El Dios de los blancos ordena el crimen. Nuestros dioses nos piden venganza.
(Alejo Carpentier)
En 1953 llegó a Bolivia una hermosa adolescente alemana de solo dieciséis años que se llamaba Monika Ertl. Iba a reunirse con su padre, el cineasta bávaro y propagandista de las SS (Schutz Staffel: Escuadras de Protección de Hitler), Hans Ertl (Múnich 1908- Bolivia 2000), que había escapado de Alemania cinco años antes, junto con numerosos asesinos nazis involucrados en crímenes contra la humanidad, entre ellos, Klaus Barbie, el conocido «carnicero de Lyon», al cual Monika llamaba «tío». Los trayectos de escape terminaban en paraísos seguros como Argentina, Brasil, Chile, Paraguay, Uruguay y Bolivia. Esta milagrosa fuga se denominó ratlines o «ruta de las ratas», fenómeno que contó con el decidido apoyo de la Iglesia Católica y los servicios secretos de Estados Unidos.
Hans Ertl el padre de Monika llegó en un barco de la ratline y desembarcó en el archipiélago chileno de Juan Fernández, lugar donde realizó el documental Robinson en 1950. Luego viajó a Bolivia; se fascinó con la exuberancia de la selva, por lo que finalmente decidió establecerse en Chiquitania, un pequeño poblado a cien kilómetros de la ciudad de Santa Cruz en Bolivia. En 1951, compró una propiedad de 3,000 hectáreas en plena selva, entre la espesa vegetación brasileño-boliviana que llamó, nadie sabe por qué, «La Dolorida». En la sala principal, colgaba un retrato del papa Pio XII y afiches de películas que había realizado como camarógrafo junto a la conocida cineasta nazi, Leni Riefenstahl. Su vecino y amigo era nada menos que el futuro dictador boliviano, Hugo Banzer Suárez (1926-2002). Dos años más tarde, Hans recibía a su familia en una casa construida con material autóctono que fue el hogar hasta su muerte en el año 2000. Naturalmente, la enorme hacienda asombró a la joven Monika que esperaba encontrar a su padre en la clandestinidad como prófugo de la justicia europea y no como gran latifundista. «Es gracias al trabajo y esfuerzo», respondía él. Pero la pregunta que siguió flotando en la cabeza de Monika y que caía de cajón es de dónde realmente sacaban dinero e influencias los jerarcas nazis para mantener tal estándar de vida y sobornar a las autoridades locales.
La infancia de Monika transcurrió en una Alemania que vivía en medio de la convulsión nazi, en un círculo cerrado y racista en el que brillaban siniestros personajes del holocausto judío, no obstante, para ella eran amigos de la familia. De la potente propaganda nazi, ella admitía solamente las imágenes que filmaba su propio padre, pero no el contenido antijudío, puesto que tenía muchas amigas que asistían a la sinagoga y no eran los monstruos que anunciaban los medios de comunicación, el cinematógrafo y los muros de la ciudad. Ella adoraba el cine y a su padre, por eso cuando llegó a Bolivia aprendió el arte de su progenitor como camarógrafa y lo acompañó desde muy joven en las filmaciones que hacía en la selva, donde sufrió un primer impacto al encontrarse, a cada paso, con gente hambrienta y niños desnutridos. Comenzó a comprender lo que era la miseria de campesinos sin futuro que se arrastraba por siglos. Estudió en colegios autoritarios y como una forma de independizarse, al cumplir 21 años, Monika se casó con Hans «Juan» Harchies, un boliviano de ascendencia alemana dedicado a la minería y se estableció, primeramente, en el norte de Chile, cerca de las minas de cobre, más tarde frecuentó los yacimientos de Sewell, en la zona central del país y en ambas partes conoció la sombría existencia de los mineros chilenos.
A pesar de que su matrimonio duró diez años, con el tiempo se fue entibiando hasta convertirse en dos extraños que compartían una vivienda. Pensaban radicalmente diferente y miraban la vida con ópticas opuestas. Decidió separarse. Sin embargo, este tiempo no fue en vano para Monika. Conoció personalmente la desesperanza de los trabajadores en Chile y Bolivia, considerándolo un dilema latinoamericano con raíces más profundas que la «holgazanería de los pobres», como opinaba su marido. También dispuso de tiempo para leer y comprender que su padre, a pesar de quererlo mucho, pertenecía a un grupo de alemanes que perpetraron uno de los peores genocidios de la historia y que su exilio era, en realidad, una fuga de miles de criminales con pasaportes falsos otorgados por el Vaticano, bajo el mandato del papa Pio XII, el «papa de Hitler». Asimismo, descifró, a través de un historiador amigo, de dónde provenían (en parte) los recursos financieros para mantener el nivel de vida de los nazis en América Latina: dos días después del suicidio de Hitler, el 30 de abril de 1945, un destacamento de las SS, vestidos de civil, se abrieron paso entre las fuerzas aliadas llevando varios cofres de plomo escondidos entre pertenencias personales que dejaron en un lugar seguro. Los oficiales de la Gestapo se reúnen en Roma con el secretario de Estado Vaticano, monseñor Giovanni Battista Montini, más tarde el papa Pablo VI y cierran los acuerdos confidenciales que suministran a los oficiales de la SS, el respaldo financiero e institucional. Por otra parte, se enteró por su amigo que, en Flensburgo, base central de los submarinos nazis, cargaron cien toneladas de oro y otros metales preciosos en varias embarcaciones y el 28 de marzo 1945, los sumergibles germanos llegaron a las costas de San Clemente del Tuyú en Argentina donde los esperaban varios camiones. No alcanzó a pasar un mes y se realizaron diversos depósitos, con enormes cantidades, en diferentes bancos, a nombre de María Eva Duarte, esposa del presidente Perón de Argentina y así sucedió con numerosos gobernantes latinoamericanos. Grandes sumas de dinero, agregó el historiador, también provenían de la comercialización de las 600,000 obras de arte que saquearon a sus propietarios (Cranach, Van Gogh, Goya, Rembrandt, Rubens, Tiziano, Velázquez y Klimt, entre otros). Sin duda, disponían de enormes recursos para negociar y financiar cómodamente su estadía y conseguir el respaldo de los gobiernos locales, la Iglesia y de la CIA. Además, descubrió que su afectuoso «tío», Klaus Barbie, era el responsable en Francia de la muerte de 840 personas, entre ellas de 41 niños judíos.
Al principio, la sensibilidad social de Monika se volcó hacia las causas nobles; entre otras cosas, ayudó a fundar un hogar para huérfanos en La Paz, ahora convertido en hospital, pero se dio cuenta de que las obras de caridad eran migajas que no remediaban la condición de miseria que genera el subdesarrollo. En ese lapso, hizo amistad con la izquierda boliviana y comunistas alemanes, que fueron de importancia para su postura política. Fue así como a los 23 años, a finales de los 60, todavía casada, ingresó al ELN (Ejército de Liberación Nacional) de Bolivia. Inicialmente tuvo un papel más bien pasivo en la lucha guerrillera, pero dos hechos posteriores cambiaron su perspectiva: el 31 de agosto de 1967 muere en combate la argentina Haydee Tamara Bunke Bíder, conocida como «Tania la guerrillera» y el otro hecho que la conmocionó fue el asesinato del Che Guevara a quien ella admiraba profundamente. Para entender a Monika y su proceso personal, se hace necesaria una recapitulación del entorno político.
Entre 1966 y 1967 se activa la Guerrilla Boliviana, también llamada Guerrilla de Ñancahuazú, dirigida por Ernesto Guevara, quien organiza la incipiente rebelión, duramente combatida por el Ejército de Bolivia con la ayuda de Estados Unidos. En ese lapso, el ELN emprendió 22 batallas durante once meses en situaciones adversas, como lluvia y frío en terrenos hostiles, falta de agua y alimentos que exigieron una abrumadora cuota de sacrificio. El 7 de noviembre, llegan extenuados hasta la Quebrada del Yuro y, al día siguiente, el Che fue herido y apresado en una emboscada. Lo trasladaron a la escuelita La Higuera donde, sin éxito, trataron de interrogarlo. La CIA lo quería vivo para mostrar al mundo su victoria sobre el terrorismo, pero los generales bolivianos René Barrientos y Alfredo Ovando decidieron asesinarlo. Ovando opinó que «con la popularidad mundial que tiene este hombre, capaz que salga libre». La orden llegó el 8 de noviembre y la mañana siguiente, el suboficial Marcelo Terán Salazar, con su ametralladora, le descargó nueve tiros en el pecho. Más tarde, por órdenes del coronel y agente de la CIA, Roberto «Toto» Quintanilla Pereira, le cortaron las manos como trofeo del militar boliviano bajo la excusa que era para verificar las huellas digitales.
Estos sanguinarios hechos modificaron la perspectiva de Monika y, con esa profanación, el coronel Quintanilla firmó su sentencia de muerte. Desde entonces, la apacible Monika se propuso una misión de alto riesgo: vengar al Che Guevara en el momento que fuera posible. Se dedicó inicialmente a la reconstrucción del movimiento, ayudando a los combatientes que habían sobrevivido, particularmente a los hermanos Inti y Chato Peredo, incondicionales del Che en la dirección del ELN y, gracias a su capacidad de organización, se convirtió —bajo el nombre de batalla de Imilla— en uno de los principales dirigentes de la organización, participando directamente en acciones rebeldes como en el atraco a un banco para recaudar fondos. En 1969, Monika recibe otro golpe: el coronel Quintanilla da muerte a Guido «Inti» Peredo, después de torturarlo brutalmente en un operativo urbano calificado como «baño de sangre», asesorados por Klaus Barbie, que trabajaba en operaciones de inteligencia del Ministerio de Interior.
Aparte de ocuparse de las operaciones del ELN, a Monika le daba vueltas en su cabeza la idea de castigar el ultraje a su comandante Guevara y la muerte de sus compañeros. Cabe destacar que con Inti Peredo mantuvo una relación amorosa durante ese periodo. El militar boliviano figuraba en primer lugar como «blanco» de los guerrilleros. Por esta razón, en 1970, temiendo por su vida, el gobierno lo envía a Hamburgo como cónsul general. Cuando Monika se enteró, la idea comenzó a tomar cuerpo y resolvió que para la venganza ningún camino es largo. Viajó 11,000 kilómetros a su país natal y se instaló en Hamburgo.
La madrugada del día 1° de abril de 1971, Monika ajustó la falda, terminó de maquillarse para colocarse la peluca y acomodarse los guantes. Al mirarse al espejo, parecía una actriz de cine. Subió al metro algo nerviosa y descendió en la parada anterior a su lugar de destino. Caminó rápido hacia el consulado boliviano donde había solicitado una cita con el diplomático, presentándose como turista australiana. La secretaria la hizo pasar a la oficina del señor Quintanilla para que lo esperara. Su mirada recorre una imagen del lago Titicaca que colgaba en el muro, junto a diplomas militares y fotografías de él en uniforme. Ella palpó apaciblemente el arma liviana que llevaba en la cartera.
Quintanilla, conocido mujeriego, se engalanaba siempre que tenía una reunión con el sexo opuesto. Ese día vistió un traje oscuro, corbata de lana azul que contrastaba con la impecable camisa blanca y el bigote afeitado al estilo militar. Llegó a las nueve treinta y al entrar en su despacho quedó perplejo con la belleza de la mujer que lo aguardaba. Se acicaló el bigote con sus dedos y le preguntó con una sonrisa seductora «¿en qué puedo servirla?» Ella se levantó calmadamente, sacó el Colt 38 y le descerrajó tres certeros balazos en el pecho. En los segundos que apuntó, antes de apretar el gatillo, él se quedó inmóvil, como petrificado. Sabía que lo buscaban los guerrilleros, pero nunca pensó que la venganza lo sorprendería encarnada en una mujer tan atractiva de profundos ojos color del cielo. La secretaria, al escuchar los balazos, se encerró en el baño y al salir encontró, tirados en el piso, la peluca, la cartera, el arma y un trozo de papel donde se leía: «Victoria o Muerte. ELN».
Lo único que se logró descifrar fue que la pistola utilizada por Monika pertenecía al editor, político y activista comunista italiano, Giangiacomo Feltrinelli, quien en ese período se encontraba en la clandestinidad política. Nunca se pudo probar la autoría de la guerrillera, sin embargo, comenzó una cacería que atravesó países y continentes, siendo la mujer más buscada del mundo por los servicios bolivianos y la CIA. Fue vista en Francia y en Cuba, utilizando un pasaporte argentino, aunque al final regresó a Bolivia. Esta persecución solo encontró su fin cuando Monika fue apresada el 12 de mayo de 1973, en una emboscada que le tendió su «tío» Klaus Barbie que, por una casualidad, días antes la había reconocido en una plaza en La Paz vestida de hippie junto a un compañero de cabello largo. La siguieron por algunos días hasta que se produjo la encerrona en la cual fue arrestada, torturada y luego asesinada. El cuerpo nunca fue entregado a sus familiares y yace en una fosa común en algún lugar desconocido del país boliviano, destacando una vez más el lado invisible de una mujer que lucha por ideales de su época. Para algunos, su nombre quedó estampado como guerrillera, asesina o terrorista, pero para otros, como una mujer valiente que cumplió con una misión.
(Agradecimientos por sus aportes y observaciones a la pintora y diseñadora croata, Duška Markotić, desde Ciudad de México, al historiador y periodista Mario Dujšin desde Lisboa, a la compositora Verónica Garay desde Puerto Aventuras, México)