Las historias personales de inmigrantes mexicanos legales e ilegales en los Estados Unidos son la mayoría de las veces apabullantes por su crudeza y dolorosa realidad. Entre varias historias que tuve la suerte de conocer, hay algunas que por su carácter «oculto» o milagrosamente del «más allá» dan testimonio de una idiosincrasia que pervive entre rascacielos y modernidad, marcando un vivo contraste con las diversas culturas de ese entorno como la que a continuación se muestra.
Don José González ingresó ilegalmente a los Estados Unidos corriendo por el desierto de Sonora-Arizona y, después de varios años, se hizo de una casa que comparte con su hermana en South Central, Los Ángeles, CA. cerca del cruce de la autopista 91LAX y la 110 San Pedro.
En su jardín-cochera, me permitieron instalar mi RV (vehículo de recreación) donde residí por varios meses en espera de conseguir una camioneta apropiada para llevar el camper a México. Sin proponérmelo, pude percatarme de la rutina vespertina de don José: lo veía desde mi escotilla sentado dentro de su coche por largas horas bebiendo cerveza en soledad hasta ya entrada la noche para luego irse tambaleante a dormir dentro de la casa.
Después de observarlo por varios días desde que me instalé en su jardín, pasé de indiferente a intrigado por su proceder taciturno y tranquilo. Don José era un ranchero de temperamento apacible; inteligente y modesto, y era sin duda también una persona seria y respetable que no se andaba por las ramas. Esto último resulta crucial pues la historia que me contó acerca de su vida requiere precisamente de esas condiciones para ser creíble, debido al carácter paranormal que permea su relato por completo.
—Todo comenzó, cuando tenía entre 9 y 10 años de edad —empezó. — Una noche desperté y encontré a un hombre frente a mi cama junto a la piesera que me miraba con fijeza. Apenas sorprendido y creyendo que era un borracho curioso, amigo de mi papá que recorría la casa, sin darle mayor importancia continué durmiendo.
—Sin embargo, la aparición surgió de nuevo en otra ocasión, y esta vez traté de vislumbrar, sin lograrlo, el rostro oscurecido por la penumbra de la estancia, que sabía me miraba fijamente sin pronunciar palabra. No pude distinguir los rasgos de aquel «señor» misterioso y solo volví como antes, a mi sueño.
—Pasaron varios días y una tarde soleada en que auxiliaba a mi madre con diferentes tareas dentro de la casa pude ver una silueta que desaparecía huidiza al momento de voltear mi cabeza. Brinqué rápido tras de ella hacia un pasillo cerrado; seguro que ahí atraparía al intruso, ¡pero no había nadie!
—Ese tipo de encuentros fueron en aumento mientras yo crecía; me topaba con ese señor (ahora sabía que era el mismo que se paraba frente a mi cama casi todas las noches) durante el día o la noche, pero nunca se dejaba atrapar o ver de manera franca. Mi mamá notó mi agitación, pero no quise alarmarla y le oculté que era una sombra que me perseguía desde niño.
—Conforme pasaron los años me habitué de tal modo a la «aparición» que ya no me causaba ningún temor; pasó a formar parte de mi infancia y luego adolescencia, hasta llegar a la adultez, cuando todo se reveló.
—Llegó el momento en que la trillada imagen del «señor» a los pies de mi cama se volvió tan insulsa y monótona que ya ni siquiera volteaba a verla. Me percataba que ahí estaba, mirándome desde esa cara oscura vacía y muda que había perdido mi interés, tal vez por su cotidianeidad.
—Acaso intuyendo mi decepción y fatiga, una madrugada al despertar como siempre, vi al «hombre» de pie, pero ahora junto a mi cabecera y ¡comenzó a hablar en cuanto lo vi!
—Por primera vez en la vida escuché, confuso, su voz, pero sin entender lo que este dijo hasta que lo repitió dos veces: «Hay un tesoro escondido en los chiqueros donde están los marranos y es para ti y para nadie más».
—No le creí. Pensé que todo era obra de la misma ilusión añeja que no aportaba nada nuevo a mi vida. Me pareció un truco nuevo para cautivar otra vez mi atención quien sabe con qué propósito e incluso me sentí un poco irritado al creer que subestimaban mi inteligencia, pues solo un tonto podría creer semejante patraña.
—Pero las apariciones, (o más bien ahora, las visitas) se hicieron más frecuentes e insistentes. Continuó ese «señor» apareciendo junto a mi cama mirando con fijeza hacia abajo y repitiendo el cuento del «tesoro» y de que yo era el único beneficiario al tiempo que me urgía desenterrarlo.
—Para esas fechas me había invitado un compadre a cruzar la línea hacia los Estados Unidos a lo cual presté oídos, pues además de la obvia conveniencia de trabajar en el «otro lado», era también la oportunidad de alejarme de esa eterna sombra que me había llevado a dudar de mi sanidad mental. Sabía yo que este tipo de experiencias se guardan en secreto pues hasta a uno le cuesta creer.
—Entonces, como si se diera cuenta de mi inminente partida, una noche recurrió al extremo de usar la fuerza física: fui despertado bruscamente por el movimiento al ser llevado en brazos por ese «señor». En el camino hacia los corrales me repetía que había un arcón lleno de doblones y que era exclusivamente para mí; que había sido enterrado por mis antepasados con la consigna de entregarlo al primogénito de mi madre y no sé qué tanto más.
—Ahora sí estaba yo intrigado, y no tanto por el famoso «tesoro», sino por la fuerza bruta que una simple «sombra» o espectro puede tener para sostenerme en brazos. No terminé esta cavilación cuando ya estaba de pie en los chiqueros viendo cómo el espectro señalaba a uno de los animales diciendo: «¡Mira!»
—Me costó trabajo entender lo que pasaba. ¡Un marrano grande empujaba con la trompa sobre el polvo una moneda de oro! Permanecí de pie donde había sido depositado, sorprendido sobre todo porque había resultado cierto el repetido cuento de las monedas.
—No supe más de mí hasta que desperté al día siguiente sin saber cómo regresé a mi cama; recordaba todo como si hubiera sido un sueño lo cual quitó certeza a lo vivido. Ello influyó en mi decisión de no posponer mi viaje con el «pollero» a cruzar la línea.
—Por primera vez le dije todo a mi madre: le conté de las apariciones que tenían lugar frente a mi cama desde la infancia y luego junto a la cabecera; le conté que fui llevado en brazos hasta los chiqueros donde se me mostró la evidencia de lo que aseguraba el «señor», o la sombra, o lo que fuera.
—Al principio mi madre se mostró incrédula. Sin embargo, pronto ya se santiguaba y pelaba los ojos como si le fuera a echar gotas. Pero a medida que aumentaba el relato, sobre todo cuando llegamos a «las monedas», disminuyeron los «jesuses» y «dios míos» en la misma proporción en que crecía el brillo de sus ojos y la codicia reemplazaba la piedad. «¡Puro cuento!», dijo. «Tuviste un mal sueño del cual por suerte ya despertaste, y qué bueno pues no debes retrasar tu viaje a los Estados Unidos».
—Me apuró a empacar e hizo todo lo posible para hacer realidad mi viaje sin demora. Supe por qué actuaba así y solo sentí compasión. Pensé que yo sería feliz si encontraba ella las monedas. Y si era puro cuento, también me sentí feliz pues mi mamá tendría por lo menos una ilusión aunque al final no encontrara nada en aquella tierra yerta.
—Así que preparé mi viaje y salí del rancho allá en Michoacán. Crucé «la línea» y me asenté en esta tierra de gringos. Han pasado 27 años y solo espero ser llevado de regreso a mi rancho para ser enterrado allá, junto a ella.
—Pero, ¿qué pasó con los doblones? —Pregunté incrédulo ante tanta indiferencia de su parte frente a una promesa, aunque vaga, de hacerse de una fortuna. —¿Los encontró su mamá? —Pregunté, ahora sí, histérico.
—Bueno, mi mamá trató de ocultar los hechos, pero yo me enteré por otras personas, pues en el rancho todo se sabe. Como reza el dicho: «Pueblo chico, infierno grande».
—¡Pues cuénteme! ¿Se hizo millonaria su mamá? ¿Le compartió algo? —insistí ya en ascuas.
Don José me miró un poco más tiempo de lo aceptable y luego declaró con su voz controlada y gentil que una vez que su hijo salió del rancho rumbo a la frontera, su mamá contrató a dos peones y los dotó de palas y costales, además de un par de burros para sacar la tierra excavada pues no quería que se enteraran los vecinos de la maniobra en los chiqueros.
Los hombres comenzaron a cavar y cavar, pero solo encontraban tierra y más tierra. La señora se desesperó al ver que no había nada y se retiró a su cocina mascullando maldiciones, dejando a los labriegos la dura faena de continuar la excavación, pero ya sin muchas esperanzas de hallar nada.
—Después de una larga e infructuosa espera, ya casi ajena a lo que pasaba en los chiqueros, mi mamá continuó con sus labores en la cocina, molesta por el fiasco del dizque «tesoro» y casi olvidó por completo a los labriegos a quienes había prometido servir comida para que no fueran hasta el pueblo.
—Por ello no le extrañó verlos pasar con los costales bien retacados amarrados sobre los burros pues irían a tirar la tierra y regresarían a comer. Pero cuando no regresaron fue a asomarse a los chiqueros solo para encontrar un agujero de gran tamaño sin rastro de ningún tesoro. Ni siquiera las palas, o los costales, o los burros dejaron.
Los labriegos no regresaron y jamás se les volvió a ver por esos caseríos. No se supo si encontraron algo o no. Sin embargo, corrió el rumor de que alguien los había visto en tierra lejana viviendo como ricos, como poderosos terratenientes. Mientras, la señora, mamá de don José, moría agobiada por el arrepentimiento y la nostalgia.
Don José terminó su relato con la cabeza gacha. Terminó su cerveza mientras se excusaba y secaba dolorosas lágrimas escurriendo por sus cachetes hasta juntarse con la espuma de la cerveza en sus bigotes. Luego, se levantó y fue por otra cerveza.