El mundo de Mangle se iba desmoronando por momentos. Miró al cielo esperando una señal que le revelara cuáles eran los pasos que debía seguir, pero no ocurrió nada. Suspiró con fuerza, exhalando todo el aire y con él, toda la frustración que sentía en ese momento.
La luz de la luna iluminó por unos instantes el mar y enseguida se ocultó tras las veleidosas nubes. Todo lo que le rodeaba, incluso su vida en el poblado, se le antojaba ahora tan irreal como un espejismo lejano y nebuloso.
Volvió a mirar al cielo unos instantes. El tan ansiado prodigio no llegaría o, tal vez, no del modo que él creía. La voz de su interior le instaba a levantarse y a seguir adelante.
—¡Levántate! —le decía cada vez más alto.
Muy pronto se convirtió en un grito desesperado que envolvía su mente y lo abarcaba todo, para al cabo de un rato volver a transformarse en un leve susurro, apenas audible.
Mangle permaneció algunos minutos más frente a aquel acantilado, observando a la esquiva luna en el cielo, que se escondida entre las nubes y huía pálida de su intensa mirada.
Llevaba meses solo, deambulando muy lejos de su hogar. Buscaba incesantemente al espíritu. Aquel con el que debía compartir su devenir por la tierra, sin embargo, no lograba encontrarlo.
Oía susurros en cada rama, piedra y grieta. Era tal su agitación, que un día al levantar una roca una serpiente salió de debajo y amenazó con morderle en el pie. Su aventura, sin duda, hubiera terminado de inmediato. A pesar de ello, no desistió. Muy al contrario, sonreía para sus adentros, imaginando la cara que pondría la matriarca, Chía, ante su atolondrada forma de actuar.
Siguió buscando, sin hallar ninguna respuesta o señal. Pasaron los días y una nueva luna llena apareció en el centelleante cielo nocturno, como una promesa, pero él ya había emprendido el camino de regreso a su poblado. Estaba convencido de que los espíritus ancestrales lo habían abandonado. Se presentaría ante Chía y los ancianos para que ellos decidieran su destino.
Estuvo muchos días andando, absorto en sus pensamientos. Su marcha era tan monótona que, cuando quiso darse cuenta, ya se hallaba junto al nacimiento del río de los dorados, en los bosques del norte, muy lejos de su poblado.
Allí, habían acudido los jóvenes de su tribu durante generaciones cada primavera, para admirar los hermosos y áureos peces que remontaban el rio para desovar en su parte alta y morir. Muchos osos, lobos y otras criaturas del boque acudían al festín. Había comida en abundancia para todos.
Ahora, sin embargo, el otoño estaba en todo su esplendor y las hojas de los árboles cubrían el suelo con su colorido manto. Debía regresar pronto o el crudo invierno se cerniría sobre él como un ave de presa.
Mangle decidió permanecer allí algún tiempo más. Aquel lugar era maravilloso. Se preguntaba qué misterios albergaría el antiguo bosque en su interior. Un fuerte deseo lo impulsó a adentrarse en él hasta sus confines, donde nadie jamás se había atrevido a llegar.
En sus profundidades descubrió un gran claro. Apoyado en el tronco de un viejo arce se sentó a descansar y se quedó dormido. Cuando se despertó, ya era de noche y la luz de una nueva luna llena iluminaba con su albura todo a su alrededor.
Mangle se puso de cuclillas y escuchó con atención. El bosque rebosaba vida. Un aullido se escuchaba muy cerca. Oyó los pasos de un lobo cada vez más próximos. Tan cercanos, que casi podía sentir su aliento en la cara.
De pronto, un hermoso rayo de luna descendió desde el cielo, iluminando con plateado brillo el pelaje del lobo, que ya estaba frente a él, mirándolo con sus profundos e inquietantes ojos azules.
Mangle se inclinó ante el lobo, que se acercó con sigilo, posando su hocico y una pata sobre su cabeza.
Era el espíritu. ¡Por fin lo había encontrado!
Entonces, recordó las palabras de Chía sobre el espíritu: «Él te encontrará, cuando no lo busques». Ahora entendía su significado.
Antes de la llegada del invierno emprendieron juntos el largo camino de regreso al poblado. Cuando ya estaban muy cerca, desde una colina pudieron admirar una gran celebración que recorría el lugar.
Todos celebraban que Mangle había regresado junto al espíritu.