Lentamente trazo las líneas y formo a lápiz un impreciso y dubitativo dibujo. Preparo los sencillos pigmentos de las acuarelas. Con mis colores favoritos: violeta cobalto, gris Payne, azul ultramar, rojo cadmio, ocre oro, tierra sombra, negro óxido de hierro o amarillo limón. Me recreo y les dedico más tiempo. Los diluyo a voluntad, creo aguadas con ellos, graduaciones, tonalidades distintas… Disfruto con su visión y textura.
Comienzo con pinceladas que me gustaría fueran rápidas, insinuantes, transparentes, precisas, brillantes, sin embargo, van surgiendo dubitativas, dolientes y, muchas veces, espesas y oscuras.
Avanzo con dificultad y sufro con la germinación de las formas. A menudo me paraliza el miedo al error y al vacío, pero el papel húmedo y pletórico me urge. A veces cedo exhausto y quiero abandonar; no obstante, la obra incompleta gime y me reclama. Vuelvo a ella casi avergonzado, la retomo y le prometo fidelidad.
Al cabo de largas horas, la doy, a mi pesar, por terminada y la dejo secar. A veces, le agrego un breve toque de acrílico puro.
A la mañana siguiente, con las primeras luces, vuelvo a ella y la acuarela ya es otra; los tonos se han sedimentado y dulcificado, se han apagado levemente. La acepto en su imperfección afirmada. La amo y me reconcilio con los colores, y nace, irremediable, un humilde poema:
Tenemos dentro
pequeñas constelaciones que nos rigen.
Un orden de planetas y asteroides.
Y un dios tenaz y oculto,
que nos dicta la belleza.
Más tarde, padezco la presión de las palabras. Dudo un instante e intento ignorarlas, tenaces, se propagan relampagueantes por mi cerebro y quieren que las muestre. Intento coordinar los sustantivos, los verbos, los adjetivos, los pronombres, los adverbios… pero vienen en tropel; me apabullan, me confunden, me alteran y no acierto a ubicarlos.
Poco a poco las emociones se serenan y surge la precisa belleza.
Aparecen tímidamente los arpegios, las crisálidas, las magnolias, las azaleas, las lilas, las aliagas, las besanas, los nenúfares, los céfiros, los solanos, los azules sin fin, que van encajando en el blanco, como encajan las manos cuando se estrechan cálidamente.
Todos los vocablos son bienvenidos, incluso los que aparentemente carecen de belleza. Estos nunca los desecho, los guardo y los uso en otros menesteres; más tarde le busco un cobijo y los acomodo como puedo.
Aquí dejo un poema, un sueño, un amigo, un desamor o un paisaje.
Quizás lo más difícil de la escritura es conseguir el ritmo. A menudo me agota y dudo de que exista lo que, impropiamente, llamamos inspiración. Pero el ritmo, como un susurro, va apareciendo y se hace presente y cadencioso en cada término, para acabar con una melodía que configura y sostiene, tal un esqueleto, la íntima estructura del escrito.
Cuando lo consigo, despierto, me miro y entonces comprendo por qué sigo vivo. Ut pictura poesis, como la pintura así es la poesía.
Luego:
Acudo a ciudades
donde leen a Valente
y, llegando el anochecer,
cierran sus puertas
a los forasteros.
Otras, en cambio,
leen a Pepe Hierro;
son personas solidarias
que me desean suerte
en mi periplo.
Son muchos los pasos
y pierdo tus huellas
a orillas de ese mar.