La primera vez que vi a Carlos Sadness fue en 2017, para su concierto en el bar Caradura, de la Condesa. Es un foro chiquito en el que, apretadas, cabían perfectamente 300 personas. En ese momento, el cuate apenas estaba consiguiendo su base de fans. Algunos cuantos lo escuchaban en México. Muchos más en España, de donde es originalmente. A pesar de eso, desde su primer disco, Ciencias celestes (2012), tenía un gusto muy hípster que entre millennials nos gusta mucho.
Desde entonces, la gente lo ubicaba por tener una cabellera castaña larga y brillante, como de comercial de champú. A la fecha la conserva, como parte de su marca personal. Generalmente se presenta con lentes de sol, la barba perfectamente bien cortada y camisas hawaianas. Tiene una voz suave y sonríe mucho. En ese entonces lo vi así, en un escenario minúsculo en el que se tropezaba con los cables de los instrumentos y con los otros músicos. Frente al escenario, la gente se arremolinaba con el ritmo de los títulos más conocidos.
A cuatro años de ese primer encuentro, creo que esa misma experiencia me daría claustrofobia. Después de año y medio de encierro sanitario, pensaba, no podía exigirme más que quitarme ocasionalmente el cubrebocas en la calle. Ésa era una hazaña pandémica irresponsable a mis ojos —hasta que me invitaron a ver al Sadness, otra vez. En el Autódromo de la Ciudad de México, donde hace poco más de dos años se organizaban eventos masivos de entretenimiento.
Y acepté.
Filtros sanitarios
Me metieron a un grupo de WhatsApp. Era 8 de julio de 2021, y el concierto sería poco más de un mes más tarde, el 13 de agosto. No me pareció buena idea avisar a mis padres luego, luego. Vivo todavía con ellos, y su fobia al virus apenas se mitigó en abril de este año, después de recibir las dos dosis de la vacuna de Pfizer. A pesar de estar protegidos por completo, el terror nunca desapareció del todo. En mí tampoco y, aun así, tenía muchas ganas de ir eso. Tan así que ni siquiera me dolió soltar 650 pesos para mi parte del boleto.
A diferencia de los conciertos en el pasado, los boletos se compraron por «palco». Así se publicitó en la plataforma digital de Ticketmaster, donde generalmente se compran las entradas para este tipo de eventos. En este caso, el concierto lo estaría organizando OCESA, la empresa mexicana que gestiona este tipo de eventos desde 1997. Bajo el nombre de Citibanamex Conecta en Vivo, se abrió una preventa para los afiliados a una tarjeta de ese banco.
Originalmente, éramos 5 mujeres. Cuando nos dividimos los 1,320 pesos entre todas, el boleto fue más que accesible. En contraste, antes de la pandemia un boleto para un festival de música similar podría costar hasta 4 mil pesos. Un poco más para quienes quisieran pagar las entradas VIP. Pagar 650 pesos por una entrada al Autódromo me parecía francamente inaudito, pero lo entendí. Finalmente, la Ciudad de México seguía atorada en la luz naranja del semáforo epidemiológico, y la variante Delta de COVID-19 acababa de entrar al país.
A ninguna de las integrantes del grupo en WhatsApp pareció importarle nada de eso. A mí misma, en esa ilusión de querer hacer algo que sabía de entrada que era poco ético y congruente con mi cobertura de la pandemia, no me pareció mala idea ir a un concierto potencialmente masivo.
—¡Ya te deposité, Ale! —escribí en el grupo ese mismo 8 de julio, quizás sin cuidar tanto la puntuación—. ¡Qué emoción!
Las demás contestaron algo similar, en las semanas siguientes. El paso siguiente era «pedir permiso», porque de todas formas ya había decidido que iba a ir. No atendí el asunto hasta dos semanas más tarde, cuando el evento estaba completamente pagado y la noticia se me anudaba cada vez con más fuerza en el cuello. En una de ésas, pensé que esa presión era suficiente para contagiarme de coronavirus.
¿Ya pagaste?
No me contagié de COVID-19 en ese momento. Cuando le platiqué a mi padre y a mi madre de la «lejanísima» posibilidad de ir a un concierto en el Autódromo. Mi padre, con 23 años de conocerme, me miró con frialdad a los ojos:
—¿Pero ya pagaste?
Le mentí:
—No. Apenas lo estoy viendo con ellas.
Luego le resumí la dinámica de lo que yo pensaba que iba a ser el «palco», los filtros sanitarios que venían anunciados en el sitio de Ticketmaster, los parámetros de sana distancia. Asintió lentamente. Me dijo:
—Pregúntale a tu mamá. Pero yo no tengo problema. Tú pagas tus cosas.
Sentí frío. Sabía que mi madre no iba a imponer resistencias. Creo que, antes que nada, le convenció que todos en casa estábamos vacunados, y el evento iba a ser en un espacio al aire libre. Aún hoy, no entiendo cómo fue eso posible: después de un año en el que pedir una pizza de fuera era más difícil que conseguir una visa estadounidense, tenía permiso de ir a un concierto masivo.
Filtros sanitarios
Así, sin resistencias, conseguí el permiso de mi madre también. Ni siquiera me inmutó. Hasta me felicitó por finalmente, en sus palabras, «salir con mis amigas». En ese momento, hasta se veía más emocionada que yo.
Ese día, quedamos de vernos en mi casa. Yo vivo por el sur, y el Autódromo está más cerca de aquí que del poniente, desde donde las demás venían. La cita era a las 7 de la noche, porque el evento empezaba a las 8:30 del 13 de agosto. Para no pagar un servicio de Uber, o de plataformas similares, sugerí contratar un servicio privado que ya nos había atendido en el pasado. A las demás les pareció buena idea, «para evitar contacto con otras personas y por la covid», según escribió una de ellas en el grupo que armamos para el concierto.
Aunque le pagamos al chofer por adelantado, con al menos tres días de anticipación, llegó media hora tarde. Aun así, logramos llegar a las 8:10 de la noche, con el tiempo justo para no correr hasta el lugar que nos habían asignado. En principio, yo tenía la idea de que habíamos pagado un palco muy cerca del escenario. Después de cruzar toda la pista de carreras del Autódromo, me di cuenta de que no era el caso. En lo absoluto.
Los filtros sanitarios empezaron desde la entrada, programada en la puerta 15 del Autódromo. Un arco de plástico iluminado con focos potentísimos daba la bienvenida, debajo del letrero encendido que daba fe del evento:
Citibanamex Conecta en Vivo; y en minúsculas: presenta a Carlos Sadness.
La COVID-19 no vuela
Me tuve de convencer de que la COVID-19 no vuela cuando se encendieron las luces del escenario. Ni modo. Ya estaba ahí. En ese momento, me importó muy poco que la jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, declarara la vuelta al semáforo rojo en la escala epidemiológica. Esto querría decir que los contagios estaban en un pico alto nuevamente. Decidí, entonces, que mi vacuna de Pfizer era más fuerte que más de 4 mil personas potencialmente contagiadas que, en torno mío, se quitaron el cubrebocas para tomar cerveza o comer pizza, en medio de la llovizna suave de finales de agosto.
El concierto terminó a eso de las 10 de la noche. Al salir del Autódromo, tuve esa misma sensación de caer, de pronto, a la realidad: sí, había una pandemia, sí, teníamos más de año y medio confinados en casa, sí, me hacía mucha falta gritar —y sí, posiblemente estaba contagiada de COVID-19. Regresamos a mi casa con el mismo servicio privado. Me despedí de cada una de ellas con un abrazo y un beso, sin cubrebocas. Dos meses atrás, lo hubiera considerado como una fatalidad. En ese momento, francamente no lo fue. De todas formas, en mi cabeza ya poco importaba si me había contagiado: todas estábamos igual.
Pasaron dos semanas y no percibí los síntomas. A pesar de que mi hermana me reclamó a la mañana siguiente que porqué había ido, que era una irresponsable, que los iba a contagiar a todos, parece ser que mi barrera genética por la vacuna funcionó. Si bien nunca me hice la prueba, tampoco mostré síntomas. Quiero creer que no me contagié de coronavirus, y volví a un concierto después de dos años sin grandes estragos.