Al coger el tren de cercanías vi una patrulla de mossos, una ambulancia en la puerta y un murmullo lacerante en el vestíbulo.
Dicen que una muchacha se ha tirado a las vías cuando pasaba el Avant de Tarragona.
También Alfonsina, Violeta, Cesare Pavese... Robin Williams, que no era poeta, pero tanto hizo por la poesía.
Y Sylvia Plath:
Hoy quiero hablar contigo
hasta que llegue el alba
y se hagan memoria mis palabras.
Julia. Que dejó un alacrán en las entrañas de su familia, de sus amigos. ¿Pudimos hacer algo? Tal vez no la escuchamos suficiente. Pero Julia está muerta y ya no habla.
La noche en Castelldefels se hace eterna y no duerme.
Un perro en la vigilia lejana ladra su temor presente.
Se elevan los edificios hasta tapar el cielo.
Julia, que abrió los brazos cuando llegó el tren, como diciendo: «Aquí estoy, ven a por mí, que no te temo».
Su último pensamiento. Su materia esparcida entre raíles y tierra, Julia.
Otra muerte más de los cuatro mil suicidios que hay al año en España. Cantidad aterradora de la que no se habla, los suicidas no están en la prensa ni en los telediarios. Esas muertes no existen, porque nadie se preocupa en este mundo de doble moral: «Fue su decisión», cuando la realidad es que por instinto ¿quién quiere morir? Hay detrás mucho sufrimiento, por lo que esa «libertad» que adjudicamos solo es una excusa para sacudir nuestra responsabilidad como sociedad.
Pero la «sociedad» es algo abstracto que a nadie incumbe y luego llega Julia y nos grita hasta quedarse muda y nos desvela en la noche blasfema.
Al día siguiente, Emma llama temprano para decirme que la Niña Maravilla ha muerto de neumonía complicada con este virus que, según algunos, no existe. En una epidemia que dicen es un invento de los poderosos, Foro de Davos y otros, para controlarnos aún más. Que todo es una ficción, pero se lleva con certeza a las personas sepa dios dónde.
Elena, ese era el nombre de la niña, siempre nos había llamado mucho la atención por su sagacidad y gracia al hablar, en casa la conocíamos por el apodo. No aparentaba más de doce años y era guapa, como todas las niñas. Tenía una hermana, muy parecida a ella, de unos dieciséis.
En el verano, el último en que pudimos abrazarnos, un día de calor pegajoso de julio, típico de nuestro Mediterráneo, Elena llevaba puesto un vestido negro y escotado que la favorecía mucho. Entonces, reparé en una cicatriz bastante gruesa, enrojecida y de mala encarnadura, que le nacía en el esternón y culebreaba hacia abajo, hacia la intimidad de su cuerpo.
Unos días más tarde me encontré con su hermana y a mis preguntas, intenté no ser indiscreto, me contó que eran mellizas. Elena nació unos minutos antes que ella, por lo tanto, era la mayor, con una malformación congénita cardíaca. Aunque la habían operado varias veces, como se dice vulgarmente «a corazón abierto», llevaba una vida relativamente normal y era feliz. Deduje que la afección había condicionado su desarrollo corporal.
Emma me avisa que la Niña Maravilla, ya es memoria de miocardios y de ventrículos traidores.
La lluvia grita en Castelldefels, este viernes de libertad condicional, de tanto adiós y tanta pandemia.
Toca a duelo la besana
que hace presente
la geometría del vacío.
Al borde
de las estrellas infinitas,
hasta donde permite la razón.