactamente eso, Robertito. Pero ¿no hay algo de verdad en ello?
—Bueno… sí y no. ¿Qué se podría decir de alguien que se pasa la vida delante de un libro?
—¡Eso es otra cosa!
—No sé… ¿Por qué otra cosa? En todo caso, me parece, es un punto de vista. ¿Es mejor leer o resolver los problemas con estas máquinas? Y la mujer astronauta que acaba de descender en ese satélite de Marte, Fobos me parece que se llama, ¿no te parece que es un avance? Aunque no se lea como en otros tiempos, la gente sigue haciendo cosas maravillosas…, como tu audífono, por ejemplo. O estos viajes espaciales.
—Yo sigo pensando que es mejor leer, Roberto. Te abre otros mundos, otras posibilidades.
–¿Y acaso la nube de Internet no lo tiene todo?
—No te lo sabría decir… No sé.
—Creo que la idea de la tecnología te asusta un poco, ¿verdad, abue?
—Tanto como «asustarme», creo que no… Pero definitivamente no soy como los de tu generación, ustedes que nacieron ya con un chip pegado en el cerebro.
—¿Y te parece malo eso?
—¡Qué pregunta! Creo que es imposible decir que eso sea malo, ¿no? Es distinto, profundamente distinto a lo que yo viví… Vez pasada leí una encuesta que me hizo reír.
Mientras hablaban, el abuelo permanecía sentado en su cómodo sillón con apoyabrazos jugueteando con el control remoto de su pierna ortopédica —última generación, de fabricación alemana, la cual le permitía caminar a buen ritmo pese a sus dos infartos—, en tanto Roberto hacía varias cosas: leía mensajes en su teléfono celular, escuchaba música con sus audífonos y tecleaba en su tabla buscando una información urgente para un trabajo en la universidad del que le acababan de avisar en una de sus siete redes sociales, echando cada rato una miradita tanto a la foto en tres dimensiones de su pareja (la de carne y hueso, no la virtual) así como a otras donde se veían orgías con lujos de detalle, en tres dimensiones y con opciones interactivas. Por supuesto, el abuelo no se daba cuenta de esto último.
—Estaban investigando sobre los hábitos de la juventud actual —comentó el anciano.— No sé si el estudio se dedicaba específicamente a la sexualidad o las tecnologías digitales. Quizá a ambas cosas. Lo cierto es que había una pregunta que se le hacía a los jóvenes, francamente hilarante.
—«Hilarante»… ¿Y qué significa eso, abue?
—¿¡Nunca escuchaste esa palabra!?
—«Que inspira alegría o mueve a risa», según el Diccionario de la Real Academia Española en su última edición. «Que provoca ganas de reír. Por ejemplo: un montaje con lo mejor del humor negro hilarante y jubiloso», según el Diccionario Manual de la Lengua Española Vox. El término proviene del latín hilărans, sustantivo neutro de tercera declinación, cuyo genitivo hace: hilarantis; es el participio activo de hilarāre, que se pude traducir por «alegrar» o «regocijar». Sus antónimos son: «triste», «serio», y por si te interesa saber —perdón por hacerme el erudito, abue—, en polaco se dice wesoły, y en vietnamita vui nhộn.
—¡Por dios, Robertito! ¿No era que hace un instante no sabías lo que significaba esa palabra?
—Cuando la ibas pronunciado, activé el decodificador de sonidos, y casualmente toqué las teclas del polaco y del vietnamita. Por eso, más rápido de lo que ibas diciéndolo, pude tener esa información. Pero te debo el árbol de sinónimos, que recién ahora estoy viendo en la pantalla de mi reloj/agenda electrónica: hilarante significa también gozoso, contento, alborozado, complacido, alegre, satisfecho, irrisorio, ridículo, grotesco, cómico, absurdo, festivo, risueño, jocoso, divertido, contento, placentero, jubiloso, jovial…
—¿Y de dónde tanto conocimiento, Roberto?
—De todos estos aparatitos, abue—, dijo señalando la miríada de equipos que llevaba adosados, sin contar los que tenía implantados ya en forma fija, dentro del cuerpo.
El anciano quedó deslumbrado, al mismo tiempo que impresionado, o quizá golpeado, para ser más exactos. Tanto, que le reapareció el inveterado tic en su ceja izquierda, que solo se activaba en circunstancias difíciles, y que inexorablemente estaba unido y reactivaba el recuerdo de las torturas sufridas en la juventud, cuando su militancia en el Partido Comunista. Ante cualquier situación emotiva fuerte, le regresaba. Como ahora.
—Felicitaciones, Robertito. Veo que estás muy familiarizado con todo ese mundo tecnológico.
—Así es, abue. Aunque…, ¿por qué felicitarme? Si yo ya nací con todo esto…
En realidad, para el anciano intelectual, ese mundo fabuloso de las tecnologías digitales, de la inteligencia artificial y todo lo que él intuía como «de avanzada», tenía algo de mágico, de portento incomprensible…, pero también peligroso. Su preocupación fundamental, nunca ocultada, era el crecimiento de una cultura no lectora y acrítica que ya hacía tiempo se había consolidado. Eso, según su parecer, era un déficit irrecuperable. «¡Un verdadero peligro! ¡Quizá, el peligro más grande de estos tiempos!».
—Bueno, abue: pero ¿cuál era esa pregunta tan «hilarante» que ibas a contar hace un momento?
—Aunque te rías, Robertito, la situación era esta: en esa investigación se les preguntaba a jóvenes de tu edad qué harían si suena su teléfono celular justo cuando están haciendo el amor.
—¿Ajá?
—Y al menos la mitad afirmó que por supuesto contestaría.
El nieto guardó silencio. Esperaba que su abuelo siguiera con el relato; no entendía por qué se había detenido. Ese silencio lo único que lograba, para Roberto, era volver más incomprensible la anécdota.
—Abue… ¿y qué tiene de hilarante eso?
Más desconcertado aún quedó el abuelo. No entendía cómo su nieto no reaccionaba airado, o divertido, o simplemente… ¡no reaccionaba! ante el relato. Para él era inconcebible algo así. Evidentemente, para Roberto —quizá para todos los jóvenes de su generación— no. «¿Es que estos muchachos viven solo para andar manipulando maquinitas?», se preguntó acongojado.
Sin dudas había dos códigos en juego, dos cosmovisiones, dos proyectos de vida. Incluso, proyectos enfrentados. Eso no quitaba que se quisieran entrañablemente. De hecho, Robertito había sido criado en gran parte de su infancia por sus abuelos, dado que sus padres habían marchado al exilio durante la última dictadura que asoló su país algunos años atrás. Durante ese período el abuelo, en ese entonces más joven y con mayor energía, había hecho lo imposible para lograr que su nieto —era el único que tenía— se inclinase por la lectura, por los valores de criticismo que él levantaba como los más importantes. No entendía que un joven fuera conformista, apegado al sistema de cosas imperantes, que lo más importante le resultara tener las máquinas de moda. Para él, tal como alguna vez lo dijo el ahora ya lejanísimo Salvador Allende del Chile socialista, no podía entenderse la juventud sin rebeldía, sin irreverencia.
«Hoy día estos jóvenes parecen viejos. No se cuestionan jamás una cosa. Solo compran y compran. ¡No saben hacer otra cosa…!», reflexionaba amargamente. Para él, un amante furioso de la lectura, era impensable que un estudiante universitario no armara ya desde su primer año una nutrida biblioteca. Llegó a derramar lágrimas en silencio viendo que su nieto no se interesaba por las mismas cosas que él: no leía, no le importaba la política, solo pensaba en estar a la moda tecnológica, aceptaba pasivamente lo que sus mayores le decían…
Pero había algo más que lo tenía triste, profundamente afligido. En realidad, eran dos cosas. La muerte de su hija en el exilio, la madre de Roberto (un cáncer fulminante), y el estilo de vida elegido por su otro hijo, el ingeniero, a quien consideraba «perdido». Vladimir Libertario —así lo habían bautizado, aunque el muchacho prefería hacerse llamar Jimmy—, quien siempre estuvo en una relación de tensión con el ahora anciano militante. Vladimir era exactamente la antítesis de lo que su padre —y también su madre, miembro del Partido Comunista igualmente, hoy ya fallecida— querían. Era, quizá, como Roberto, pero en un grado superlativo.
Prefería hablar en inglés y no en español. Se mofaba de los indígenas de su país, miraba el imperio con profunda admiración reverencial y era un consumidor de tecnologías de punta infinitamente más exagerado que Roberto. Tenía cuatro chips insertados (el último, de la más reciente generación, le permitía cambiar de sexo indistintamente). En este momento vivía en Los Ángeles, y hacía años que no se comunicaba con su padre. La última vez que nuestro héroe —el anciano militante— había tenido conocimiento de su hijo ingeniero fue cuando leyó un artículo de difusión de él, en inglés, donde adoraba la tecnología como nueva deidad, poniéndola como el elemento que «le hace falta a los países pobres, subdesarrollados y salvajes del Sur del mundo para salir de su atraso». Lo que no le perdonaba era la frase con que cerraba el texto de marras, escrito sin dudas con saña y con secreta dedicatoria para su padre, quien siempre regañaba/acusaba a Vladimir por su racismo: «el día que nuestro país se desarrollará será cuando cada indio posea un teléfono celular inteligente». Hoy, años después de escrito ese artículo, en el país había casi el doble de teléfonos móviles que de habitantes… y el «progreso» no había llegado.
El abuelo era reticente a ese endiosamiento de la tecnología, pero no la denostaba. El día después de esta escena que relatamos más arriba, llamó a su nieto a su estudio, y con aire ceremonial le comentó:
—Robertito querido, tengo que contarte algo que te va a hacer caer de espaldas.
—¿Qué cosa es, abue?
—Bueno…, durante el exilio de tus padres en Europa, cuando la guerra civil aquí, pasaron cosas muy desagradables.
—Ajá…
—Por lo pronto, murió tu madre.
—Sí, eso ya lo sabía. Me lo contaste muchas veces, ¿te olvidaste? De un tumor canceroso en la cabeza, cuando tenía 35 años. Y también mi papá, las pocas veces que ahora lo veo en la pantalla, me lo dijo.
—Bueno, Robertito: de eso se trata… Tu padre nunca regresó del exilio. Esa persona que a veces te habla por la computadora no es tu papá de carne y hueso. ¡Es un holograma!
—¡Ah! ¡Qué bien! Debe ser el mismo programa que uso yo a veces, cuando no tengo ganas de hablar en persona aquí, y monto mi holograma. ¿No lo habías notado? Ahora, el verdadero Robertito está en un motel, abue, con una de sus parejas. Pero si recibe una llamada por teléfono seguramente contesta. ¿Lo llamamos?