Estar en un pueblo permite despertarte con los pajarillos entonando miles de cantos; las campanas de la iglesia repicando las horas y, más allá, tras los tejados, ese otro gallo recordándonos que el día comienza.
Aunque vivo en un municipio de Madrid, no excesivamente grande, mi día a día transcurre en la ciudad. Llego al pueblo huyendo, buscando la paz de los campos, de lo simple, de lo sencillo y lento. Nada más llegar se detiene todo porque todo es silencio. Tal vez el castañeo del motor de un tractor, que vuelve de peinar la tierra o el relincho de los caballos de al lado. Los pájaros van acurrucándose, dejando que el sonido del atardecer se envuelva en ese color rojizo que embriaga.
Cada vez que vuelvo al pueblo, lo hago con la misma alegría que lo hacía cuando era bien pequeño y me llega al recuerdo. Ahora el viaje es más cómodo, que no mejor, y más rápido.
Entonces, en un SEAT 850 blanco, de dos puertas (el de mi tío Eulogio era verde claro y de 4 puertas, y creo recordar que el de mi tío José María era amarillo), recorríamos el trayecto que iba desde mi casa en la calle Sánchez Preciado de Madrid, hasta la puerta de la casa de la abuela Eliberia, en la calle Cerezo de Minaya, 190 kms.
Un viaje que a veces, dependiendo las fechas, se hacía interminable; la ilusión de la ida, el ansia por salir corriendo al llegar, conseguía que el tiempo no lo fuera.
Entonces se pasaba por el centro de todos los pueblos que iban apareciendo en el recorrido. Ahora, si optas por ir por la carretera vieja, la nacional, no cruzas más que tres.
Si viajábamos por la mañana, en la mitad del camino, en Corral de Almaguer, hacíamos una parada de avituallamiento que, según las circunstancias económicas del mes, consistía en un desayuno en el bar o, en otras ocasiones, un bocata que llevaba hecha de casa mi madre.
Hemos llegado a tardar cuatro interminables horas de viaje, en caravana, tanto en la ida como en la vuelta. Ahora voy de tirón y, si no son puentes o salidas vacacionales, continúo conduciendo por la carretera vieja, disfrutando de los campos, las siembras, los pueblos.
Las razones de mi alegría actual son prácticamente las mismas de entonces, aunque el tiempo haya provocado cambios, sobre todo en lo familiar. No están todos los que estaban, aunque sus almas recorran las calles y caminos.
Ya no son las abuelas las que esperan, pero ahora, si han decidido ir el día de antes, son los padres los que lo hacen. Los primos han crecido y tienen sus familias, con sus casas heredadas; los tíos, los que siguen, no siempre están.
Ahora ves a aquellos amigos con los que jugaste en la calle, de la mañana a la madrugada, los que se quedaron, en sus labores o tras los pequeños que corren por las calles con mucho más peligro que entonces.
Ahora tienes que llamar al timbre para que te abran; antes bajabas del coche corriendo y te metías hasta la cocinilla porque las puertas siempre estaban abiertas de par en par.
Antes no me bajaba de la bicicleta, raras veces recorría los caminos si no fuera para ir a ver al abuelo a la «casuta» o al padre en los olivos que le dejó.
Ahora me gusta degustar esos caminos lento, caminando, llenando las zapatillas de ese polvo blanco, haciendo algún alto en la linde para contemplar el abrazo del viento a los trigales, pero haciendo las mismas rutas de antaño, que son las que son; pasear por ese campo hermoso en la mañana, descuartizar mi mente de malos pensamientos en el caer del día mientras el sol nos regala su majestuoso adiós.
Somos los hijos de los que se fueron. Aquellos que corrieron tras una vida mejor y que con un esfuerzo no apto para sindicatos, consiguieron sacar adelante, educar, ofrecer comodidades a familias enteras. No han vivido con grandes lujos, sí alguno más que sus padres, pero a sus hijos, a nosotros, ni ha faltado de comer ni una buena educación.
No sé si tenemos mejor vida que ellos. Tengo mis dudas. Tampoco sé si mi hijo la tendrá mejor que yo.
Hay pocos niños en las calles. ¿Dónde estarán? ¿Hay niños? Antes las calles, sobre todo a última hora del día, en esos veranos interminables, eran un escándalo continuo, un griterío, una fiesta.
Te pasabas el día corriendo de un lado a otro, sudando, lleno de polvo entre esas calles todavía muchas sin asfaltar.
Volvías glorioso, pletórico, a por el bocadillo de esas barras de pan de la Valentina, que envolvían dos o tres chorizos fritos, con su pringue, de la última matanza (se me saltan las lágrimas solo de pensarlo). Y tras besar a los abuelos y los padres, volvías a la calle a seguir corriendo hasta que salían a buscarte voceando tu nombre o ¡«nene»! que eran todos, pero cada uno conocía bien la voz de la abuela o de la madre.
«Nene, pa dentro que hay que acostar».
Tele ¿qué tele? No había tele. Caías rendido en la cama. La solías compartir con tu hermano. Y hasta el día siguiente.
¿Dónde están los niños? ¿Dónde está la juventud de los pueblos? ¿Qué ha pasado? ¿Qué hemos hecho?
El problema no es de ahora, viene de lejos, pero parece que hasta hace poco tiempo este asunto estaba como olvidado. ¿A quién le importan los pueblos? Ahora sí es un tema recurrente hablar de despoblación rural. Por fin está en la agenda de los partidos políticos. ¿Tarde? Pues desde mi punto de vista sí lo es, pero más vale tarde que nunca.
España tiene, entre otros muchos, un problema social que debemos solucionar: un país en su mayor parte deshabitado.
Agenda 2030, España 2050. Pero para entonces, dentro de 9 o 29 años ¿quién quedará en los pueblos?
Tengo mis opiniones al respecto, incluso mis propuestas que de seguro coinciden con muchas de las planteadas por los responsables políticos. Hoy no toca. En otra ocasión. La mejor propuesta de todas siempre es el hecho. Una propuesta escrita no vale nada si no se convierte en una acción.
Estas líneas no reivindican. Estas líneas alientan, animan, buscan la esperanza de vida en los pueblos porque no podemos dejar perder, dejar morir, lo nuestro: lo que somos, lo que comemos, lo que sentimos.
Los pueblos se viven en el día a día.
La mayoría de nosotros, cuando vamos, traspasamos la frontera de la urbe para adentrarnos en una especie de paraíso cuyo valor muchas veces no se lo dan ni los que lo habitan. Tendemos a buscar fuera lo que tenemos dentro. Nos gusta más lo de los demás que lo nuestro.
La canción de la albaceteña Rozalén, Y busqué, lanzada en pleno confinamiento por la pandemia, en un momento de encierro colectivo, soledades y silencios, apelaba a vivir el viaje interior que todo ser humano debe realizar si quiere, realmente: conocerse a sí mismo. Al publicar el tema, hace unos meses, Rozalén, desvelaba que la canción se inspiraba en la subida al templo mexicano de Tepozteco, pero podría ser «una subida a la cima de cualquier montaña, una metáfora, el camino que nos toca andar… Es un viaje interior, un intento de búsqueda de respuestas al sentido de las cosas, de la vida, un ‘porqué estoy yo aquí’. Al final la respuesta se hace clara en soledad. Siempre buscamos fuera lo que nace dentro».
Dice la letra:
Siempre busco fuera lo que nace dentro
Que mis días felices no dependan del deseo ajeno
Aprender a escuchar el silencio
Regalar movimientos al viento, yo sola ante este templo
Y busqué hasta la cima
Y no hallé el sentido a mis días
Y busqué hasta el fin
La respuesta estaba dentro de mí.
Esta canción forma parte de la campaña lanzada por la Junta de Castilla la Mancha «Tu mundo interior».
«Tu mundo interior» es una invitación a descubrir los mejores paisajes y ciudades de Castilla-La Mancha, a través de las emociones y el universo personal. Un viaje al corazón de nuestra tierra repleto de bienestar y autoconocimiento. No tenemos que buscar nada lejos. En los pueblos se encuentra la esencia, nuestra esencia. Los pueblos están cerca de nosotros, están en nosotros.
No es fácil, lo sé, encontrar ese equilibrio ciudad-pueblo. Otros países, Francia, por ejemplo, lo han logrado. Simplemente no dejaron ir.
Vuelvo de Minaya, mi pueblo, el pueblo, triste, como me ocurría entonces. El viaje de vuelta se hace más largo. Se terminó el silencio. Siempre una esperanza: que pronto volveré hasta que un día, seguro, me quedaré.