Y sucede que un día, durante la Expo de Milán, alguien, en cualquier parte de Italia, enciende la televisión para sintonizar el telediario de las 13:30 y se encuentra a una presentadora que, tras mencionar el éxito alcanzado en la Conferencia Internacional de Ministros de Cultura, encabezada por el titular del país transalpino, Dario Francechini, en pantalla dice: «en este momento vemos al…», presentando a la audiencia al presunto ministro de Cultura de Chile.
¡Y sí! Fue así como me convertí en ministro por un día.
«El ministro no viene», quizá no considera relevante molestarse en cruzar el océano para visitar Italia. «El embajador está ocupado en Chile», ¿quizá disfrutando de sus vacaciones? Pero no lo pienso demasiado y, en un pispás, me subo a un Frecciarossa (denominación que recibe el tren de alta velocidad en Italia) en dirección Milán, para participar en la Conferencia Mundial de Ministros de Cultura en representación del ausente titular chileno. «No sé si estará muy feliz con esto», me digo a mí mismo.
Poco antes, tengo que correr a casa y preparar la maleta, buscando alguna prenda oscura para la noche.
El 31 de julio y el 1 de agosto de 2015, en el marco de la Expo celebrada aquel año en Milán, se organiza una Conferencia Internacional orientada a la protección del patrimonio cultural, en la cual participan 83 ministros de todo el mundo. Allí me encuentro sentado, nombre y banderita incluidos, al lado del ministro de Cultura cubano, de quien me hago inmediatamente amigo, preguntándole por algunos conocidos escritores. Nuestro coloquio gira en torno a la Casa de las Américas, conversando asimismo del poeta Fernández Retamar, quien había logrado, a pesar del embargo estadounidense, proyectarse más allá de la órbita local, «como la única manera de volverse a encontrar de modo auténtico (…)», me comenta el ministro.
Por mi parte, aprovechando mi peculiar situación allí (otro ministro no lo hubiera hecho nunca, pero como yo no lo era, o más bien lo era solamente por un día, pude tomarme la licencia), le muestro mi preocupación por la suerte de la artista cubana Tania Bruguera.
Tania Bruguera, artista, activista, reconocida a nivel internacional, que vive a caballo entre Estados Unidos y su ciudad natal, La Habana, y que se ha convertido en una de las referencias de los movimientos sociales de la isla. Precisamente en 2015 había sido arrestada por primera vez tras intentar organizar un sit-in en la Plaza de la Revolución cuya finalidad era ofrecer a los cubanos un espacio para que pudiesen expresar sus sentimientos en relación con la apertura de las relaciones diplomáticas entre ambos países. La repercusión de su detención había sido tan grande que, poco después, en la misma Times Square se había realizado una versión de la performance en la que artistas e intelectuales exigieron su liberación. Además se había hecho pública una carta firmada por miles de personas en todo el mundo.
Le recuerdo también la soledad y el aislamiento que sufrió el poeta Heberto Padilla, cuyos libros no volvieron a ser publicados en su patria. En 1980 el poeta abandonó la isla y dio comienzo a su largo exilio de 20 años, hasta su muerte. «No alimento revanchismo contra Fidel Castro», insistió reiteradamente el poeta en entrevistas concedidas a la prensa española. «Solo quiero decir la verdad: o sea, que en Cuba no hay libertad». Le recuerdo todavía persona non grata, el libro de Jorge Edwards, se lo cito y le refiero algunas de las numerosas polémicas que venían arrastrándose tiempo atrás.
El ministro, un poco impresionado ante semejante atrevimiento, pero también algo divertido, me explica sus razones, pero no tengo ni tiempo para esbozar una respuesta, porque había llegado el turno de Chile: se me avisa de que debo hablar. Me concentro en mis notas, sin darme cuenta que, en ese preciso instante, un cámara del TD1 hacía la toma que iba a ser emitida a la una y media, en el telediario más visto de Italia.
«En nuestro país se ha comprendido, y ya es decir, el papel fundamental que reviste la promoción de nuestra escena artística y cultural», fueron mis primeras palabras.
Por lo tanto, ha sido importante en estos años reforzar nuestras instituciones, tanto públicas como privadas, crear un sistema robusto de producción y promoción, pero, sobre todo, dando relevancia a la creación de nuevos espacios dentro del territorio, sin olvidar la promoción nacional de ferias, bienales y residencias. Confiando así que el reconocimiento internacional ocurra de modo natural. A lo largo de los siglos, han sido varios los motivos por los cuales numerosos viajeros decidieron visitar nuestro país. Exploradores, científicos, antropólogos, escritores e inmigrantes plasmaron su mirada foránea en distintas publicaciones, especialmente periódicos y crónicas. La huella que tales viajeros han dejado en nuestra historia es, en gran parte, consecuencia de su escritura, la cual ha tenido una inmensa repercusión cultural. Cuando Chile hubo ingresado en el siglo XX, el perfil de los viajeros cambió y muchos acabaron estableciendo en nuestro territorio su residencia definitiva: la literatura producida por estos viajeros modernos se corresponde más propiamente con una literatura de emigración, donde se exploran y profundizan las descripciones y diferencias de las costumbres entre la cultura local y la de los países de origen. Este es un punto importante.
En la actualidad, la presencia constante en el panorama nacional, las visitas de destacados artistas internacionales, enriquecen la agenda cultural. Me refiero a nombres como los de Pina Bausch, Christian Boltanski, Arianne Munchkin del Théâtre du Soleil y tantos otros.
«Los ministros –se lee en el texto de la declaración final de Milán— expresan su más firme condena ante el uso de la violencia contra el patrimonio cultural mundial y exhortan al respeto y a la tolerancia recíproca como instrumentos idóneos para el diálogo entre los pueblos».
Estampo mi firma y sonrío delante de las cámaras.
Milán, 1 de agosto, 2015.
A continuación, escoltados por las sirenas de la policía, atravesamos el centro de Milán para llegar a nuestro hotel, al lado de la estación. En el programa se incluye una visita a la Fundación Prada. Allí vamos más de 150 invitados, entre ministros y embajadores de 66 países participantes, representantes de la Unesco y personalidades del mundo cultural.
Nos aguarda una comida deslumbrante. Miuccia Prada, una elegantísima señora que vigila que todo funcione. Y funciona.
Hacemos un recorrido por las exposiciones temporales: Serial Classic, que analiza los temas de la serialidad y la copia en el arte grecorromano; An Introduction, un proyecto expositivo concebido por la Colección Prada como instrumento de búsqueda e investigación.
Después, acompañados siempre por la policía, nos dirigimos al convento dominicano de Santa Maria delle Grazie para contemplar el Il cenacolo, La última cena de Leonardo, conducidos por el mismísimo Umberto Eco en persona (tomo una tímida fotografía que aún conservo en alguna parte).
Realizada entre 1494 y principios de 1498, probablemente se trate de la pintura más importante del mundo, Eco nos ofrece su interpretación personal de la obra maestra de Leonardo. La última cena nos brinda tal vez el testimonio más completo de su polifacético genio, de su deseo de experimentación, de su inagotable curiosidad.
Pintor, arquitecto, escultor, ingeniero, inventor, matemático, anatomista, escritor, Leonardo da Vinci encarna el ideal de hombre polímata soñado por el Renacimiento italiano.
Luego nos devuelven a nuestro alojamiento, para más tarde llevarnos al teatro de La Scala. Asistimos a la ópera bufa en dos actos de Gioachino Rossini, El barbero de Sevilla. No tengo esmoquin. El ministro cubano viste una llamativa guayabera, es un consuelo.
El alcalde de Milán hace los honores. Por la tarde, dirigiéndose a las delegaciones, el alcalde había subrayado que La Scala era patrimonio no solo de Italia, sino de toda la humanidad: «Espero que la gente comprenda —dijo— que este es un inmenso patrimonio que debe ser apreciado y embellecido lo máximo posible. Tiene que ser protegido —añadió— y eso es lo que estamos haciendo. Es motivo de orgullo que tantos ministros estén aquí para hablar de cultura y hayan querido estar presentes en esta ópera».
Pero sucesos extraños ocurrieron ese día, en menos de veinticuatro horas me llegan mensajes de personas indeseables que hasta entonces no me habían llamado nunca y a los que no puedo responder. «¡Estoy en una misión!», me limito a escribir, despachando así cualquier mensaje recibido.
Se está bien en Milán. Luce el sol, brilla el cielo, pero no se experimenta ese bochorno típico de agosto, sufrido en otras ocasiones.
Pienso que la vida de un ministro tiene que ser dura. Nada de vida privada o, al menos, muy limitada. Yendo de aquí para allá, improvisando tantas veces. Cero tiempo. Cero ocio.
Hago que me lleven la cena a la habitación. Por hoy, estuvo bien. Mañana hay que regresar, esperemos que a nadie se le ocurra tirarme una foto en el compartimento de primera clase del Freecciarossa dormido sobre el Mac, y publicarla luego en las redes: «El falso ministro se queda dormido sobre sí mismo». Escribirían algo así, estoy seguro.
Mientras tanto, atravesamos Florencia. Recuerdo cuando, con Francisco e Paulina, visitábamos el Indiano, la galería de arte abierta en Florencia por el escritor Piero Santi, e inaugurada por Ottone Rosai y dirigida por Paolo Marini, o la imprenta La Bezuga, del poeta Giuliano Allegri, quien, en aquellos años, me regaló la preciosísima edición de Gargantúa, obra de mi compatriota Sebastian Matta y que guardo como oro en paño.
Contemplar la catedral desde la ventana de la galería no es regalo pequeño, conversar acerca de Galileo, o de la cúpula de Brunelleschi, como si estuviese él allí mismo, a punto de empezar a hablar de esto y aquello mientras traza las medidas de la que se convertiría en una cúpula, o circunferencia.
Esto me sucedía todas las veces que pasaba por Florencia. No podía creerlo.
¿Un flujo emocional, una circularidad intuitiva de significados, una narración personal de lo que ahora va a ser representado?
Entretanto, acabo de terminar un libro cuya lectura demoré tantísimo. Será porque estaba demasiado cerca de su autor, será porque el destino nos hizo conocer y dividir parte de nuestras historias, será porque se publicó póstumamente: 2666, de Roberto Bolaño. El único libro de Bolaño que todavía no había leído, 1119 páginas, pero del que se ha escrito tanto que ya antes de leerlo era como si lo supiese todo de él.
A inicios de ese verano decidí llevarlo conmigo. Había sido invitado a una residencia artística en la localidad siciliana de Ficarra, en la conocida como Stanza della Seta (Estancia de la Seda), donde Tomasi di Lampedusa se hospedó en 1943, invitado por los primos Piccolo di Calanovella, hallando la inspiración para componer su celebérrima novela, El Gatopardo.
Y lo empecé allí. Todos los días leía un cierto número de páginas, lo cerraba, pensaba, hablaba de él.
Roberto Bolaño narra una sucesión interminable de crímenes, imaginando el nombre y la vida de las víctimas y proporcionando el informe de las investigaciones sobre uno o más presuntos asesinos en serie de mujeres jóvenes inmigrantes en México. Ambientada en Ciudad Juárez, ciudad marcada por una violencia extrema a causa de las disputas del narco y que desde 1993 está sumergida en una espiral de crímenes y asesinatos. Pero no habla solamente de esto, sino que el lector, desde la primera línea, es absorbido por un universo que el novelista, casi como si poseyera las capacidades magnéticas de un chamán, hace aparecer ante sus ojos, para, acto seguido, descomponerlo y volverlo a componer a su antojo. O como afirma una crítica reciente: «un inmenso cuerpo novelesco oscuro y deslumbrante, para recorrerlo siguiendo una única, hipnótica, ilusión».
Mi gato jugando a mi alrededor, mientras las páginas están a punto de llegar al final, y Viterbo, ciudad en la que vivía por entonces, se engalana y los tambores y la gente se preparan para celebrar la festividad de Santa Rosa. ¿Pienso en las coincidencias? Aquel año la fiesta las recordó justamente a ellas, a las mujeres víctimas de la violencia.
Para ellas van mis pensamientos; para Roberto, un cordial saludo, esté donde esté.
¡Viva Santa Rosa!
¡Mirad que os lo digo como ministro!